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Los Soprano. Temporada 5

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Todos los matarifes de “Los Soprano” llevan en el cuello la medalla de su Primera Comunión. Pero dudo mucho que el dios del Nuevo Testamento los acoja en su seno cuando ellos sean el alimento de los peces, o el festín de los gusanos. O eso, o los curas del colegio mentían como bellacos sobre la naturaleza de la divinidad. Claro que también decían que don Francisco Franco -ese psicópata de las guerras de África y luego de nuestra Guerra Civil- entraría en el cielo aplaudido por los ángeles.

Sin embargo, cuando hablamos de pecados veniales, los compijuegos de Tony Soprano ya son un poco como nosotros. Porque la carne es débil, y la mentira afila nuestras lenguas. Flaqueamos por interés, halagamos por conveniencia, cambiamos de principios si adivinamos un beneficio. Es ahí, en el pecado venial, en la disfunción cotidiana, donde estos sociópatas repeinados se nos vuelven humanos, comprensibles, vecinos de la cola del pan o comensales que zampan a nuestro lado en el restaurante. 

Se podría escribir toda una guía de “Los Soprano” -incluso una tesis doctoral en la Universidad de las Series- siguiendo la pista de los pecados capitales que les impulsan a actuar, y que muchas veces son la causa de su perdición. La gula, por ejemplo, altera sus fisonomías y les provoca malas digestiones; la soberbia les vuelve descuidados y vulnerables a la venganza; la avaricia les empuja a robar más de lo que deben, invadiendo territorios vecinales; la lujuria les despista de sus obligaciones como a sacerdotes entregados al fornicio; la envidia les susurra que se necesitan un coche más grande para acudir a las reuniones y ser escuchados con mayor respeto. La ira -sobre todo la ira- les hace tomar decisiones equivocadas que al final sellan su sacrificio ritual.

La pereza es quizá el único pecado capital que no conocen estos tipos. Es cierto que se pasan la vida jugando a las cartas en el Bada Bing, o tocándose las pelotas en la terraza del Satriale’s, pero cuando hay que coger la pipa o el bate de beisbol no dudan ni un instante. Son muy profesionales en lo suyo. El añorado Pazos derrama lágrimas cada vez que los ve. 





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El callejón de las almas perdidas

🌟🌟🌟


“El callejón de las almas perdidas” es una metáfora muy válida para describir este valle de lágrimas que transitamos. Ea, pues, Señora, Abogada Nuestra, que rezábamos en el colegio... Pero hoy luce un sol primaveral al otro lado de la ventana, y así se quedará hasta que arrecie el viento sudsahariano que nos cocerá en nuestro propio jugo mientras caminamos.

Se me ocurren un par de directores que con semejante título podrían haber hecho un poema tristísimo y deprimente: el callejón rectilíneo, la mugre y la lluvia, la gente perdida que sale trastabillada o desenamorada de los locales...  Uno de esos directores, por cierto,  también es mexicano, González Iñárritu, que cuando se pone pesado es el cuate más plomizo al sur del Río Grande.  Pero Guillermo del Toro, su compatriota, no transita estos callejones misérrimos del espíritu. O los transita de otra manera. Del Toro siempre se las apaña para arrimar cualquier argumento a su sardina de lo bizarro, y le salen unas películas impecables en lo visual pero soporíferas en lo argumental. Nuestra credulidad tiene un límite, y nuestro sentido de la vergüenza ajena, a veces, también.

Lo que viene a contar “El callejón de las almas perdidas” es que el karma ya se hacía sentir en la América de la Gran Depresión mucho antes de que saltara del subcontinente indio a las modas del pensamiento. Según Del Toro, y según los karmistas, el que la hace la paga; y eso, estarán conmigo, es una completa ridiculez. Un argumento para niños. Disney + dirá lo que quiera, pero esta película sigue siendo cine familiar. Que se le vea el escote a Cate Blanchett o aparezca un cráneo machacado en el asfalto puede ser chocante, provocador, “adulto”, pero el argumento sigue siendo tan básico como las piruletas de nuestra infancia. El palito y el caramelo.

Hoy, por ejemplo, ha regresado el rey emérito a nuestro país. La vidorra y los yates. El karma...





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Nomadland

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Muchas veces me he preguntado qué sería de mí si un día el colegio cerrara y me quedara sin trabajo. Qué haría yo, a las nueve de la mañana, para ganarme el sustento, de pronto nómada entre las horas, si un llegara de Madrid o de Bruselas un recorte presupuestario de la hostia, ya definitivo, que mandara la Educación Especial al carajo, considerada no esencial para el tejido productivo, un dispendio insostenible para el Estado. Sé que ese día llegará, sin duda, pero espero que me pille jubilado del trabajo, o jubilado de la vida.

