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Las brujas de Zugarramurdi

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Igual que todos los hombres tenemos algo de cabrones, todas las mujeres tienen algo de brujas. Como el aquelarre de Zugarramurdi -viene a decir la película- hay uno en cada pueblo; y gilipollas como estos atracadores, uno por cada nacimiento varonil.

Los hombres, en efecto, somos seres muy limitados. Y ser científico de prestigio o premio Nobel de Literatura no te salva de la quema. Eso solo son habilidades del Homo faber. En cualquier cosa que tenga que ver con lo sentimental, los hombres solo conocemos la línea recta para ir del punto A al punto B. Se nos da muy mal disimular, y se nos dan de puta pena las sutilezas. No acertamos ni una cuando nos ponemos intuitivos. Cuando creemos que las mujeres están del derecho, ellas están del revés, o viceversa. Somos unos menguados del análisis psicológico. Puede que sea porque no las miramos mucho a la cara, y sí a los cuerpos, y se nos escapan las señales enigmáticas de los ojos, que a veces confirman y a veces desmienten. Es mentira que las mujeres sean un misterio: lo que pasa es que nosotros somos medio imbéciles.

Las mujeres, en cambio, vienen al mundo con un sexto sentido. Vanos a llamarlo arácnido, o transdimensional. Un superpoder, en cualquier caso. Nos damos cuenta muy temprano cuando comprobamos que nuestras madres no nos miran, sino que nos leen. Nos traspasan. Su visión binocular no converge en nuestra en piel, sino en un punto interior que unos llamarían alma y yo prefiero llamar cámara de los secretos. Las mujeres nos... radiografían. Las amantes y las examantes; las candidatas y las desconocidas. Cuando nos calan y nos salvan, las llamamos brujas buenas; cuando nos escanean y nos hunden, las llamamos brujas malas. Pero los juicios morales, ya sabemos, son muy discutibles y particulares. Nosotros, por nuestra parte, solo las deseamos. Somos brujos de un solo conjuro, que solo conoce un único fin. 





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¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste?

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Hace algún tiempo, cuando la nueva logopeda se presentó en mi clase a saludar, “Hola, encantada, soy Mengana, y vengo a sustituir a Zutana”, yo, boquiabierto, ojiplático, pero profesional, muy profesional, como el entrañable Pazos en “Airbag”, entablé con ella una conversación que también nos salió profesional, muy profesional.

Pero mientras yo disimulaba las palabras de amor con tecnicismos en la materia -que si el autismo y que si tal- en las entrañas yo sentía que Max, mi antropoide interior, se desperezaba de la siesta en su árbol, se rascaba con una mano la cabeza y con la otra el escroto, y empezaba a canturrear la canción inmortal de los Burning: “¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste?”

Mengana hablaba, y hablaba, y yo asentía, y asentía, y Max, mientras tanto, echaba cuentas funestas de la edad que nos separaba, y del atractivo que nos alejaba, y en su cálculo automático y certero -que me río yo de los superordenadores modernos- le salió que no, que nones, un cero patatero, una x despejada de valor negativo, un menos muchos, la hostia de lejos en notación algebraica... Ni siquiera un numero entero, sino uno de aquellos números imaginarios que estudiábamos en el bachillerato, aquellos que llevaban una parte real y una parte ficticia con una “i”de iluso, y de idiota integral...

Y así, una vez despejado el deseo -porque Mengana era muy joven, y había bajado del Cielo, y yo voy para vetusto, y vivo en el Infierno de los pecadores- Max siguió cantando la canción que los Burning compusieron para la película como un encargo de Fernando Colomo, pero que luego, porque es un tema cojonudo, y pegadizo, la trascendió, se emancipó en las radio fórmulas, y se convirtió por derecho propio en un himno de extrañeza cada vez que una mujer está fuera de sitio, y los años la delatan. Mujer fatal... Porque Mengana, la logopeda interina, estaba como Carmen Maura en la película, fuera de contexto, y los años también la delataban, aunque en su caso fuera por demasiado joven, casi una debutante en la plaza del magisterio, donde la veteranía es la norma, y la belleza la excepción, y ya casi nadie ve las viejas películas de Fernando Colomo.



