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Joel

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Uno de los comportamientos más extraños y menos animales del ser humano es la adopción de una criatura que no pertenece a nuestra sangre, que no lleva ninguno de nuestros genes. Dedicar tiempos, recursos, desvelos, al hijo de dos fulanos que nunca conociste y que seguramente nunca conocerás. Hacerle tuyo, entregarle la vida, convertirlo en heredero... Colgarle el apellido glorioso o ignominioso de tus antepasados.

Luego es verdad que hay hijos propios como cuervos e hijos adoptados como perretes. La sangre propia no garantiza nada: los hijos de la biología son tan impredecibles como los hijos de la legalidad. Ellos también son una lotería absoluta, un disparo al azar entre el fusil de los espermatozoides y la diana de las ovulaciones. Hay hijos biológicos tan extraños que a veces no los reconoces, e hijos adoptados tan afines que es como si los hubieras parido de verdad. Es un misterio. Más bien una absoluta casualidad.

Pero aun así, de entrada, la adopción tiene algo de comportamiento no evolutivo. Y además hay que asumir el riesgo de que el niño no sea como tú esperabas. Que no sume, sino que reste, como el polluelo del cuco. El temor a que la ilusión de los primeros días se transforme poco a poco en un arrepentimiento. Que el acto generoso se vuelva contra ti como un boomerang de los dioses traviesos. No suele suceder, pero a veces pasa. Yo conocí un caso muy sonado en La Pedanía, de casi salir en los periódicos. Y en esta película, Joel, el pequeñajo de la timidez extrema y de la cara inexpresiva, también amenaza con destruir el ecosistema familiar. Donde antes había un matrimonio bien avenido, casi sin fisuras, con la economía resuelta y los talantes acomodados, de pronto se abre una falla en mitad del pasillo como en “La guerra de los Rose”. Poca cosa, de momento, pero ya tarea para los albañiles matrimoniales que son los psicólogos y los terapeutas, los opinadores en general.

Joel iba a traer la cuadratura del círculo y de momento solo es un álgebra por resolver.





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Días de pesca en Patagonia

🌟🌟🌟🌟

Nuestros hijos no nos deben nada. Nadie les pidió su opinión para concertar esta cita con la vida. Fuimos nosotros, y no ellos, los que dimos el gran paso. Y ya sé que a nosotros nos enredó el instinto o la necesidad...

Nuestros hijos viven su propia existencia y son muy dueños de querernos o de no hacerlo. De darnos las gracias o de ignorarnos cuando proceda.  La vida que les hemos insuflado puede ser un regalo, pero también una putada, y nunca vamos a estar seguros del todo. Así que es mejor no entrometerse en sus querencias. No forzarlas. El orgullo de ser padre es una suprema tontería, una gilipollez emanada del ego. Quererlos es un propósito instintivo y no tiene mérito ninguno. Hasta el más tonto hace relojes con esto, y por eso, porque ser padre es algo gratuito y universal, el amor de los padres no vale nada y puede ser devuelto con una carta de rechazo.

    Quizá por eso, porque su amor no viene condicionado y es libre y voluntario, cuando un hijo expresa su cariño es como si la vida nos sonriera y nos sintiéramos infinitamente compensados.

En “Días de pesca”, Marco Tucci es un alcohólico en rehabilitación al que le han recomendado que salga de Buenos Aires para tomar el fresco. Sin rumbo fijo, vagando por la Patagonia, decide ir a ver a su hija Ana, a la que hace dos años que no ve. Entre ellos hay un resquemor y una distancia. Un reproche implícito -y a veces explícito- sobre su conducta bochornosa en los tiempos del alcoholismo. Entre padre e hija hay más de una Patagonia de separación

Para no presentarse ante ella desnudo de intenciones, Marco Tucci finge interesarse por la pesca turística del tiburón, que es de lo poco que puede practicarse en aquellos parajes desolados. O es eso, o darse a la geología, o a la meditación profunda sobre uno mismo, mirando al horizonte infinito, cosa que Marco Tucci no tiene ni puta gana de practicar. Él ha ido a pescar un perdón, un gesto, un acercamiento. Un indicio de que su hija aún no ha roto del todo las amarras. De que los nubarrones del alcoholismo no borraron el tiempo feliz de los juegos y las nanas. 






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El cuaderno de Tomy

🌟🌟🌟


En los viejos cuestionarios de las revistas se preguntaba a los lectores por la salud, el dinero y el amor. Pero aunque las matemáticas sean complejas, y difíciles de resolver, en realidad la salud siempre ha sido la incógnita principal. Si hay amor, casi todo se cura; y si hay salud, ya sonríes de otra manera, y hasta te enamoras, o se enamoran, de otro modo. El dinero también ayuda a tener mejor salud y mejores oportunidades. O no: puede que el dinero atraiga el exceso y el mal fario. Es complicado. Es una trigonometría abigarrada de cosenos y tangentes. Algebra pura. Pero la salud es lo que cuenta. Siempre. En último término.

