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Bullet Train

🌟🌟🌟

Mañana mismo regresaré a La Pedanía en una carraca que nada tiene que ver con este Tren Bala de los japoneses. Esto que transcurre por los villorrios leoneses es el “Snail Train”, más que el “Bullet Train”.

Será la casualidad, pero justo antes de poner la película en el ordenador, en el penúltimo día de vacaciones, compré en la app de RENFE el billete que habrá de devolverme a la madriguera. Un tren regional, sí, pero un regional exprés, ojo. Quiere decir que no para en todos los pueblos que se extienden entre León y La Pedanía, que son unos cuantos. Solo en unos pocos escogidos, con un mínimo de población que justifique la demora. O así era antes, al menos, porque en el viaje de ida también se suponía que íbamos en un exprés y al final paramos hasta en los descampados, a ver si se subía alguna vaca despistada. Me da que esto de “exprés” ya se ha quedado como un truco publicitario; como una coletilla que quiere dar caché a lo que ya es, a todas luces, un tren pre-jubilado, que se ha resignado a recoger a todos los pueblerinos de la provincia. Total, qué más da: una vez disipado el sueño de la Alta Velocidad, ya da lo mismo tardar dos horas que dos horas y media, y además, con tu billete, como cuando compras el cupón de la ONCE, contribuyes a una obra social.

El Bullet Train que une Madrid con Galicia estuvo a punto de pasar por La Pedanía. Parecía casi hecho, decían los políticos muy orondos, pero al final, entre las dificultades orográficas y la presiones de no sé quién, el Tren A Toda Hostia (TATH) enfiló por tierras zamoranas, al sur de la cordillera. Fue un planchazo ferroviario. Desde entonces cunde el desánimo y todo está manga por hombro. Los trenes traquetean mucho, o se averían, o viajan sin revisor. Es un poco desmadre. Pero siguiendo las enseñanzas de Brad Pitt en “Bullet Train”,  puede que sea mejor así: en estos trenes regionales, aunque sean exprés, jamás viajarían estos asesinos de la peli para montar un movidón. Mañana tardaré horas en llegar a La Pedanía, pero iré leyendo tranquilamente, o viendo alguna que otra película, mientras Eddie duerme su sueñecito en el transportín. 





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¡Ave, César!

🌟🌟🌟🌟

He tenido que llegar a los extras de la edición en DVD, ya a las doce de la noche, para encontrar un argumento más o menos presentable sobre “¡Ave, César!” Porque la película en sí es una obra menor en la filmografía de los Coen; y que conste que una película “menor” de los Coen es una proeza inalcanzable para la mayoría de sus émulos. Pero la peli da para lo que da: para hacer cuatro chanzas sobre el viejo Hollywood de los años 50, con sus sistema de estudios, sus códigos morales y su terror a la infiltración del comunismo.

Y era un tema cojonudo, mira, el comunismo americano, para ponerme a desarrollar. Porque además, los hermanos Coen ya te dejan la broma preparada, sólo para que la calientes en el microondas, con esos comunistas “peligrosísimos” a lo Dalton Trumbo que en verdad eran intelectuales con coderas. Unos infelices que aprovechaban sus guiones para meter tres morcillas disimuladas sobre el estado del Bienestar y la solidaridad entre los obreros. Minucias que Joseph McCarthy convirtió prácticamente en un diluvio de cabezas nucleares. Aquella locura, sí...

Iba a hablar sobre el comunismo americano, ya digo, pero noto que últimamente estoy muy repetitivo con el tema de la izquierda y sus desviaciones, la izquierda y sus fracasos. La puta izquierda, ay, que me trae a mal traer. Así que busqué otra idea, otra línea argumental, y la encontré en una entrevista que le hacen a Tilda Swinton en el DVD. Tilda -esa mujer no guapa, no fea, pero magnética hasta un punto incomprensible- dice que la gran contradicción del Hollywood clásico siempre estuvo en que allí se fabricaban mundos maravillosos y felices, ensoñaciones de lo humano, y catedrales de la moral, mientras que los propios fabricantes de sueños -los actores y directores, magnates y guionistas- se entregaban en cuerpo y alma al cultivo de todos los vicios: un catálogo espectacular de hombres y mujeres bellísimos, o riquísimos, que se pasaban la vida fornicando, bebiendo, jugando, traicionando, arruinando a sus familias. Probando las nuevas drogas que surgían.  Leyendo propaganda comunista, incluso.



 


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La suerte de los Logan

🌟🌟🌟

Los chicos de Ocean's eleven eran unos ladrones muy profesionales que no necesitaban el dinero para vivir. A George Clooney y a su pandilla les gustaba vestir bien, rodearse de bellas mujeres, alojarse en hoteles de nueve estrellas de quitar el sentío, como decía nuestro añorado Chiquito de la Calzada, pero ellos, realmente, eran unos artistas del butrón, unos estilistas del cambiazo, y disfrutaban más con el acto del robo que con lo robado en sí.

    En cambio, en La suerte de los Logan, que es la nueva película de atracos del retornado Steven Soderbergh, los hermanos ya tal no se parecen una mierda a George Clooney ni a Brad Pitt. Los Logan no son ladrones de guante blanco carismáticos y resultones, si no white trash que habita los parajes industriales de la Virginia Occidental: esa especie de Asturias a la americana a la que cantaba John Denver en su canción inmortal. 

    Los Logan, al contrario que los Ocean, sí necesitan el dinero para vivir mejor, pero tienen el inconveniente de no ser unos ladrones profesionales.Los Logan, que han puesto sus ojos en la recaudación del circuito de Charlotte, son unos delincuentes muy poco prometedores que arrastran, además, una especie de maldición familiar que siempre los aboca al fracaso y a la decepción.

