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Sin novedad en el frente

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Las películas bélicas nos han vuelto antibelicistas. Ellas nos han enseñado que la guerra no es más que una carnicería de carne humana. Como la carnicería del Carrefour, pero con solomillos de chavales e higadillos de reclutas. Y morcillas de sangre recogida en las trincheras. Un expositor de película de terror.

Cuando se inaugura una guerra se monta un espectáculo de banderas al que acuden las gentes del mal vivir, que decía Ivá: los militares, los curas, los empresarios... Los prebostes del régimen tiránico o democrático, eso da un poco igual. Allí se cantan himnos, se leen arengas, se exaltan las virtudes nacionales. Se echan cuatro espumarajos sobre el enemigo y se lanza la orden de movilizar al personal. Cuatro psicópatas con uniforme se encargarán de que los soldados cumplan a rajatabla y no se arruguen en la batalla. Hasta ahí, en las guerras antiguas, todavía podían engañar a la chavalada. Hoy ya no. Un espectáculo así sería el hazmerreír de los votantes. Al menos de los que tendrían que ir a pelear. No de los viejetes manipulados por el telediario de La 1 o de Antena 3, que solo están pendientes del valor de su pensión y de si mañana lloverá.

En 1914, por ejemplo, nadie había visto una guerra por la tele, porque no existía; ni en el cine, porque todo era de chichinabo. La guerra era eso que te contaban tus padres, o tus abuelos, contaminados de nacionalismo fervoroso. Quizá algún grabado, alguna foto... Y en las zonas rurales puede que ni eso. Eran otros tiempos. Para una mente del siglo XXI es difícil asumir el inicio de “Sin novedad en el frente”, con esos chavales que se apuntan al ejército como quien se apunta a una excursión de fin de semana, o a un viaje a París, a ver el partido del Bayer Leverkusen contra el París Saint Germain.

El cine bélico nos ha ayudado mucho, pero el fútbol -tan denostado- también. En Qatar, por ejemplo, dentro de una semana, va a disputarse la XXII Guerra Mundial Incruenta, donde puedes derrotar al enemigo secular sin necesidad de pegarle un tiro o de arrojarle una granada.



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Good bye, Lenin!

🌟🌟🌟🌟

Una señora franquista que hubiera entrado en coma tres días antes de la muerte del dictador, y reviviera hoy mismo en la habitación soleada de su clínica privada, no necesitaría que ningún hijo la engañara sobre el estado político de la patria. Todo está más o menos como estaba. 

    En Good bye, Lenin!, sin embargo, la mamá de Alex, que sufrió su infarto justo antes de la caída del Muro, necesita todo un paripé familiar para no saber que la Alemania Oriental ya no existe y que el comunismo ha sido finalmente derrotado. Que sus sueños de proletaria combativa, de soñadora de fraternidades universales, han ido a parar a los basureros de la historia... Ocho meses después de lo del Muro, a su Berlín resistente y pobretón, orgulloso y mal abastecido, ya no lo conoce ni la madre que lo parió. Las gentes visten distinto, sueñan distinto, comen hamburguesas del McDonald's, y en la televisión aparecen mujeres semidesnudas y anuncios de Ferraris derrapando por Miami Beach. Sus ideales viajan por las cloacas camino del mar, y sus allegados tienen que sudar tinta china para hacerla creer que nada ha cambiado en el paraíso socialista.

    Nuestra señora franquista no necesitaría tantos desvelos de los familiares congregados ante su cama. Apenas extrañaría nada al encender el telediario de La 1, o al escuchar las tertulias de la radio. El rey actual, tan guapo y mocetón, es el hijo de aquel otro que designó el Caudillo con un simple capricho de sus cojones. La democracia -aunque sólo mencionarla le produzca gases y le altere la tensión a la señora- la están gestionando los nietos de aquellos patriotas que ganaron la Guerra Civil, y es muy probable que sólo estén disimulando para complacer a los americanos y a los europeos, siempre tan meticones e idealistas. El ejército sigue desfilando cada 12 de octubre, los obispos siguen bendiciendo las fiestas de guardar, y los equipos de fútbol siguen dedicando sus títulos a la Virgen del terruño. Las banderas del águila imperial siguen exhibiéndose por las calles como si no hubiera pasado el tiempo, y los cachorros de buena familia, aprovechando las manifas, siguen ahostiando como se merecen a los rojos que quieren traernos el ateísmo y el reparto de la riqueza.