Lo que pasa es que solemos darla por hecha y por eso la rebajamos de categoría. La salud es como respirar, como poner un pie delante de otro para caminar. No nos damos cuenta y por eso no lo valoramos. Pero es la hostia. Lo es todo. Basta con entrar en un hospital -aunque sea de acompañante, como hice yo hace tres días- para que de pronto se altere la escaleta de preocupaciones. Enfilas el primer pasillo y ya estás haciendo recuento de tus órganos vitales, a ver cómo los sientes, cómo los has sentido en estas últimas semanas. Atareado en el trabajo y en el amor hacía tiempo que no les dedicabas ni un solo pensamiento. Si acaso, al corazón de las poesías, y al engrosamiento de tus cataplines, cuando en el curro te vienen con zarandajas

Y eso, ya digo, si entras en el hospital de mero acompañante. Qué órganos no recontará quien entra -como era el caso de mi familiar- a ser operado de una cuestión menor, de gravedad relativa, pero con esos focos del quirófano que se encienden sobre tu cabeza como ovnis que acojonan.


Qué no pensará, al borde del abismo, quien va a morirse ya sin remisión, como María Vázquez en la película. Como María Vázquez en la vida real. Esa lucidez tenebrosa... Y aun así, qué complicado es todo. Porque qué diría ella si un genio maligno le propusiera no volver a ver su marido y a su hijo a cambio de su cura.





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La ventana

🌟🌟

Yo juraría que los actores de La ventana no son argentinos, sino suecos, y que ésta no es una película de Carlos Sorin, sino de Ingmar Bergman. Me han dado gato nórdico por liebre argentina. Rodada en interiores, el único campo abierto que transita nuestro protagonista lo mismo podría pertenecer a la Pampa que a los alrededores de Malmö. De hecho, a mí este prado sin segar, con las vacas y las florecillas, el anciano y sus recuerdos, me suena mucho al de Fresas Salvajes, a crepúsculos al raso donde los personajes filosofan sobre la muerte o recuerdan melancólicos la primera teta que palparon.

Para no repetirse, Carlos Sorin ha ido a caer en el homenaje que menos le apetecía a uno. Acabé tan cansado de las películas de Bergman, en aquel ciclo que hace unos meses que casi me costó la cinefilia y la cordura, que me quedé de piedra cuando me descubrí de nuevo en la habitación donde yace un moribundo, rodeado de tictacs del reloj, de silencios espesos de las criadas. Otra vez en Gritos y susurros...  Hay planos, incluso, que parecen sacados de las películas de Dreyer (¡horror!), con esos haces de luz que entran por la ventana e iluminan el lecho donde la vida y la muerte juegan su partida de ajedrez. Muy escandinavo todo. Silencioso y tétrico. Estimulante, a veces, cuando a uno le da por pensar en su propia muerte, rodeado de quién, reposando dónde, imaginando qué cosas... Pero muy aburrido, en general. Uno venía preparado para la cháchara de los argentinos, para el fútbol y el mate, el boludo y el pibe, y se ha visto, de pronto, en un error imperdonable de los servicios aeroportuarios, subido en un avión que despegaba rumbo a Goteborg, sin diccionario de sueco ni ropa de abrigo.




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El camino de San Diego

🌟🌟🌟

La tercera película de este ciclo dedicado a Carlos Sorin ya no transcurre en el remoto sur de la Patagonia, gélido y desolado, sino en la otra punta de Argentina, en la provincia de Misiones, comarca lluviosa y selvática fronteriza con Brasil. Se parece mucho, la provincia de Misiones, a este noroeste hispánico donde yo resido, verde por todos los sitios, cálido hasta en invierno, plagado de mosquitos y de frutos tropicales. Me siento como en casa mientras veo El camino de San Diego, y ello, lejos de confortarme, me predispone en contra de la película, pues echo de menos los fríos australes, las estepas patagónicas tan parecidas al páramo leonés donde nací y me crié. Vivo exiliado en este microclima insospechado, prisionero de un trópico atrapado entre montañas que me roba el aire y me priva del frío.

En El camino de San Diego cambia el paisaje, pero no el talante de las gentes. Estos argentinos del norte siguen siendo gentes sencillas, campechanos -ellos sí- que viven y conversan a una velocidad menguada, que trabajan en sus oficios de subsistencia y luego le dan al mate y a la conversación sobre el fútbol y las minas. Gentes que un buen día, llevadas por el impulso interior de una neura, de una pasión, de una pobreza, salen del letargo como escupidos por un volcán y emprenden el camino por las rutas interminables de las carreteras. 

El camino de San Diego es la ficticia road movie de un muchacho que allá por el año 2004, estando Maradona enfermo en un hospital de Buenos Aires, decide llevarle, para interceder en su curación, su Sagrada Imagen tallada en una madera encontrada en la selva. Hay que tener mucha fe para ver la efigie de Maradona sobre un trozo de raíz donde se cruzan al azar los surcos y los nudos. Pero es que Tati Benítez, el procesionante que recorre el país con la cruz a cuestas, tienen mucha fe en el dios principal de los argentinos, que es el Diego, muy por encima del mismo dios que le creó. Es ésta una jerarquía imposible que sólo la religión austral puede tolerar. La cuadratura de la Santísima Trinidad. Un misterio teológico que subyace en este politeísmo loco de nuestros hermanos de "achá".