    Pero la white trash, en Estados Unidos, anda muy desesperada, muy depauperada, y votar en masa a Donald Trump no les ha servido para salir de su pobreza secular. Y ya se sabe que la necesidad, y el orgullo, agudizan el ingenio. Aunque todo sería más fácil para ellos si no tuvieran que contar con la ayuda de Joe Bang, el experto en explosivos que parece sacado de un tebeo de Mortadelo y Filemón, y que todavía cumple condena de varios meses en la prisión del Estado...



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Foxcatcher

🌟🌟🌟🌟

Si no supiéramos de antemano que Foxcatcher está basada en una historia real, dos horas después, al terminar la película, nos habríamos llevado las manos a la cabeza con las ocurrencias de los guionistas, y hubiéramos dicho que estos irresponsables, en un ataque de creatividad febril, juntaron a las churras de la multinacional química con las merinas del wrestling olímpico. Una historia infumable e inconcebible.

    Lo que cuenta Foxcatcher es una cosa de ver y no creer. Te lo cuenta un amigo en el café y piensas que le ha echado demasiado orujo al carajillo, o que está mezclando dos películas que en realidad no guardan relación: una con los hermanos Schultz esforzándose en ganar las medallas de los Juegos Olímpicos, y otra con John du Pont, el heredero de la fortuna familiar, que megalómano perdido se cree capacitado para dirigir asuntos deportivos de los que no tiene ni pajolera idea. Foxcatcher es una película que al no informado, al no enterado, podría parecerle surrealista y excesiva. El mismo Bennett Miller, según confiesa en una entrevista, decidió dejar muchas cosas en el tintero porque mil rótulos explicativos no hubiesen salvado Foxcatcher de la incredulidad general.  

    Foxcatcher sirve para recordarnos dos cosas: la primera, que es muy cierto que la realidad supera con creces a la ficción, y que muy cerca de nosotros, tal vez en el mismo pueblo o en el mismo vecindario, está sucediendo una historia increíble que necesitaría un rótulo explicativo que avalara su veracidad; la segunda, que los actores cómicos, cuando se meten en la piel de personajes inquietantes y desalmados, alcanzan una hondura de insensatez que otros actores no consiguen, tal vez porque el humor es el género más negro de todos, el que a fuerza de reírse de la gente la desnuda, y la denuncia con mayor eficacia. En Foxcatcher lo borda, el gran Carell, que ya en The Office encarnaba a un personaje que tenía muy distorsionada su autoimagen, y que se veía en proyectos que no le correspondían, y en hazañas que jamás estarían a su alcance.


    No puedo dejar de pensar en todos los desempeños que me ocupan a lo largo de la jornada, el de maestro de escuela, el de entrenador de fútbol, el de bloguero insomne de estas ocurrencias, y un escalofrío de vergüenza me recorre por la espalda al pensar que tal vez yo mismo sea un falsario, un estúpido, un arrogante que se dice competente en estas tareas y en realidad nunca se ve desnudo ante el espejo. Ni John du Pont ni Michael Scott habrían admitido un dedo acusador, una versión disonante de su engreimiento. ¿Por qué habría de hacerlo yo, entonces, pillado en tal pecado?



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Magic Mike

🌟🌟🌟

Hace cuatro años que Steven Soderbergh retrató la vida cotidiana de una prostituta de lujo en The girlfriend experience: película modesta, cortísima, sin apenas recorrido, que en este blog perdido en la galaxia sí recibió sonoros aplausos. Sasha Grey, ahora reconvertida en actriz seria, bordaba su papel de mujer vestida, y sin una polla clavada en la boca y otra en el ojete, Sasha salía en pantalla de lo más natural y convincente. Una gran actriz, después de todo. 

Ahora, en Magic Mike, en el reverso masculino del morbo, Soderbergh nos cuenta las andanzas de un striper que menea el rabo en un local nocturno de Florida. El actor en cuestión es Channing Tatum, ídolo de las mujeres y de los homosexuales que se pirran por los cuerpazos esculpidos. Para el heterosexual que esto escribe, Magic Mike es el recordatorio hiriente de que hace muchos años abandoné mi cuerpo para dedicarme al cultivo del alma. Contemplo esos músculos del señor Tatum que se contonean ante las mujeres, y no puedo evitar, de reojo, con algo de asco, echar una mirada a esa barriga donde reposo el plato de la cena, a esa pantorrilla extendida sobre el puff que ya es más lípida que proteica. A ese dibujo de mi cuerpo que es en general curvilíneo y flácido, como un muñeco de Michelín que no hubiese pegado una carrera en su puta vida. Ningún extraterrestre recién llegado a la Tierra apostaría cuatro euros galácticos a que Channing Tatum y yo pertenecemos a la misma especie animal.

Al terminar de ver Magic Mike -como si uno viajara a la dimensión oscura de lo masculino, donde habitan los tipos fofos y decadentes, encuentro en Canal + a Louis C. K. monologando sobre los achaques que le asaltan a sus cuarenta y cinco años:

"Y otra cosa sobre mi edad. Pongamos que estoy sentado en cualquier lado, algo que..., ja, ja. Me encanta estar sentado. Prefiero estar sentado sin hacer nada que estar de pie follando. Es muchísimo mejor que correrse. Muchísimo mejor. A mi edad, si estoy sentado, y alguien me pide que me levante y que vaya a otra habitación, primero me tiene que dar toda la información. Tiene que explicarme todo el rollo: "¿Cómo? ¿Por qué? No, pero ¿por qué?" "¡La grúa se te lleva el coche!" "Pues será mi destino". Porque levantarse es todo un tema. Antes debo decidir si de verdad quiero seguir vivo. Empecemos por ahí".




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