Qué sería de mí, repito, yo que sólo sé hacer esto, educar a niños autistas, o con graves discapacidades, incapacitado yo mismo para realizar otra labor pedagógica o no pedagógica. Qué sería de mí, tan inútil como soy, al borde los cincuenta años, incapaz de manejar una azada sin clavármela en el pie, sin saber cómo plantar un tomate, cómo conducir un coche, cómo convencer a nadie por teléfono de que compre una Biblia o se pase a Vodafone. No sé hacer nada, nada de nada: ni siquiera escribir, y eso que me pongo a ello todos los días. Yo sólo soy válido en mi negocio, y ni siquiera por validez, sino por acumulación, porque he aprendido más viejo que por sabio, como dicen que fue haciendo el mismísimo demonio.

Qué haría yo si un día me pasara lo mismo que a Frances McDormand en Nomadland: levantarte de la cama y encontrarte de pronto sin trabajo, sin casa, lanzada de pronto a la carretera, al trabajo ocasional, demasiado orgullosa también para aceptar el techo que le ofrecen las amistades. Qué haría yo -que no tengo ni carnet de conducir- viviendo la vida nómada de las caravanas, de las furgonetas, durmiendo al raso si no fuera por el techo de aluminio. España no se diferencia gran cosa del paisaje majestuoso de los americanos: aquí también hay estepas, desiertos, estribaciones montañosas... Atardeceres y amaneceres como estos que salen en Nomadland, que son de una belleza extraordinaria, y llenan por sí solos la película. Se podría vivir así, de subempleo en subempleo, de camping en camping, pero yo no duraría ni tres días viviendo como vive esta mujer que se adapta a todo, que lo supera todo,  orgullosa de sí misma y en paz con su espíritu, y con sus manos laboriosas. Una mujer que lo mismo te empaca una caja en Amazon que te recoge la remolacha o te deja los baños como los chorros del oro, sabiendo que afuera le espera la libertad y el cielo despejado.





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Buenas noches, y buena suerte

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"Somos ricos, gordos, comodones y complacientes. Tenemos alergia a la información desagradable o inquietante. Nuestros medios reflejan esto. Si no nos levantamos de nuestros gordos traseros y reconocemos que la televisión se utiliza para despistar, engañar, divertir y aislarnos, entonces la televisión y los que la financian, los que la miran y los que trabajan en ella, puede que no se den cuenta hasta que sea demasiado tarde".

    Esto lo dijo Ed Murrow en 1958, ante sus compañeros de profesión, en un arranque de sinceridad que convirtió su fiesta y su homenaje en un desfile de rostros cariacontecidos. Cuarenta y nueve años después, para sofoco del alma en pena de Ed Murrow, nadie ha levantado todavía su gordo trasero de donde lo dejó. Ni el espectador que lo aprieta contra el sofá, ni el programador que lo menea en su silla de oficina. La televisión sigue siendo el instrumento inútil que Murrow ya barruntaba, incapaz de formar a la gente, de presentarle las noticias con objetividad, de ayudarle a tomar postura con las versiones contrastadas. No en vano, The Newsroom, que era el informativo quimérico que Aaron Sorkin ideó para los tiempos modernos, empezaba con Ed Murrow dignificando sus títulos de crédito, y avalando sus intenciones pedagógicas. 

    Por mucho que nos digan y nos mientan en nuestras televisiones posmodernas de los plasmas y los 4K, no existe la pluralidad real, el debate sano, la confrontación de ideas. Los informativos de los canales privados le bailan el agua a sus inversores, y a sus patrocinadores, como es lógico y normal, porque hay que dar de comer a los retoños y entre la dignidad y el frigorífico esto último es sin duda lo más importante. Y luego está nuestra televisión pública, ja, que sólo con el apellido ya te da la risa, porque no es tal, sino el chiringuito de cuatro inquisidores trajeados que han estudiado en prestigiosas universidades. Tipejos que cuando imponen su criterio y su opinión han de sujetarse el brazo fascistilla como hacía el Dr. Strangelove en lTeléfono Rojo, volamos hacia Moscú. A los efectos que nos ocupan, la televisión pública (ja) sólo es un desfile orquestado de ministras, portavoces y miembros guapísimos de la realeza que repiten como loros el mismo mensaje machacón: todo va de puta madre y la pobreza y la necesidad sólo son espantajos que agitan cuatro rojos muy vengativos. Incluso en esto no hemos cambiado nada desde los tiempos de Ed Murrow. 





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