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La ley del deseo

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Hay algo muy visceral que me une a Pedro Almodóvar cuando habla de amores y desamores. De deseos satisfechos o contrariados. Y no me importa que sus películas las protagonicen, por lo general, homosexuales atribulados que buscan su lugar y su oportunidad. La ley del deseo es la misma para todos. De otros directores veo sus películas y no termino de conectar con sus amantes celosos o perseguidos por las dudas. Les entiendo, pero no les siento. No se me eriza el vello ni se me descompone el gesto. Ninguna lagrimilla se asoma a mis ojos. Y eso que a veces la circunstancia es muy cercana, muy personal, casi un calco de mis tribulaciones. Pero esa no es la cuestión: los amantes que retrata Pedro Almodóvar son cárnicos, tridimensionales. Veraces. Se les enciende la cara de deseo o se les apaga la sonrisa de tontos como yo mismo vivo el amor a este lado de la pantalla. Almodóvar sabe de lo que habla y sabe como exponerlo. Yo sintonizo con sus criaturas lo mismo cuando lloran de felicidad que cuando lloran de desconsuelo. Noto que algo se me revuelve en las tripas cuando en las suyas revolotean las mariposas, o se presienten las tragedias.

    Los amantes que se lían y se deslían en La ley del deseo huelen a sudor, rezuman fuego, sonríen complacidos, se reprochan con carácter. Tienen miradas de anhelo y miradas de odio. Me los creo. Y me emociono. Y aunque a mí no me va la vaina de sus personajes y la película se cae a veces por el terraplén del culebrón, me sorprendo a mí mismo dándole vueltas a mis propios amores. A mis desamores más bien, que últimamente me traen por la calle de la amargura. 



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¿Qué he hecho yo para merecer esto?

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"¿Qué he hecho yo para merecer esto?" es el lamento universal de las personas infelices. Lo gritamos aún a sabiendas de que sólo es un desahogo, porque no todo va a ser culpa de los demás, por supuesto, o del capricho del destino. Somos nosotros los que al final erramos el camino, y elegimos las compañías. las muchas y malas y las pocas y buenas. Algo habremos hecho para merecer esto que ahora nos trae por la calle de la amargura. Esto que se atraviesa en la garganta como un hueso, o que se clava en las entrañas como un puñal, y que nos despierta a las seis de la mañana para no dejarnos dormir ya más, en la oscuridad inconsolable del remordimiento. ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, nos preguntamos como si fuéramos inocentes del todo, víctimas de un contubernio internacional, o de una conjura de los dioses, aunque sepamos que en los momentos decisivos podríamos haber optado, y quizá, con suerte, haber escapado. 

     "¿Qué he hecho yo para merecer esto?", se lamenta también Gloria, el ama de casa de la película de Almodóvar. ¿Qué ha hecho ella, en efecto, para merecer esa vida de carencias y desafectos, en la barriada cutre y desangelada de Madrid? Nada, seguramente, diría el filósofo determinista. La desgracia de Gloria es la misma de tantas mujeres de su época: haber nacido mujer, y además pobre. Porque no había otra cosa -para las mujeres de su tiempo, aleccionadas por la familia y sofocadas por la religión- más que acertar en el buen casarse. Ningún mundo más allá del marido, al que se encadenaban como esclavas en un único destino compartido. Hasta que la muerte nos separe... Mujeres que no tenían estudios, porque para qué, o que los habían abandonado para ponerse a fregar los platos, porque qué falta iban a hacer ya los estudios, ya cada una en su cocina. Mujeres que jamás pensaron en trabajar, porque no estaba bien visto, o que si trabajaban, tuvieron que dejarlo para atender a la prole y a la suegra, al cartero y al lechero. Amas de casa que se enfrentaban a la labor maldita de Sísifo cada mañana.

    Así vivía Gloria, en la película de Almodóvar, hasta que un buen día descendió el monolito de Kubrick sobre el barrio de La Concepción, y lo que era un simple hueso jamonero se convirtió en una metáfora de la liberación femenina. Como aquel fémur en el osario de 2001: Una odisea del espacio. Corría el año del Señor de 1984, y las mujeres del barrio ya estaban preparando su revolución.



