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Candilejas

🌟🌟🌟

Dicen las malas lenguas que Chaplin contrató a Buster Keaton en “Candilejas” solo para humillarlo; para darle un papel ya no secundario, sino terciario, y dejar bien a las claras, en 1952, cuál de los dos genios había reinado durante más tiempo y sobre más espectadores.

Y no digo que no: es una teoría plausible dado el ego desmesurado de nuestro amigo. Los títulos de crédito iniciales son, eso, desmostrativos: el nombre de Chaplin aparece bien grande, y mucho rato, como si tuviera que descifrarlo un disléxico o un analfabeto, mientras que el resto del reparto parece la letra pequeña de una estafa financiera de la tele. A Claire Bloom y compañía hay que buscarlos casi con lupa, y pasan tan rápido por la pantalla que casi ni te enteras.

Las buenas lenguas, sin embargo, defienden que Chaplin contrató a Buster Keaton para hacerle un pequeño homenaje, y ya de paso, adecentarle un poco la cuenta bancaria después de tanto extravío monetario y de tantos litros de alcohol que corrieron por sus venas, mujer. Y también me parece plausible esta teoría. Porque es verdad que Chaplin era un ególatra que se creía emparentado directamente con Dios -como poco su cuñado, o su primo del pueblo-, pero también fue un hombre generoso con sus compañeros menos afortunados de Hollywood.

Así que puede que al final ambas teorías sean ciertas y compatibles, y que Chaplin, en "Candilejas", con su acostumbrada genialidad, matara cuatro pájaros de un tiro: ayudar a Keaton, rebajar a Keaton, hablar de su propia decadencia como cómico y jugar a ser seducido por una jovenzuela de 20 años cuando él ya contaba con 63. Otro subidón de ego para el señor. Porque mira que era rijoso y juguetón, nuestro querido sir Charles. Un picaflor. Un pillín. Tan bajito, y tan poquita cosa, pero en verdad un pichabrava y un saltimbanqui, y un camelador sin par del género femenino. Un suertudo, un fucker, un clavador, el tal Calvero. 



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Charly

🌟🌟🌟

Iba a decir que Charly Gordon, en la película Charly, es un retrasado mental que vive feliz en su buhardilla con los cuatro chavos que le pagan en la panadería. Pero de pronto he recordado que ya no estamos en los años sesenta, y que a los hombres y mujeres así desfavorecidos ya no se les puede llamar así. Ahora hay que usar terminologías más suaves, más respetuosas, que recorren caminos verbales a veces fatigosos y poco claros. De hecho, ahora mismo, enfrentado a la descripción de Charly Gordon, no soy capaz de articular una definición exacta, académica incluso, que no deje resquicios para la queja, para la corrección, para la indignación, incluso, de algún lector muy sensibilizado. Dejémoslo, pues, estar.

    En la película,  un grupo de científicos muy sesenteros que llevan bata blanca y manejan grandes superordenadores, le ofrecen a Charly Gordon la posibilidad de aumentar su inteligencia con una operación en el cerebro. Él sería el primer humano en probar tal terapia, tras los éxitos alcanzados con ratones. Charly no es infeliz con su vida de simplón, pero barrunta que sus prójimos disfrutan de placeres y experiencias que él tiene vedadas por naturaleza. Así que no duda en someterse a la operación, y aunque los frutos intelectuales tardan en llegar, cuando llegan son espectaculares, ubérrimos, imprevistos en los cálculos preliminares de los sabios. De tal modo que Charly -ahora el señor Gordon- ya no es un humano más con el CI estándar, sino un hombre superdotado que de todo aprende y de todo hace una reflexión única y provechosa.

   Pero ay: Charly se ha vuelto más inteligente, pero no más feliz. La clarividencia que da la sabiduría le ha hecho comprender el mal del mundo, el destino aciago de los hombres. Y además, para más inri, gracias a sus nuevos "superpoderes", Charly ha descubierto la jodienda que siempre viene pegada con el amor: el dolor de la incertidumbre, la agonía del rechazo, el acero punzante de los celos, cuando él antes vivía tan feliz con sus instintos del kit básico, como cualquier animalico del Señor. Saber que el mundo está condenado al holocausto nuclear, al efecto invernadero, a la superpoblación sin coto, es un asunto doloroso. Pero tener que lidiar con el corazón dodecafónico de las mujeres -comprenderlo, rondarlo, agasajarlo, conquistarlo, conservarlo, recuperarlo- es una tarea hercúlea que pide a gritos un poco menos de inteligencia, y de discernimiento.






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