    Lo único que a esta señora habría que ocultarle para que no se muriera de otro soponcio, es saber que ahora las mujeres abortan, que los maricones se casan, que los jovenzuelos compran condones como quien compra chicles en el kiosco. La liberación de las costumbres... Cuánto tendrían que callar esos mismos nietos que la sonríen disimulando, que le dan la razón como a los tontos. Los asuntos de la jodienda, que no tienen enmienda.




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Malditos Bastardos

🌟🌟🌟🌟

Hay que reconocer que el mal nos fascina, y que las malas personas nos resultan más interesantes que las personas decentes. Aunque las maldigamos, y las repudiemos, y tratemos de no coincidir con ellas ni por casualidad.

       En esta contradicción entre la estética y la moral, entre el sentido de la rectitud y la cosa de la curiosidad, los nazis se llevan la palma de nuestra sugestión. No los nazis de ahora, que parecen orcos rapados si te los encuentras en el fútbol, sino los nazis fetén, los del Tercer Reich, esos que conocemos de pe a pa gracias a los documentales del canal Historia y a las películas que nos acompañan desde que nacimos. La estética de los nazis tiene un poder hipnótico sobre el mismo espectador que los odia. Sabemos de su locura, de sus fechorías, de sus crímenes sin parangón, pero mezclada con el asco hay una curiosidad malsana, una atracción culpable por esa estética imperial que al final, tras tanto sueño de grandeza, fue su único legado y el más longevo.

          En Malditos Bastardos, Christoph Waltz crea un personaje inolvidable que mereció los premios más golosos del mundillo. El coronel Hans Landa es un rastreador implacable y un ejecutor eficiente. Un hijo de puta sin entrañas. Un hombre sin moral al que la guerra, por circunstancias de nacimiento, colocó en el lado de Adolf Hitler y su pandilla de trastornados. El no odia a los judíos, pero le pagan muy bien por sacarlos de sus escondites. Hans Landa es un personaje despreciable, execrable, pero el espectador de Malditos Bastardos, engañado por la magia del cine, enredado por las artes comediantes, acaba sintiendo por él algo muy parecido a la… simpatía. Y que los dioses nos perdonen. Landa es un hijoputa ocurrente, chisposo, de inteligencia pronta y acerada. Con este personaje, el dúo Tarantino-Waltz es capaz de sacarnos todas las vergüenzas al aire, y de ponernos en un brete moral de no contar a los amigos. Debemos, como seres humanos, como personas instruidas, odiar a Hans Landa, pero nuestras neuronas, más atávicas que nuestra cultura, quedan embelesadas ante su encanto. Menos mal que sabemos que todo es ilusión, artificio, mangoneo de nuestras emociones, y que cuando termine la película y nos metamos en la cama, volveremos a saber que los nazis no hacían – ni siguen haciendo- ni puta la gracia.




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Rush

🌟🌟🌟🌟

Cuando yo era pequeño, nuestras madres lloraban a mares con aquella canción que Roberto Carlos -el cantautor, no el futbolista- le dedicó a su madre: Lady Laura, abrázame fuerte, Lady Laura... Nosotros, los chavales, que veíamos la Fórmula 1 en la tele y flipábamos con el rugido de los motores, nos burlábamos de ellas cantando Niki Lauda, abrázame fuerte, Niki Lauda... Así canturreábamos mientras jugábamos a las carreras con las chapas de Mirinda; en las aceras del barrio, trazábamos con tiza unos circuitos de mucho mareo y luego le dábamos suavemente al bólido para que no derrapara en las curvas, y un hostiazo descomunal, cuando llegábamos a la recta, con la uña del dedo. 

Yo era muy de Niki Lauda, y en mi escudería de la naranjada o de la limonada él corría siempre con su cara recortada. Me hacía mucha gracia, su nombre, y además me daba pena su rostro desfigurado, y su gesto siempre hosco. Pensábamos, además, en nuestra ignorancia supina, que Niki no se comía una rosca entre las bellezas de tronío, las del champán y el ramo de flores en la entrega de premios, que seguramente lo miraban un instante porque estaba en el contrato y luego salían espantadas. Qué poco sabíamos del poder afrodisíaco del dinero, y de la fama, los tontainas  del suburbio, que aún discutíamos sobre la virginidad de María en clase de religión. El mismo personaje de James Hunt, en Rush, que es la película que ha desatado esta ristra de recuerdos, decía al principio de la película:

            "Tengo una teoría de porqué a las mujeres les gustan los pilotos. No es porque respeten lo que hacemos, correr dando vueltas y vueltas... La mayoría creen que es ridículo, y quizá tengan razón. Es la proximidad con la muerte. Cuanto más cerca estás de la muerte más vivo te sientes, más vivo estás, y ellas lo notan, lo sienten en ti".

