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Agosto

🌟🌟🌟🌟

Cuando no es Navidad, las familias mal avenidas tratan de esquivarse como pueden. Hijos y madres, sobrinos y abuelas, se inventan excusas para no coincidir y no terminar a voces o a reproches. O incluso a hostias. Fingen teléfonos entrecortados, enfermedades contagiosas, labores incompatibles... Pero llegan las fiestas entrañables y la mayoría no es capaz de resistir la presión. Son los anuncios de la tele, o las luces del vecino, o el turrón que compraron antes de tiempo y que al morderlo les traslada a los tiempos de la infancia. Piensan que, quizá, esta Navidad va a ser diferente porque es año bisiesto, o impar, o cualquier otra razón cabalística. La primera Navidad de otras muchas felices que están por llegar... Sólo es cuestión de ponerle voluntad, de dejarse llevar. Dos mil años de tradición no pueden estar tan equivocados.

    Sea como sea, al final las familias disfuncionales se reúnen a finales de diciembre del mismo modo que la familia Weston se reúne a mediados de agosto en la película. Y nunca sale bien, la encerrona. En Nochebuena la cosa suele ir más o menos templada en el aperitivo del consomé, o en el primer ataque a los langostinos. Hay sonrisas, buenas intenciones, la conversación fluye... Pero llega el plato principal y algo empieza a agitarse dentro de las tripas. La primera sensación de una impostura, de una farsa teatral. Es entonces cuando alguien, el menos contenido de la familia, lanza la primera puya, quizá en tono irónico, sin maldad consciente. Pero esa puya tontorrona abre la primera grieta, y es como el primer alemán del Este que empezó a aporrear el muro de Berlín con el mazo... Llegan los postres y ya todo es hostilidad entre los comensales. La familia ha regresado a su ser, a su verdadera esencia de incomunicación, y las viejas historias ponzoñosas apenas dejan saborear la bandeja final de los dulces.





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Vivir de noche

🌟🌟

Vivir de noche ha pasado en mal momento por mi cinefilia. Así que todo lo que escriba sobre ella será injusto, o parcial, o contaminado por las circunstancias. Mientras Ben Affleck le dedicaba un homenaje al cine gangsteril de la Ley Seca, uno, la verdad, estaba a otras cosas, ocupado en cien pensamientos espinosos, en cien cábalas que no terminan de resolverse. Mis ojos veían, y mi cerebro procesaba, pero el plexo solar estaba ardiendo, incandescente, y de él brotaban olas de calor y náusea que lo volvían todo como irreal: la película, y mi salón, y yo mismo, reflejado en la pantalla, viendo la enésima película mientras la realidad, mi vida verdadera, que es esa cosa disonante e inaprensible que transcurre a mis espaldas, se va por la cloaca haciendo un ruido como de mierda que borbotea,

    De todos modos, entre las brumas de mi pesar, intuyo que Vivir de noche es una película demasiado larga, demasiado pretenciosa. Aburrida, en una palabra. Porque después de ella, incapaz de conciliar el sueño, con el plexo solar a punto de volverse úlcera sangrante, he puesto dos episodios de Breaking Bad y he notado ese alivio sedante que procuran las ficciones bien hechas. El dolor no desaparece con ellas, pero se queda como un ruido de fondo, como el runrún del frigorífico, o del tráfico ensordecido. Y uno, en el despiste del dolor, puede aprovechar para coger la postura y echarse un rato a dormir.



    Ben Affleck es un actor que participa en muchas basuras para ganarse el jornal. Pero luego, cuando se pone tras la cámara, deja ver que es un tipo enamorado del cine, del cine clásico además, aunque quiera remedarlo y no pueda. A su personaje de Vivir de noche, Joe Coughlin, le pasan muchas cosas propias de los gángsters -la mujer fatal, el tráfico de alcohol, la regencia del casino, la pérdida de un colega, la traición de un amigo, el polvo del siglo, el tiro que casi lo mata, el duelo a muerte con las metralletas Thompson- pero todo está como puesto en pegotes, sin progresión dramática. Cada escena por sí sola tiene su enjundia, y su buena factura, y hasta su punto de maestría, pero la película viene de ningún sitio y se encamina entre amoríos y disparos hacia ningún lugar. Como mi vida, ya ves tú, qué casualidad. 
    




