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Sospecha

🌟🌟🌟🌟


“Piensa mal y acertarás”, dice el refrán de los castellanos. Y yo, que soy nacido en León, y por tanto enemigo fronterizo de esos imperialistas, tengo que reconocer que lo he aplicado muchas veces en mis devaneos sociales y amorosos. Lo que pasa es que "piensa mal y acertarás" es un pensamiento muy tentador, muy de misántropo vocacional, y cada vez que acierto en el pronóstico me olvido de que la vez anterior me había equivocado. La memoria es muy selectiva y solo retiene lo que nos interesa, mientras que lo otro lo entierra, o lo deforma, o lo subvierte. 

Dicen los psicólogos, además, que predisponiéndonos a ser engañados o traicionados, atraemos con más facilidad el engaño y a la traición. Como indios bailando en la pradera para que se formen las nubes y descarguen sobre él. 

Pero no, ya basta. Con esta medio madurez recién adquirida –y que no sé cuántos meses escasos habrá de durarme- ha llegado el momento de  afirmar que “piensa mal y acertarás” es una sabiduría coja, imperfecta, con tantas excepciones que ya es difícil sostener que sea realmente una sabiduría. Como eso de que “a quien madruga Dios le ayuda...”. Habría que preguntárselo a los currelas que cogen los trenes de cercanías a las seis de la mañana para ganar esos sueldos de mierda que apenas los mantienen a flote.

En “Sospecha”, Joan Fontaine no sabe nada de refranes castellanos. Ella es una anglosajona muy hermosa con trazas de ascendientes franchutes. Nuestros dichos ancestrales, o no los conoce, o no le interesan para nada.  Le parecerían barbarismos de los ibéricos. Sin embargo, empujada por las circunstancias, ella también piensa muy mal de su marido, ese guaperas interpretado por Cary Grant que es incapaz de ganar un duro honradamente y todo lo fía a las apuestas y a los negocios oscuros para seguir manteniendo su tren de vida en la campiña. 

- Seguro que es un hijoputa, pero es tan guapo que me lo follo -piensa Joan Fontaine todas las noches antes de conciliar el sueño.

Hasta que un día, en una fiesta con los amigos, él se muestra muy interesado en conocer un veneno que no deje huella en los cadáveres... 



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Historias de Filadelfia

🌟🌟🌟🌟


Por lo que he ido leyendo estas semanas, Katharine Hepburn prescindió de su oficio de actriz y se interpretó a sí misma en “Historias de Filadelfia”. Tracy Lord, su personaje, también es una pelirroja de la clase alta norteamericana, lista y huesuda, irresistible y caprichosa. La lengua afilada de día y la lengua menesterosa de noche. El volcán que por el día te abrasa y por la noche te calienta. Una pelirroja, vamos. 

Katharine Hepburn y Rita Hayworth fueron las pelirrojas fetén de los años 40, aunque en el blanco y negro de la época todas las mujeres que no fuesen rubias pasaran por morenas o por cenicientas. Menos mal que el personaje de Cary Grant -el ya inmortal C. K. Dexter Haven cuyo nombre yo adoptaré cuando sea millonario, porque mola mazo- se dirige a ella llamándola “pelirroja” para que no olvidemos la comunión indisoluble de su fenotipo con su carácter. En realidad la llama “red” en la versión original -“red, I love you”, o “red, I hate you”, como suele suceder cuando uno se enreda con una pelirroja- pero entiendo que en el doblaje franquista optaran por la traducción menos comunista de las posibles. 

Es por eso, porque Katharine es ella misma, de nuevo instalada en la mansión de papa y mamá en Nueva Inglaterra, que la Hepburn queda tan natural en la película que parece como si flotara en las escenas, en este clásico de los clásicos que en verdad es una obra de teatro. Y lo digo sin acritud, como decía el traidor al socialismo, porque “Historias de Filadelfia” sigue aguantando con buena cara el desafío de los años. Sus líneas argumentales son la lucha de clases y los amores equivocados, y esos son los temas universales que a todos nos siguen zarandeando ochenta años después.

Esto por lo que respecta a Tracy Lord. Porque luego está Traci Lords, la actriz porno, que tomó su nombre en homenaje al personaje, y que protagonizó aquel escándalo mayúsculo de su explotada juventud. Es posible que alguna vez, en el videoclub del barrio, porque éramos así de raros y de eclécticos, mis amigos y yo alquiláramos la historia de Tracy en Filadelfia junto a alguna travesura de Traci en vete tú a saber dónde.




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La fiera de mi niña

🌟🌟🌟🌟

Es ahora, en las vacaciones de verano, cuando muchos progenitores no gestantes y sí gestantes están descubriendo que sus niñas -y sus niños, y sus niñes- son unas fieras indomables. Como el leopardo que sale en la película. Mejor dicho: el segundo leopardo, porque el primero, Baby, es como un gato amoroso con manchitas circulares.

