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El imperio de la luz

🌟🌟


Me habían vendido -o quise comprar- que “El imperio de la luz” era una película sobre un cine similar al cine Pasaje de mi infancia, con su pantalla galáctica y sus butacones, sus porteros y sus acomodadores. El proyeccionista en la cabina y la fila para los mancos. Una historia sobre su gloria, su decadencia, su asesinato a manos de un centro comercial amparado por la ley. 

Y así empieza, de hecho, la película, siguiendo a los trabajadores que lo ponen todo en marcha antes de abrir las puertas para que los cinéfilos, los aburridos, los que van a pasar el rato o a buscar el sentido de su vida, traspasen la puerta de esa quinta dimensión. Porque está el espacio-tiempo por un lado y el cine por el otro, que es una experiencia distinta y aún no descrita por las ecuaciones. 

En esos prolegómenos yo siento una nostalgia que tiene muy poco de bonita y sí mucho de paraíso perdido. Mi padre era el portero de aquel cine de León que ya no existe, suplantado por un DIA, y yo era el hijo que entraba gratis a las sesiones, y subía a la cabina como el niño de “Cinema Paradiso”, y levantaba las butacas al finalizar la proyección para entregar los objetos perdidos y meterme en el bolsillo las monedas caídas -por las posturas, por los sobresaltos, por los escarceos sexuales- que nunca se devolvían. Porque las monedas pertenecían todas al rey, o a Franco, que eran los sátrapas que ponían su jeta para marcarlas. Y a esos, por mis muertos, y por orden soviética de mi padre, no se les devolvían ni los buenos días. 

Pero esto, ya digo, es solo el principio. Una vez presentado el cine físico -que luego ya no es más que decorado- lo que queda son las aventurillas de sus trabajadores, que están más vistas que el TBO o producen vergüenza ajena. La prota es una esquizofrénica a la que el cine no le conviene mucho como terapia. Porque yo, al menos, sé dónde empieza la realidad y donde termina la ficción, aunque a veces las fronteras sean difusas y problemáticas. Pero esta mujer ha encontrado en el cine la disociación de su disociación, y así ya son cuatro, y no dos, las personalidades que ha de enfrentar Olivia Colman con su oficio de disociarse. 




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La solución final

🌟🌟🌟🌟


Los nazis eran unos sociópatas siniestros. Pero eran eficaces de cojones. Eso no se puede discutir. Tampoco que vestían unos abrigos de invierno estilosos y molones. Ahí marcaron tendencia. Puede que la eterna fascinación del cine por los nazis tenga mucho que ver con su estética negra, de cuero reluciente, que hacía el contraste perfecto con la nieve de los campos.

Alguno dirá: pues al final perdieron la guerra, tan eficaces como dices.  Pero la perdieron no por torpes, sino por iluminados. Con el rollo de la supremacía aria pensaron que jamás iban a perder una batalla y abrieron demasiados frentes de combate. Eran ellos contra el mundo, y al final el mundo les aplastó. Mientras sus jerarcas vivían alejados de la realidad, aferrados a la ideología y a los prejuicios, los funcionarios del Estado, los Eichmann y compañía, engrasaban la maquinaria y mantenían el día al día de la guerra sin cuartel. Eran ellos los que tenían los pies en el suelo y tomaban decisiones prácticas, ahogados por la economía propia y por los bombardeos de los aliados, muy lejos de cualquier delirio megalómano.

En la conferencia de Wansee, estos funcionarios cuadriculados condenaron a muerte a millones de personas. En apenas dos horas, bajo la mirada gélida de Heydrich, que zanjaba cualquier conato de discusión improductiva, se coordinaron varias estructuras del Reich para proceder a la matanza sistemática de judíos: la Cancillería, los ministerios, los protectorados, las SS, el ejército... Al asco infinito que producen estos hijos de puta se superpone la admiración por su método de trabajo: no pierden ni un minuto, ofrecen números claros, aportan soluciones viables, no dejan que nadie desbarre, elevan protestas razonables... Son unos asesinos implacables. 

Y yo, que estoy acostumbrado a las reuniones de mi colegio, donde todo es pérdida de tiempo y verborrea de verdulería, y lo que podría durar quince minutos se alarga una hora y pico sin llegar muchas veces a la solución, pienso que sería recomendable proyectar en la sala de audiovisuales “La solución final” no como “Jornadas de cine histórico”, sino como “Curso de gestión eficaz para la coordinación docente”.