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Lone Star

🌟🌟🌟

Llevamos tantos años viendo ficciones de americanos que se aman y se odian en los parajes de su patria inabarcable, que sus geografías se nos han vuelto familiares, casi como de casa, y vamos aterrizando en ellas como quien llevara viajando allí toda la vida, dos o tres veces por semana.

    Por Texas, en concreto, que es el estado de la estrella solitaria, uno hace memoria de sus visitas y se acuerda de Harry Dean Stanton vagando amnésico por el desierto en París, Texas; de Javier Bardem perpetrando el mal absoluto en No es país para viejos: de James Dean volviéndose loco tras extraer su primer petróleo en Gigante; de Montgomery Clift y John Wayne guiando ganados hacia Abilene en Río Rojo. De J.R., también, haciendo de las suyas en Dallas, en ese recuerdo borroso y culebrónico de mi infancia en blanco y negro. De John Wayne, otra vez, pereciendo junto a sus compañeros en la defensa heroica de El Álamo

    De la geografía de Texas, de su historia, de sus gentes, de sus recursos económicos incluso, sabe uno más que de La Rioja, o de Murcia, o del Bajo Aragón, que son regiones tan cercanas como ignotas que nunca salen en las películas, pero que también tienen su idiosincrasia, y su crisol de culturas, y sus mil batallas por el territorio, y uno siente vergüenza por tal desapego, y tal alienación por los motivos del Imperio.


    Lone Star es una película tejana al cien por cien. Salen sheriffs de sombrero tejano -valga la redundancia-, mexicanos que trabajan en el subempleo y espaldas mojadas que baten records de atletismo no homologados perseguidos por las patrullas fronterizas. En este paisaje, y en este paisanaje, tendrá que desenvolverse el sheriff Sam Deeds para resolver la desaparición de otro sheriff anterior, el violento Charlie Wade, al que nadie echa de menos, pero al que todo el mundo quiere olvidar, y dejar que su cadáver enterrado en el desierto se deshidrate tan ricamente. Pero Sam, aunque entiende las razones de la omertá, no puede esquivar el asunto porque el principal sospechoso del asesinato es su propio padre, el también ex-sheriff Buddy Deeds, que además es héroe local, y busto de piedra en la plaza principal. Lo que se dice un conflicto de intereses. 

    Y el amor, claro, que ronda por allí, en los recesos de la investigación...




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El ladrón de orquídeas (Adaptation)

🌟🌟🌟🌟🌟

"Hay demasiadas ideas, y cosas, y gente... Demasiadas direcciones que tomar. Empiezo a pensar que la razón por la que es bueno que algo te interese apasionadamente, es que reduce el mundo a un tamaño más manejable".

     Esto lo escribe Susan Orlean, que trabaja para el New Yorker, y que acaba de conocer a John Laroche. John es el ladrón de orquídeas, un tipo estrafalario que arranca flores protegidas en los pantanos de Florida fascinado por sus formas, y por sus mecanismos adaptativos. Un fulano inquieto, neurótico, poco aseado en el vestir, pero que habla con tanta pasión sobre el universo de las orquídeas, y de su vínculo íntimo con el resto de la creación, que la escritora, que en principio estaba allí para escribir un reportaje, cae fascinada ante su discurso y decide escribir una novela inspirada en su obsesión. Porque la obsesión -comprende Susan- no es la tontuna de los locos, ni el empeño de los maníacos, sino un modo muy sabio de poner orden en el caos. De encontrar el sendero en la espesura. De no perderse en el viaje errático y ramificado de la vida.