Sucede que durante el curso las bestias ferinas permanecen ocultas porque están en el colegio o enredadas en las mil y una actividades extraescolares. En invierno, la estructura familiar sobrevive gracias a que sus miembros interactúan muy poco entre sí y se ahorran las fricciones más desesperantes del día. Pero cautivos en casa, sin un aula o un tatami donde poder desfogar las malevolencias, los chavales de ahora dan po'l culo mucho más que los chavales de antaño, que nos conformábamos con un tebeo o con un madelman para entretener las tardes muertas del verano.

Pero me estoy yendo del tema... “La fiera de mi niña” no es una película sobre el culto al rey Herodes en la canícula del verano. Va de un paleontólogo con gafas que vivía feliz en su rutina hasta que conoció a una pelirroja caótica que se lo puso todo del revés. Con lo de “pelirroja” y “caótica” sé que he construido una figura literaria que repite dos veces el mismo concepto... Se llamaba... Da igual.  Quiero decir que las pelirrojas como Susan Vance lo van abrasando todo a su paso, con ese cabello fueguino que es como una antorcha prestada por los dioses. Una bendición para abrirse camino por la vida, pero una maldición ecológica que lo quema todo a su paso. Y yo sé bien de lo que hablo... Y eso que mi contraria no era pelirroja natural, sino que se teñía; pero es como si el tinte, a través de los folículos capilares, se filtrara en su torrente sanguíneo para convertirla en una pelirroja de verdad: volcánica, impresivible, hipersexualizada pero fatal. Y peligrosa.

Qué atractiva era Katherine Hepburn... No pasan las modas por ella. Yo que no tengo un fenotipo ideal diría que ella era mi fenotipo ideal: la pelirrojez, la esbeltura, el pechamen apenas adivinado... El rosto afilado, los ojos rasgados, la expresión indudable de ser más lista que el hambre de los leopardos en la selva. 



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Luna nueva

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El personaje de Cary Grant en "Luna nueva" podría ser el bisabuelo americano de Pedro J. Ramírez. Lo digo porque la ética periodística brilla por su ausencia en el "Morning Post" como brilló siempre en todos los folletines que dirigió -y sigue dirigiendo- el Señor de los Tirantes.

Hubo una vez que Pedro J. se creyó el Woodward/Bernstein de la prensa peninsular porque destapó no sé cuántas miserias del gobierno de Felipe González. Pero luego, con los años, a fuerza de retorcer la realidad y de prestar sus páginas a todo tipo de golpistas y sociópatas, Pedro J. se convirtió en un periodista muy risible y caricaturizable. En su modo periodístico de proceder -interesado, volátil, siempre al sol que más calienta y al que mejor paga las opiniones- hay material suficiente para hacer otro remake de la obra teatral de Ben Hecht y Charles MacArthur. Tras “Luna nueva”, “Primera plana” e “Interferencias”, ¿por qué no rodar una versión carpetovetónica en la que saliera Pedro J. cometiendo tropelías a troche y moche solo para que “El Español” -su panfleto de ahora- se llevara la exclusiva de una noticia?   

(Después de todo, su affair con Exuperancia fue el menor de sus pecados, porque la carne es débil, y en eso -y sólo en eso- somos todos hijos de Dios y se anulan las diferencias de clase).

Por otro lado, el personaje de Rosalind Russell podría ser la bisabuela americana de todas las mujeres independientes que ya no se pliegan ante los mandatos masculinos. Rara avis, en 1940, esta mujer periodista y contestona, cuando lo normal en las películas era la pata quebrada y la tarta de manzana puesta en el horno. Sin embargo, el personaje de Rosalind se va diluyendo a lo largo de la película por culpa del amor. Amar es un acto libre e incluso necesario, pero amar a este delincuente que interpreta Cary Grant dice muy poco de ella misma. Porque Grant -eso lo entendemos- es un hombre apuesto, elegante, y tiene una sonrisa que derrite y una verborrea que seduce. Irresistible para cualquier tonta del bote que quiera medrar, pero no para esta mujer que presumíamos -ay- tan inteligente.





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Operación Pacífico

🌟🌟🌟

Pocos días después del ataque a Pearl Harbor, a los valientes marineros del Sea Tiger les quema el ardor guerrero en el pecho. El alto mando, sin embargo, ha determinado que su submarino, que hace aguas por los cuatro costados, sea convertido en chatarra para mejor aprovechamiento de su metalamen. De pronto, estos hombres que ya soñaban con hundir barcos llenos de amarillos se han visto reducidos a meros espectadores de la gran guerra que comienza. 