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Entre tinieblas

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Siempre nos quedará el convento -el de frailes, o el de monjas- cuando las cosas ya no tengan solución. Tres comidas al día; horarios regulados; habitación individual. Un oficio en la huerta, o en la cocina, para luego venderles dulces a los turistas de lo benedictino. Tiempo para leer, para reflexionar, para dar largos paseos entre claustros y jardines. Entregarse al ora et labora mientras uno repasa su vida plagada de errores: los amores perdidos, el tiempo desperdiciado, las flaquezas propias y las incomprensiones ajenas. Recorrer otra vez el camino erróneo que al final terminaba en ninguna parte. Y en medio de esa nada, ya perdidos para siempre, sin estrella polar ni puntos cardinales, el convento.


    Y ya puestos a elegir, traspasando el velo de la realidad, un convento como el que regentan las Redentoras Humilladas de Pedro Almodóvar, que tanto saben sobre las debilidades de la carne, y sobre las penurias del espíritu. Allí, entre las tinieblas de su refugio, en el corazón mismo de la Movida Madrileña que fue la inspiración de tantos tropiezos, ellas acogen por igual a la pelandusca y a la drogadicta, a la perseguida por la justicia y a la atormentada por los fantasmas. Ellas, las Redentoras Humilladas, también le dan a la droga y al desamor, al pecado y a la fustigación. Ellas comprenden las flaquezas de cualquiera. Ellas nunca lanzarán la primera piedra. Y no exigen, además, ningún acto de fe. Ningún fervor del espíritu. Ellas mismas dudan de Dios y de lo divino, ahora que La Llamada queda tan lejana, y ya la confunden con un sueño, o con una alucinación. En el convento de Madrid se han construido una vida, una rutina para pasar los días en este valle de lágrimas. 

    Esta el sexo, sí, ese prurito que es como el diablo en el hombro, como el aldabonazo en la puerta. La llamada de la selva exterior. Sólo el sexo podría echarlo todo abajo: la paz del espíritu, y el recogimiento del alma. Y contra él combaten cada día las monjas de Almodóvar, en la eterna lucha de la sublimación: horneando tartas, cuidando tigres, bailando boleros. Escribiendo novelas de amor.



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Tigres de papel

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Allá por 1977, en los albores de la Restauración Borbónica, los españolitos que pegaban carteles comunistas en las primeras elecciones generales se lanzaron a probar las costumbres tanto tiempo prohibidas por la ley, y por la Iglesia. Algunos lo hicieron porque sentían el impulso o la necesidad, pero a otros, como los protagonistas de Tigres de papel, les movía simplemente la curiosidad, o el afán de experimentar. O el placer de tocar los cojones a los guardianes de la moral, que todavía blandían un arma en la mano y un hisopo en la otra. Estos simpáticos personajes de Fernando Colomo, si tienen que fumarse un porro, se lo fuman; si tienen que apuntarse a una orgía, se apuntan; y si tienen que separarse del pariente, o de la parienta -que no divorciarse, ojo, porque hasta 1981 no se tramitó la ley que lo permitía-, se separan.

    A Carmen Maura y su trupé de moscones les bastan dos broncas y una desavenencia para tomar la decisión de largarse de casa y experimentar esa sensación excitante de saberse libres, tras tantos años de estricta vigilancia legal, y vecinal. Como son ciudadanos majos y enrollados, las rupturas no son nada traumáticas ni virulentas, y de vez en cuando, cuando aprieta la soledad, las parejas firman un armisticio para aliviar las penas y sofocar los instintos. El buen rollo preside estas des-uniones a-legales que tienen más de protesta que de convicción. Porque en el fondo estos personajes se quieren, y se estiman, y si viven en casas separadas es porque se lo pueden permitir. 

    Tigres de papel, en algunas cosas, se ha quedado muy obsoleta y aburrida, porque cuarenta años de reyes y legislaturas nos contemplan. Pero en el asunto de las separaciones conyugales es una película muy moderna, muy envidiable. Hoy en día, con el mercado inmobiliario paralizado, no hay nadie que coloque un piso en venta, y casi nadie que pueda permitirse una hipoteca y un alquiler al mismo tiempo. Así que las des-parejas modernas se ven obligadas a vivir  bajo el mismo techo, por falta de jayeres, y tienen que ver las películas en el mismo sofá compartido, con más o menos distancia entre los cuerpos, según el humor, y el aguante.