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El topo


🌟🌟🌟🌟

No sé muy bien por qué, en la deriva ociosa de estos días, he terminado releyendo las viejas novelas de John le Carré y Graham Greene, ambientadas en los tiempos de la Guerra Fría. Quizá porque la Guerra Fría sigue sin descongelarse entre chinos y americanos, entre europeos del norte y europeos del sur, y en esta crisis las viejas tácticas de intoxicación y propaganda han vuelto a ponerse de moda, y se guerrea mucho más en los despachos burocráticos que en los cuarteles de la OTAN.

    Los dos, John le Carré y Graham Greene, fueron agentes de inteligencia al servicio de Su Majestad, y saben bien de lo que hablan cuando relatan ese ambiente de los conciliábulos, de los vasos de whisky que se comparten al final de la jornada entre colegas que se admiran y se envidian entre sí. Y que también, por supuesto, se espían por el rabillo del ojo, por si alguno de ellos fuera el famoso topo que trabaja para los soviéticos.



    Los dos autores escriben con un tono parecido, tristón y lluvioso, y eso no puede ser casualidad. Se nota que abandonaron la carrera por la misma puerta de atrás, la de los desencantados que tenían historias que contar. Los personajes de sus novelas son hombres inteligentes pero grises, que ya vienen de vuelta del oficio, o que permanecen en él porque se les da bien espiar y enredar, y de algo hay que comer. Hombres que al principio se apuntaron porque pagaban bien, porque les daba caché ante las mujeres, o, simplemente, porque querían hacer carrera dentro de la administración.

    Algunos, incluso, empezaron creyendo que libraban una guerra trascendente contra el comunismo manejando teletipos y sellando documentos con el “top secret”. Pero poco a poco descubrieron que su trabajo sólo era un trasiego de papeles, un tráfico de secretos que en el fondo no eran más que gilipolleces, cosas muy banales que unos se robaban a otros para justificar los sueldos y los viajes a Estambul, o a Viena, donde se cortaba el bacalao de los intercambios y se compadreaba un poco con el enemigo, entre alcoholes y prostitutas.

    La Guerra Fría, como todos sabemos, la ganó la hamburguesa, y no la carrera de armamentos, ni la labor de los intrigantes. Los alemanes de la RDA que derribaron el Muro de Berlín sólo querían probar la McRoyal con queso, que veían a todas horas anunciada en la televisión occidental.



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El discurso del Rey

🌟🌟🌟🌟

Viendo la primera temporada de “The Crown”, tardé ocho episodios en encontrar un rasgo en la personalidad de Isabel de Windsor -una debilidad, un defecto, una menudencia del carácter- que me permitiera considerarla una igual, una hermana del sufrimiento. Algo que rasgara la cortina que nos separaba como plebeyo de España y como reina de Inglaterra. Acortar la distancia entre quien merece una serie de televisión por todo lo alto y quien, la verdad sea dicha, también se merecería al menos una miniserie, Álvaro Rodríguez, “The Clown”,  pero por otras circunstancias tragicómicas que ahora no vienen al caso…



    Me fundí con Isabel de Windsor en un afectuoso abrazo cuando ella, en plena gira por la Commonwealth, le confiesa a su médico personal que está hasta los ovarios de sonreír a las multitudes, pero que no tiene otro remedio, porque si deja de sonreír parece que está enfadada, así, de gesto natural, por la lotería del fenotipo, y que tal cosa, sin ser cierta, le genera no pocos malentendidos. Fue ahí, en ese momento, cuando una Windsor de Londres y un Rodríguez de León -que, no es por nada, pero Rodríguez de León tampoco suena nada mal- quedaron unidos en la incomprensión de quien nos toma por cascarrabias cuando serenamos el gesto y relajamos la quijada.

    Sin embargo, en El discurso del rey, apenas he tardado dos minutos en identificarme con su padre, el rey Jorge VI, que padecía una tartamudez arrastrada de la infancia, y que le impedía, en los discursos oficiales, y en los actos protocolarios, parecer un hombre preparado para el desempeño de su cargo. Lo del gesto de cascarrabias al no sonreír es una gilipollez comparada con esta incapacidad que te hace parecer medio tonto, o medio hervido, cuando en realidad sólo se trata de una palanca trabada por el miedo, o por la ansiedad. La padecí, la superé, pero como le sucedió al rey Jorge VI de Inglaterra, nunca se me fue del todo al hablar. Se da el pego, nada más. Es una de mis pesadillas recurrentes. Todavía hay veces que me despierto con una pppp…uta consonante atravesada en la garganta.  