            Es una manera muy poética de decir que las mujeres se vuelven locas con la testosterona, y que en esta predilección  llevan su cara y su cruz, su gozo y su condena, pues el mismo macho que las vuelve tarumba luego les pone los cuernos con otra mujer, o se pega una hostia mortal haciendo el imbécil con los amigos. Porque la testosterona es lo que tiene, que es eruptiva e ingobernable, y cuando fluye a chorros  te convierte en un semidiós irresponsable, que lo mismo te empuja a escalar montañas y caerte por el precipicio que a subirte a un Fórmula 1 y estrellarte contra el muro. 

           


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EVA

🌟🌟

Hay películas que se lo juegan todo a la carta de una sorpresa, de un giro inesperado que deja al espectador clavado en su sitio. Son películas que transcurren sin rumbo, aburridas, y que de repente, por obra y gracia del truco escondido, cobran sentido y se ganan nuestro aplauso final. EVA quiere jugar esta baza, y trata de dejarnos boquiabiertos con su conejo de última hora sacado de la chistera. Lo que pasa es que aquí todo el mundo se olía el pastel, incluidos los espectadores de inteligencia más limitada como la mía, que rara vez anticipa nada de las tramas, siempre tan torpe y tan ensimismada en la magia del cine. Y es que hay películas que se traicionan desde el mismo cartel que las promociona. No se puede escribir el título así, EVA, en mayúsculas, en tipo de letra cibernética, como WALL.E, o YO, ROBOT. Ni se puede poner a la susodicha Eva en la misma postura que guarda el niño de Inteligencia Artificial en su cartel, de perfil, con la cabeza levantada, como mirando hacia el futuro, o hacia las estrellas, vaya usted a saber.


            Es un error mayúsculo, éste de EVA. No lo es, en cambio, que salga mucho en pantalla Marta Etura. Bienvenida sea siempre, su gracia. Después de todo, más allá de los coqueteos con la ciencia-ficción, EVA nos es más que la historia de dos hermanos que quieren tirarse a Marta Etura, pero cada uno por separado, y en exclusiva, lo que provoca el inevitable conflicto sexual. Otra pareja de hermanos más liberales, que además se hubiese enamorado de una mujer propicia a los tríos, habría hecho de EVA una película muy diferente, menos dramática quizá, pero tan excitante que nos hubiese dado lo mismo el misterio tontorrón de la niña protagonista.


            Tiene EVA, no obstante, el mérito indudable de introducir una reflexión profunda, vamos a decir filosófica, que nada tiene que ver con los celos ni con el amor. Ni con el futuro incierto de la inteligencia artificial. Hay un momento en el que Daniel Brühl, desesperado por la indiferencia de Marta Etura, se abraza al mayordomo cibernético que le ayuda en las tareas doméstidcas. Una especie de C3PO humanizado que encarna Lluís Homar, y que se llama Max. Max posee un programa regulable de empatía con los seres humanos. En su nivel ocho, que es el que viene instalado por defecto, es un plasta de mucho cuidado, siempre atento, pendiente, efusivo, como los vendedores de El Corte Inglés que trabajan a comisión. Brühl no lo soporta en ese nivel, y rápidamente le ordena bajar al seis, que es el habitual en la película, donde Max se comporta como un tipo eficiente, educado, comedido. Pero Brühl, en esa noche aciaga sin Marta, condenado de nuevo a la masturbación enamorada, le coloca de nuevo en el nivel ocho de simpatía, sólo para ser abrazado en ese instante de tristeza absoluta. Lo artificial, una vez más, como sustituto irremediable de lo natural.  Como me pasa a mí, con las películas, que son una gran mentira repetida noche tras noche, a veces de nivel ocho, a veces de nivel uno, pero a las que abrazo como un borracho a su farola, decepcionado de la realidad aburrida, de los humanos desesperantes, del mí mismo, acobardado y dimitido.




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