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Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón

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Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón no es realmente una película. Concebida en principio como un mediometraje, Almodóvar, que atareado en la Telefónica sacaba ratos de donde podía, y dineros de donde le dejaban, fue llamando a sus amigos punkis, a sus colegas travestis, a sus follamigos de la movida, para ir rellenando minutos y convertirla en una gamberrada que abriría nuevos caminos. En las ciudades de provincias nadie entendió su película, porque las tribus de Madrid eran gentes tan desconocidas como los extraterrestres, o como los aborígenes australianos. Y entre la lluvia dorada, el moco gastronómico y el concurso de pollas que el mismísimo Almodóvar presentaba al grito de "¡Erecciones Generales!", la película no duró en cartelera ni para cubrir los gastos de la distribuidora. En las ciudades civilizadas, en cambio, donde había apertura de mentes y también apertura de piernas, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón encontró un público entusiasta, comprensivo, al que le importaba muy poco que la trama fuera simplona o que los medios técnicos fueran de cuarta categoría. Aquello era un espectáculo que indignaba a los curas y soliviantaba a los meapilas, y sólo con ir a verla uno ya obtenía el diploma de tipo moderno, o de mujer enrollada.

     Sólo cinco años después de que Franco muriera dejando las pantallas como una patena, ahora salía en ellas una punky de quince años que se meaba en la cara de una urofílica murciana. Y una vecina de Madrid que cultivaba macetas de marihuana en su terraza. Y una caterva de travestidos que te ofrecían su cuerpo serrano si estaban de buenas o te arreaban con el bolso si les pillabas mal follados. Tan avanzada era para su tiempo, la provocación de Almodóvar, que incluso se pasó de frenada en algunas cosas, y ahora que estamos viviendo el retroceso del péndulo, y el cuestionamiento de las licencias, ya no se podrían rodar ciertas cosas que ahora provocan un poco el sonrojo. Entre eso, y que las parafilias sexuales ya no nos sorprenden, y que en los restaurantes hemos comido cosas peores que unos mocos, Pepi, Luci y Bom... hoy sería una película con mucho menos bombo y recorrido. El caca-culo-pedo-pis de un adolescente descarado y ocurrente. Es la maldición de las películas pioneras, que desbrozan la selva a machetazo limpio, y quedan exhaustas, para que otros fluyan tranquilamente por el sendero.  




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Volver

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Que nosotros sepamos, fuera de los locos del manicomio y de los feligreses de la iglesia, la facultad de hablar con los muertos sólo la tienen los personajes del realismo mágico, en las novelas sudamericanas, y los personajes de las películas peculiares, que aprovechan la ficción para pedir explicaciones al muerto que se fue, o para darlas ellos mismos, que se habían quedado sin tiempo o sin ganas. 

    La resurrección de la carne -o la carnificación del espíritu - es un recurso dramático que en las manos de un guionista sensibloide, o de un director golosinero, termina invariablemente en el ridículo, o en el bochorno. La presencia del muerto, para ser creída, tiene que ser espontánea, cotidiana, como si fuera un asunto que en la realidad sucede todos los días, y no necesitara explicación para los personajes ni para los espectadores. Así les sucedía, por ejemplo, a los miembros de la familia Fisher en A dos metros bajo tierra, cuando el padre Nathaniel hacía acto de presencia para aportar la dosis de cinismo que confiere la ultraterrenidad. No había que rezar al santo, ni que jugar a la ouija, para convocarlo: él simplemente estaba allí, en las esquinas, tan muerto que se aparecía cuando le daba la gana.


    Almodóvar, en Volver, ha construido su historia de fantasmas de un modo parecido, y nos creemos al ectoplasma de Carmen Maura desde el primer momento, como nos creemos a sus hijas patidifusas, cuando la descubren sin apenas estupor. Aquí el único espectro inverosímil, el único fenómeno extrasensorial que merecería una explicación razonada, y quizá hasta un programa completo de Iker Jiménez, es la presencia de una mujer como Raimunda en un arrabal como ése, perdida entre las chonis más simpáticas pero más cutres de Madrid. Por mucho culo artificial que Almodóvar le ponga, no cuela que una mujer así viva tan arrastrada, tan necesitada, tan rodeada de tipos mediocres, cuando sólo necesitaría chascar los dedos -o silbar como Lauren Bacall en Tener o no tener - para que un hombre lustroso le sacara de la barriada y le pusiera no sólo un piso, sino un chalet con piscina, en el paraíso más cercano que ella señalase. Qué hace una chica como tú en un sitio como éste, quiero decir, que no era de Almodóvar, sino de Fernando Colomo.





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