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1917

🌟🌟🌟🌟

Para no herir la sensibilidad del espectador y hacer como que la guerra era una cosa de mentirijillas, las películas de nuestra infancia mostraban batallas casi  incruentas, sin hemoglobina, más parecidas a las representaciones historicistas que a la guerra real que huele a mierda y a sangre. Y a cadáveres en putrefacción. Los alemanes muertos -porque casi siempre eran alemanes, pobrecitos- se limitaban a desmadejarse ametrallados por el héroe o desplomados por las explosiones. Ningún soldado de aquellos sangraba gran cosa al morir, y por supuesto, nadie moría despedazado, o destripado, o con media cara volada de un disparo. Eran muertos de paja, teatrales, de museo de cera. Figurantes que caían. Como los indios que se caían de los caballos, o los vietnamitas que saltaban por los aires.



    Las películas de nuestra infancia siempre las protagonizaban hombres maduros, de pelo en pecho, galanes curtidos que paseaban sus galones por los despachos, o que quedaban muy varoniles metidos en el barro, con el traje de faena, fumando un pito y soltando un chiste de testosterona antes de entrar en combate. La guerra -nos querían decir- era para tíos-tíos, la crème de la crème, lo mejor de cada casa, John Wayne, y Robert Mitchum, y  Alfredo Mayo en Raza -que pal caso, patatas-, y tú, chaval, si te aplicas, si te apuntas a la fiesta, podrías ser uno de ellos: ganarte la gloria con la metralleta y luego besar en fila a todas las mujeres.

    Recuerdo que uno, con catorce años, que había vivido toda su infancia con los Madelman, y los Geyperman, y los soldaditos de Montaplex, todavía fantaseaba con estas glorias de mierda hasta que un día vio Platoon en el cine y descubrió, mientras sonaba el Adagio para cuerdas de Barber, que los soldados, en cualquier guerra, los verdaderos matariles y morituris que mueren gritando y sangrando, son chavales, jovenzuelos, pibes engañados en el mejor de los casos. Reses secuestradas, casi siempre. Apocalypse Now ya nos había enseñado que en la guerra todo el mundo está loco, o se vuelve loco a la fuerza, y Platoon nos pegó dos bofetones de realidad en la cara, y otros dos en los cojones desinflados, Lo bélico, en nuestra fantasía, se volvió terror y pesadilla. Comprendimos que la gran suerte de nuestra generación -y posiblemente de la generación de nuestros hijos- sería no haber participado nunca en el asalto a una trinchera, ni haber desembarcado jamás en una playa barrida por las balasá. 1917 es un espectacular  recordatorio de todo aquello que aprendimos y que nunca deberíamos olvidar. La isla de Perejil, para la primera gaviota que se la pida.


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Fuera de juego

🌟🌟🌟

Decía Bill Shankly –o dicen que dijo- que el fútbol no era una cuestión de vida o muerte, sino algo mucho más importante. Quizá exageraba, el viejo Shank, pero no demasiado. El fútbol nos impregna, nos define, nos atraviesa de la cabeza a los pies, como un rayo vallecano, o de otro sito. 

    Es como preguntarle a un cristiano por Jesucristo: lo irracional se apodera del mando a distancia. La fe, la tribu, la creencia en algo superior... El Cielo, o el Club, de nuestros amores. Da un poco lo mismo. Es la misma trampa del sentimiento. Esa metáfora tan socorrida del dios Balón no es ninguna tontería: los futboleros también tenemos nuestro bautismo en el estadio, nuestra comunión con el equipo, nuestra confirmación en la fe verdadera. Nuestro matrimonio para siempre. Es más fácil apostatar de Dios que apostatar del juego divino: la vida sin Dios tiene una explicación, como enseñaban los viejos griegos o Hawking el astrónomo, pero la vida sin fútbol todavía no la ha comprendido nadie. Aunque disimulen, esos ateos.