    Años después, Charlie Kaufman, el marciano que un día decidió ganarse la vida escribiendo guiones, recibió el encargo de adaptar El ladrón de orquídeas a la gran pantalla. Pero la novela de Susan Orlean es un relato de acomodo imposible, pues está llena de reflexiones, de apuntes, de filosofías particulares, intraducibles en imágenes. Así que Kaufman, bloqueado ante la máquina de escribir, decide bajar al terreno personal -que puede ser real o ficticio o una tomadura de pelo monumental-, y se coloca a sí mismo como el protagonista principal de la película. El ladrón de orquídeas resulta ser finalmente la historia de tres obsesiones: la de Laroche por las orquídeas, la de Susan Orlean por Laroche, y la de Charlie Kaufman por sacar adelante una adaptación que resuma tanta fascinación sin horizonte. 

¿El resultado?: otra película de Charlie Kaufman imposible de contar, de resumir. Una ida de olla maravillosa. Personajes reales que hacen de ficticios, y personajes ficticios que hacen de reales. Un guión que habla sobre la escritura de un guión. El metaguión. La puta locura. 



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Capote

🌟🌟🌟🌟

De niño, sin haberla leído siquiera, me atraía irresistiblemente la novela de Truman Capote, que estuvo durante años encima del televisor. El libro era una edición muy cuidada del Círculo de Lectores, con tapa dura y ribetes dorados en el lomo. Había algo perturbador en aquellas palabras, sangre y fría, casi un oxímoron de siniestras contradicciones.... En la portada del libro había dos ojos que lloraban como lágrimas negras hacia arriba, o como sangre coagulada, y yo me estremecía cada vez que sopesaba el tomo para leerlo, o para hacer el amago de leerlo, antes de devolverlo a su lugar. Yo no conocía por entonces a su afamado autor, que también tenía algo contradictorio en el nombre, como de inglés y de torero al mismo tiempo. Quién sería aquel tipo, me preguntaba yo, del que tantas alabanzas se escribían en la solapa. Y qué demonios querrían expresar aquellos dos ojos sanguinolentos del dibujo, como de muerto recién asesinado, o de diosa vengativa.


     Una tarde de verano, o de vacaciones de Navidad, allá por los doce o trece años, vencí el miedo y empecé a leer A sangre fría. Creo que nunca he leído algo tan gélido y emotivo al mismo tiempo. Es una prosa exacta, milimétrica, que narra unos acontecimientos terribles y violentos. No sólo el asesinato de la familia Clutter fue perpetrado a sangre fría: la misma novela estaba escrita así, gélida y candente a la vez, como si Capote narrara unos hechos acaecidos hace mucho tiempo, o muy lejanos en el espacio, y él no hubiera estado efectivamente allí, al pie del cañón, en el mismísimo Holcomb, mangoneando voluntades y engrasando maquinarias judiciales. 

    Muchos años después, frente a la pantalla de cine donde ponían Capote, el cinéfilo Álvaro Rodríguez habría de recordar aquella tarde remota en que su padre le puso A sangre fría en las manos y le dijo: te va a encantar. Veinte años tuvieron que pasar para conocer, al fin, los entresijos de aquel libro que de vez en cuando aparecía en mis pesadillas de niño iletrado.




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Jarhead

🌟🌟🌟

Siempre que veo una película de soldados haciendo la instrucción me acuerdo, irremediablemente, del sargento Arensivia de Historias de la Puta Mili, aquellas aventuras que Ivá dibujaba en El Jueves para reírse del secuestro que los mandamases llamaban "deber patriótico", y preparación para una inminente invasión de los norcoreanos.

    Hoy por la tarde, mientras veía las desventuras del soldado Swofford en Jarheadtambién he recordado  aquella frase de Woody Allen en la que siempre me he reconocido:
    "No me aceptaron en el Ejército, fui declarado inutilísimo. En caso de guerra, sólo valdría como prisionero".