    La película terminaría justo ahí, a los 2 minutos de empezar, si no fuera porque su comandante rezuma carisma por todos los poros, y porque se parece mucho a un actor de Hollywood llamado Cary Grant. El comandante Sherman, tirando de labia y de presencia, conseguirá que sus superiores autoricen la reparación de su sumergible, aunque uno sospecha que los gerifaltes -en absoluto secreto, of course- han condescendido porque anhelan que un caza japonés lo hunda de un bombazo y les ahorre los costes del desguace.


    Sea como sea, el Sea Tiger se hace a la mar y emprende sus aventuras bélicas más bien poco lustrosas, porque los japoneses andan ocupados invadiendo otros atolones. La verdadera batalla cotidiana consiste en mantener la tartana a flote -o a subflote, según las circunstancias- robando repuestos por aquí y por allá. Todo es hombría a bordo del Sea Tiger -herramientas y grasa, hacinamiento y cartas de novias, algún porculamiento clandestino en los recovecos de la maquinaria- hasta que un buen día, haciendo escala en la isla del Quinto Pino, la marinería recoge a unas miembras del ejército que habían quedado abandonadas. Las damas -porque esto es una película de Hollywood- son todas de rompe y rasga, rubísimas y esbeltas, y aunque la que menos tiene el grado de sargento, y podría hacer uso de sus galones, a la hora de la verdad -porque esto sigue siendo una película de Hollywood, recordemos-, cualquier marinero raso puede piropearlas o frotarles la cebolleta en el pasillo angosto sin ser castigado a pelar patatas, o a fregar los suelos con el cepillo de dientes.

    Desguazada la disciplina militar, los otrora aguerridos marineros se convierten en una banda de rijosos que se matan a pajas por los rincones, descuidan el mantenimiento elemental de la maquinaria, y yerran disparos como niños con una escopeta de feria. Y ya finalmente, en el paroxismo del sexo reprimido, pintan el Sea Tiger de color rosa para hazmerreír de toda la flota del Pacífico, e indignación mayúscula de los gerifaltes anteriormente mencionados, que ahora sí, fingiendo confundirlo con un submarino japonés, deciden aplazar la guerra por un rato y dedicar todos los recursos disponibles para hundir ese cachondeo flotante que se ha convertido en Priscilla, la reina de los mares.


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Me siento rejuvenecer

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Cuatro siglos después de que Ponce de León buscara la fuente de la juventud en la península de Florida, el Dr. Barnaby, en la otra costa de los americanos, se puso a mezclar sustancias para dar con la fórmula mágica que detuviera el envejecimiento. El Dr. Barnaby lleva gafas de culo de vaso, tiene despistes propios de un genio y luce la elegancia británica de Cary Grant en cada una de las escenas. Su esposa, Ginger Rogers, que es una mujer chapada a la antigua, vive entregada al bienestar de su marido, y aunque anda por casa siempre vestida para una fiesta -porque en aquellas películas pasaban estas cosas tan fascinantes como ridículas- lo suyo es preparar sopas y planchar camisas para que el doctor no pierda un segundo de sus hondas reflexiones. Ella, en cierto modo, aunque esté tan poco empoderada, tan poco liberada de su yugo, también trabaja para la ciencia y para el progreso.

    El título original de la película es Monkey Business porque al final es un chimpancé, y no el doctor Barnaby, el que da con la síntesis exacta de la poción, mezclando al azar varias sustancias que reposan en los tupos de ensayo. Las probabilidades de que esto suceda son aritméticamente inconcebibles, como si el mismo mono, sentado al piano, interpretara la novena sinfonía de Beethoven con todas sus notas y toda su carga emotiva. Pero estamos en una screwball de aquellas que bordaba Howard Hawks, y los espectadores entramos en el juego con tal de ver a Cary Grant haciendo el payaso, y a Marilyn Monroe -que hacía sus pinitos, y lucía sus palmitos- enseñando pierna gracias a las medias irrompibles de acetato. Lo de ver a Ginger Rogers haciendo mohines y cucamonas ya es otro cantar...

    Lo que no queda muy claro, después de todo, es el efecto real de la fórmula obtenida. Porque rejuvenecer, lo que se dice rejuvenecer, no lo hace. Mejora la vista, cura la artritis, devuelve la euforia, pero los personajes siguen tal cual estaban, alopécicos, o barrigudos, o con el culo caído. La pócima es más bien un medicamento universal para los males menores, pero no parece detener el reloj biológico de los genes. Lo que sí detiene, y hasta retrasa, es la edad mental de sus consumidores, que según la cantidad ingerida regresan a las tontunas de la juventud, o a las gilipolleces de la adolescencia, y se comportan como auténticos irresponsables de la vida civil estrellando coches o pellizcando culos. La pócima de la juventud sólo parece despertar lo peor de las sinapsis cerebrales.