    Los futboleros somos convecinos, conciudadanos,  pero vivimos instalados en otro rollo. El fútbol se rige por otro calendario que no es ni chino ni gregoriano. Zaragozano, si acaso, para los del Real Zaragoza. Nosotros no empezamos el año en enero, sino en agosto, y no lo terminamos en diciembre, sino en mayo -o en junio si hay Mundial o Eurocopa. Y así vivimos, descabalados respecto a los demás, que hablan de años y de estaciones como ciudadanos productivos mientras  nosotros nos regimos por las pretemporadas, por los parones de la Champions, por el tiempo destinado a los fichajes, ajenos a los ciclos de la naturaleza y a las fiestas de los curas. 

Somos tan diferentes, y vamos tan a nuestra bola, que el matrimonio con alguien que no esté en el ajo, que no sienta los mismos colores, ya se considera legalmente mixto en algunos países muy avanzados: los nórdicos creo, o los holandeses, como si se casaran dos personas de religiones distintas, o de países distantes. Hay choques doctrinales o culturales menos insalvables que éste del futbolero con la no futbolera, o viceversa. No le queda nada al pobre Paul, y a la pobre Sarah, por mucho que se amen... 

El ménage à trois con el Arsenal va a ser de campeonato.





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El paciente inglés

🌟🌟🌟

Se han vuelto recurrentes, casi un lugar común, los chistes sobre la paciencia que hay que tener para aguantar todo el metraje de El paciente inglés. Y aunque a mí me parece  exagerado, sí que hay algo de verdad, en esta broma resobada. El paciente inglés, que está a punto de cumplir veinte años en la cultura, ya tiene la cadencia y los andares de una anciana setentona. "Un clásico instantáneo", proclamaron algunos críticos el día de su estreno, sin caer en la cuenta de que el clasicismo es un atributo que sólo el tiempo concede. 

    Hay algo progérico, en esta película que nació tan bonita y resalada, con su paisaje epatante, su triángulo amoroso, su francesa chic que aquí ponen de canadiense para hacerla encajar en la trama de las guerras. La primera vez que vimos El paciente inglés nos dejamos seducir por el desierto africano, por el romance fogoso, por la belleza complementaria de sus dos bellas damiselas, tan rubia y estilosa la una, tan morena y guapísima la otra, que incluso son hermosas en sus nombres, Kristin y Juliette, que imagínate tú si se llamaran Ramona y Clotilde, el bajonazo sexual, y lo poco verosímil de la aventura.

       Años después, cuando volvimos a encontrar la película en el DVD, o en el Canal +, la descubrimos despojada de sorpresas, y nos pareció un coñazo algo insufrible, de despistarse uno mucho y ponerse a pensar en otras cosas. Le vimos las fracturas de guión, las tramas prescindibles, las tontunas románticas de Hana la enfermera, un papel que Juliette Binoche saca adelante sólo porque nos importa muy poco lo que dice, embobados como estamos en su belleza desbordante, inaprensible, que volvió loco al mismísimo François Miterrand en sus últimas alegrías. De Juliette decía don François que era la mujer ideal, un canon de belleza como otro cualquiera que yo, en este caso, y en alguno más de la vida real, suscribo plenamente. Sólo por Juliette Binoche, sin ir más lejos, he vuelto a ver hoy este rollo ya un poco antiguo, romanticón y azucarado, aunque muy trágico, de El paciente inglés.



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A single man

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No soy homosexual, ni vivo en Los Ángeles, ni soy profesor de literatura. No he perdido recientemente a un ser querido. Me gustan las mujeres, vive en La Pedania, soy maestro de escuela, y el único ser querido que ha perdido en accidente de tráfico es Juan Gómez, Juanito, hace ya veintipico años, en aquel maldito viaje hacia Mérida.
 
    Quiero decir que George, el protagonista de A single man, más allá de las gafas de pasta y de cierta apostura natural (o eso dice mi madre), poco tiene en común con este escribano provincial de las películas. Y sin embargo, desde las primeras escenas, uno se reconoce en su melancolía, en su despertar tortuoso de cada mañana. Me reconozco en su cara de panoli legañoso, en la mueca torcida del primer cara a cara con el espejo.  George entra en la ducha, prepara el desayuno, se come las tostadas, planifica la jornada que habrá de mantenerlo ocupado, pero todo lo hace con el hastío de quien se enfrenta a varias horas interminables, deberes y gente, tiempo robado y estupidez incurable. Horas infinitas hasta que llegue la felicidad del ocaso, y las ovejas vuelvan a sus rediles, y los mochuelos a su olivos, y uno, por fin, ya recogido en su batcueva, vuelva a respirar el aire renovado que dejaron las ventanas abiertas, ya solo consigo mismo, y con las películas, y con los libros, con los tormentos  que uno ha elegido libremente para flagelarse.