    A mí el ejército no me declaró inutilísimo a pesar de mis dioptrías, y de mi cara de bobo, y de mi torpeza mítica con las manos, que era conocida en todo León menos en los cuarteles. Así que fui yo quien tuvo que declarar inutilísimo al propio ejército, y buscar refugio en la objeción de conciencia, que duraba más tiempo de reclusión, pero que al menos te alejaba de las novatadas, de los esfuerzos físicos, de las voces psicotizadas de los sargentos chusqueros. Luego, para mi bien, antes de presentarme en mi puesto de bibliotecario en la Universidad, llego Ánsar -manda huevos- y por algún oscuro cálculo económico, o porque le salió de los mismísimos cojones un día que estaba haciendo flexiones, dijo que la mili y sus sucedáneos se habían terminado, y que todos a casa, señores, a votar al Partido Popular en agradecimiento, que algunos hasta lo hicieron y todo, y siguen haciéndolo, en conmemoración suya.


    Como me sucede en muchas ocasiones, yo comparecía ante el ordenador para hablar de Jarhead y al final me he ido por los cerros de mi propia vida, recordando episodios tontos. Pero es que las películas como Jarhead, la verdad, y no lo digo por vagancia, ni por ir terminando esta entrada, hablan por sí solas. Si convenimos en que la guerra es una mezcla de horror y estupidez, y que el horror ya tiene su obra maestra en Apocalypse Now, Jarhead, con esos soldados de la I Guerra del Golfo que jamás llegan a ver al enemigo, y que entretienen sus días jugando al fútbol americano con máscaras antigás, es una descripción bastante verosímil de la idiotez supina que supuso aquel despliegue, aquella mascarada que sólo sirvió para que los negociantes de lo bélico se forraran a costa del erario público. Para robar, con himnos patrióticos, a los mismos panolis que luego reciben a los soldados agitando la banderita.


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American Beauty

🌟🌟🌟🌟🌟

Este blog es un porno soft de mi mundo interior. Una exhibición de anatomías íntimas que aparecen medio tapadas por las sábanas. Usando las películas como excusa, mezclo medias verdades y medias mentiras para hablar de mis mandangas, de mis opiniones sobre el mundo. Los cinéfilos de verdad, los que buscan análisis profundos o datos curiosos, hace tiempo que emigraron a otras páginas, donde ven satisfechas sus respetables apetencias. Aquí se han quedado los cuatro parroquianos despistados: los amigos de verdad -que vienen a curiosear- y los amigos de mentira –que vienen a reírse de mi yo y de mi circunstancia. Y las incautas, claro, que descubren a un literato de mediana edad y sueñan con leer poesías en colores pastel, y cantos otoñales a la belleza de la vida. Pobrecicas mías...


      Con algunas películas, sin embargo, no puedo explayarme sin caer en el desnudo total. Hablar, por ejemplo, de American Beauty me exigiría pasar del porno blando al porno duro. Retratarme en primeros planos, y en HD, con los pelillos y los pliegues al descubierto. Una cosa muy fea y de muy mal gusto. El personaje de Lester Burnham tenía cuarenta y dos años cuando contaba su triste historia. Y yo tengo ahora uno más. Y quizá porque muchos cuarentones seguimos el mismo camino de las baldosas amarillas, me hallo en su misma encrucijada. La vida de Lester Burnham, en mi caso, es como el negativo de los pápeles de Bárcenas: todo es cierto "salvo alguna cosa". Las peores del repertorio, no se preocupen...

Lo más triste es que yo no tenía ni treinta años cuando me presentaron a Lester Burnham allá por 1999, y entonces ya supe, en un escalofrío del alma, que tarde o temprano me encontraría maldiciendo su misma desgracia. Que el mismo desaliento, y la misma frustración, y la misma sensación dolorosa del tiempo perdido, me esperaba a la vuelta de una esquina. Que iba a llegar un día -que sería el primero de muchos- en  que después de la ducha matinal todo iba a ser bastante peor. El amor y la salud; el trabajo y la esperanza

     Y sin embargo... La vida es tan... hermosa. Está llena de humor, de carcajadas, de benditas estupideces. Hay músicas que me erizan el vello, paisajes que me dejan atónito, sabios que me iluminan las meninges. Partidos de fútbol que me devuelven la alegría tonta de la niñez. Y están las películas, claro, que me dan oxígeno y alimento cada noche. Y está el amor, tal vez...

     "A veces hay tantísima... belleza... en el mundo, que siento que no lo aguanto. Y que mi corazón se está... derrumbando".



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