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Arsénico por compasión

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Los cinéfilos de morro fino, cuando caen por azar en estos escritos que no constan en los mapas de carreteras, huyen despavoridos al descubrir que el cine en blanco y negro brilla por su ausencia. Deben de pensar que mi cinefilia es coja, manca, impostada. Y no van desencaminados, la verdad. Yo me crié en la galaxia muy lejana, en la selva de Indiana Jones, en la fanfarria de Supermán, y cuando tengo que viajar al pasado en el Delorean siento una pereza muy vergonzosa, y muy inconfesable. Pero tengo que decir, en mi descargo, que el cine qualité no aparece en este diario porque desde que empecé a escribirlo, por unos azares o por otros, mis apetencias y mis neurosis han ido por otros derroteros. Que regresen, a partir de ahora, los clásicos viejunos.

    Pero tate, querido lector, que aunque yo sea un cinéfilo de Tercera División, aún guardo sitio para películas como Arsénico por compasión, la comedia loca de Frank Capra. Su humor es blanco, pueril, pasado de moda, como un sainete de Juanito Navarro y Arévalo sin gangosos ni pechugonas. Un Aquí no hay quien viva con un chalet de Brooklyn como único escenario. Sin embargo, por esos azares de lo bien hecho, del ritmo endemoniado, del absurdo cómico del planteamiento, Arsénico por compasión ha superado con creces la prueba de los años, y todavía puede verse en alguna noche perdida del calorazo. Cary Grant hace muecas, se contorsiona, se comporta como un payaso emporrado hasta las cejas. Los críticos viejunos se deshacen en elogios por el "gran actor de comedia", y por el "amplísimo catálogo de sus registros". Son los mismos tipos que luego ven a Jim Carrey haciendo las mismas gansadas en películas de color y llaman a la cruzada contra el cine moderno, y gritan ¡vade retro!, y ¡a mí la legión! Mi alejamiento -injustificable- del cine clásico tiene mucho que ver con estos fulanos. Si ellos son la aristocracia de la cinefilia, yo prefiero quedarme en el barrio, a jugar pachanguitas, y a comentar las películas cutres con los amigotes.


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Operación Whisky

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Busco el olvido cinéfilo a otro partido horrible del Real Madrid, con sus chupones, sus mercenarios, sus quejismos arbitrales sin fundamento. La Copa de Europa, que se resiste, tras una nueva maldición de Majaelrayo... El mal humor tras la batalla me pide una película ligera, de entendimiento simple y sonrisa bobalicona. Y, como por arte de magia entre el pandemónium de l gigas del disco duro, aparece Operación Whisky, una antigualla simpaticona de Cary Grant que los dioses benevolentes han puesto allí, a mis espaldas, para evaporar mis humores, pues no recuerdo haber asaltado ningún galeón preguntando por su título.



            Confundido y agradecido al mismo tiempo, me dejo llevar por los designios divinos y termino viendo una comedia romántica de las de antes, pura y virginal, sin carnes a la vista ni diálogos picantes. Leslie Caron está preciosa en su treintena florida, pero no baila, ni se contorsiona, ni muestra algo más suculento que la pantorrilla. Se limita a enamorarse púdicamente de Cary Grant, y a besarle sin lengua cuando el capellán castrense otorga su consentimiento. Una de las grandes bellezas que Francia regaló al mundo, y aquí la desaprovechan en un producto familiar de chistes blancos y amores inmaculados. Una de esas películas que 13 TV programaría el fin de semana para dar ejemplo de cine hecho como Dios manda. No como ése otro, el de tetas y palabrotas, que hacen los titiriteros socialistas.


            Será después de ver la película, en el fisgoneo obligatorio de sus intríngulis, cuando descubra el verdadero motivo de su presencia en mi disco duro. No fueron los dioses generosos, como yo creía, los que dejaron el regalo en la chimenea, sino mi despiste antológico, mi empanada universal. Fue mi psique lamentable la que en su día, hace meses, en una búsqueda nocturna o matinal sin ayuda de la cafeína, confundió Operación Whisky con Operación Pacífico, también de barcos en la II Guerra Mundial, también de Cary Grant vestido de marinero, también una comedia de trasfondo bélico con la palabra “operación” -tan poco imaginativa- colocada en el título. En fin. Qué les voy a contar, a estas alturas...


    Leslie Caron y Cary Grant tratan de pescar un pez en las aguas poco profundas de una laguna. En el segundo intento, tras varias discusiones entre ellos, y mientras el pez se pone de nuevo a tiro, Cary Grant comenta:

-         Atención, aquí viene ella otra vez.
-         ¿Cómo sabes que es “ella”?
-         Porque lleva la boca abierta. Y ahora cállate.





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