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Kingsman: Servicio secreto

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Viajaba tan mareado en esta montaña rusa de peleas y matanzas que es Kingsman, tan abrumado por los efectos especiales y las cabezas que revientan como calabazas, que sólo al final, en los títulos de crédito, me doy cuenta de que Mark Hamill -Luke Skywalker, el redentor de la galaxia muy lejana- figura como Dr. Arnold en el reparto de esta locura juvenil. ¿Y quién coño era el Dr. Arnold, me pregunto yo, a las doce y pico de la noche, con un dolor de cabeza que sólo el paracetamol y la tertulia deportiva de la radio sanarán media hora más tarde?



            Tengo que regresar a este teclado para recordar que el Dr. Arnold era el tipo que secuestraban al principio de la película, un profesor con pajarita que anunciaba a sus alumnos de Oxford, o de Cambridge -tampoco lo recuerdo bien- la venganza definitiva del planeta Tierra contra sus parásitos humanos. Mark Hamill chupa sus buenos minutos de pantalla, con varias líneas de diálogo que lo fijan claramente en el objetivo, y no puedo decir, ahora que lo veo en las imágenes de Google, que salga muy deformado o maquillado. Es él, redivivo, el hijo de Anakin Skywalker, el caballero Jedi que devolvió el equilibrio a la galaxia, aunque aquí salga viejuno y con barbita, regordete y con cara de pánfilo. 

    Yo, en Kingsman, andaba en los subtítulos, en la tontería, en la fascinación idiota por estas peleas a cámara lenta donde los aprendices de James Bond clavan sus cuchillos, disparan a quemarropa, retuercen cuellos comunistas para salvar a la civilización occidental. Las películas preferidas de Esperanza Aguirre... Y así, engatusado por estas majaderías para adolescentes, me perdí el guiño, el homenaje, la aparición estelar del guardián de las estrellas. Así voy de perdido y de bobo, en estos primeros calores del año, que llueven como tormentas de fuego. Y lo que me rondarán, morena. 




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Magia a la luz de la luna

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En la película Orígenes, Mike Cahill, que es un jovenzuelo que todavía disfruta del esplendor de la hierba, de la gloria de la juventud, no tuvo el valor de apoyar a su personaje en la cruzada científica contra el espiritismo. El doctor Ian, que con sus experimentos pretendía acabar con los des-razonamientos de los creacionistas, terminó convertido a la fe de los que defienden la reencarnación de las almas, en un guión tramposo y torticero que financiaba el poderoso lobby de los metafísicos. En Orígenes, tras las falsas esperanzas ofrecidas a los espectadores descreídos, finalmente triunfaba el más allá, el mundo fantástico de los espíritus. Y uno se quedó en el sofá con cara de tonto, como si le hubieran colado una homilía por toda la escuadra.



            En Magia a la luz de la luna, sin embargo, mi hermano Woody Allen, que ya va camino de los ochenta años, tiene la decencia moral, la valentía vital, de no dejarse engañar por los cantos de sirena que le anuncian un más allá donde podrá seguir rodando una película cada año. Woody Allen es demasiado inteligente, demasiado lúcido. El personaje de Colin Firth es un ilusionista que en sus ratos libres asiste a sesiones de espiritismo para desenmascarar los trucos de los adivinos, de los médiums, de los mensajeros que traen recados de los muertos. Stanley, que así se llama nuestro caballero cruzado, es un hombre de firmes convicciones que ha leído a Nietzsche, a Freud, a Schopenhauer, a los grandes filósofos de la refutación ultraterrena. Nadie va a convencerle de que los fantasmas nos visitan transustanciados en ese yogur líquido que los expertos en la majadería denominan ectoplasma. Nadie excepto una damisela tan hermosa como Emma Stone, por supuesto, que con sus trucos baratos de nigromanta lo dejará embobado, arrobado, perdidito de amor. Y quién no, pardiez, sucumbiría a ese cabello pelirrojo, a esos ojazos de niña vivaz, a esa voz cazallera que anuncia excitantes groserías en el dulce retozar… Emma Stone sigue siendo una de las reinas mimadas en este blog, tan republicano en convicciones, tan monárquico en sus amoríos.



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