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Bombón, el perro.

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El secreto mejor guardado de los profetas es que a Dios, digan lo que digan las Sagradas Escrituras, no le gustan los pobres. Su Hijo vino a la Tierra para predicar a su favor y rápidamente tuvo que destituirlo del cargo por incendiario y revoltoso. Nada más morir en la cruz, los ángeles le trajeron de vuelta para someterle a una estricta reeducación en el colegio de monjas, que ya existían por entonces en el Cielo. Mucho antes, por supuesto, que los colegios públicos, que son un invento socialista de los tiempos modernos.

Dios tolera a los pobres, y poco más. Los necesita para hacer más ricos a los ricos, que son sus verdaderos hijos amados, los que recibieron la avaricia y la falta de escrúpulos, y multiplicaron sus talentos por diez o por veinte como en  aquella parábola de la Biblia.  Los pobres, que nacieron con lo puesto, sin gracia ni belleza, piden demasiadas cuentas, señalan demasiados fallos, reclaman demasiadas mejoras... Son unos pesados que colapsan la centralita de peticiones, y atiborran los buzones de sugerencias.

Bombón, el perro, es el reencuentro de Carlos Sorín con los paisajes y paisanajes de la Patagonia. El protagonista es un cincuentón al que han despedido de su trabajo como gasolinero, y que vive en casa de su hija, sin oficio ni beneficio. Mientras busca trabajo por los villorrios, un azar de la vida le convierte en dueño legal de un dogo argentino, un ejemplar de pura raza que será reclamado para participar en las ferias caninas de alta prosapia. La suerte, de repente, le sonríe a nuestro amigo Villegas. Pero la siya es, no nos olvidemos, la suerte de los pobres: resbaladiza y pasajera, agridulce y fastidiosa. Y la suerte de los perdedores nunca es una suerte completa: siempre le falta algo, o exige algo a cambio, o se esfuma en el momento más decisivo. Viene acompañada de un "si" condicional que a veces revierte en desgracia y miseria. Hay que contener los entusiasmos y las plegarias de agradecimiento, cuando la suerte llama a tu puerta de pobre. Y hasta aquí puedo leer...



         En los títulos de crédito consta como "mochilera". En IMDB como "female hitchhiker". El suyo es un personaje sin nombre, de apenas cuatro frases, que aparece al final de la película para darle palique al bueno de Villegas mientras conduce por la inmensidad. La actriz se llama Andrea Suárez. Su belleza me deja mudo y tonto en el sofá. Ella es una estrella errante en el páramo desolado. Pasado el trance, y los títulos de crédito, la busco en internet, pero Andrea, como si la hubiera soñado, no consta en ningún registro conocido. Una sola película; un solo papel; una sola sonrisa. ¿El simple cameo de una muchacha ajena al mundillo del cine? ¿La carrera truncada de una actriz bellísima y prometedora?. Quién sabe. Todo son conjeturas. 



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Historias mínimas

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De pequeño yo escuchaba la expresión "allá en la Patagonia" y me imaginaba, no sé por qué, una isla remota en el Pacífico, con su cocotero y su náufrago, y su bella aborigen meneando las caderas y saludando con un aloha!. Luego, en la Geografía del colegio, aprendimos que la Patagonia estaba efectivamente a tomar por el culo, pero en el otro lado del pompis, al sur de Argentina y de Chile, donde el clima se vuelve extremo, y el paisaje majestuoso. 

Los que no frecuentamos los documentales de La 2 nada sabíamos de sus habitantes hasta que descubrimos, hace diez años, esta joya del cine argentino que es Historias mínimas. Fue entonces cuando uno tomó la determinación -en caso de volverse rico y descubrirse libre de ataduras- de vivir allí para huir del calor y de la gente. Gracias a la película de Carlos Sorín, uno conoció a estos argentinos entrañables que viven muy lejos unos de otros, cada uno en su pueblo remoto, en su caserío de vecinos escasos pero serviciales. Gentes sencillas, que no simplonas, que hablan despacio y alegremente. Que dejan entrever, en sus gestos pausados, una inteligencia profunda del superviviente extremo, del terrícola que habita en la periferia del globo y todo lo contempla desde la distancia kilométrica y filosófica. Lo mío con la Patagonia ha sido  un enamoramiento instantáneo, un flechazo demográfico. 

Hoy, como entonces, he visitado la Patagonia de San Julián y de Fitz Roy, y he vuelto a descubrirme, a miles de kilómetros, desde esta España convertida en zoco abarrotado e invernadero insufrible, un vecino más de esos arrabales australes, donde el viento despeja las ideas, y el frío ahuyenta a los estúpidos. He tardado casi diez años en regresar. Enredado en mil filmografías y en mil series de televisión, olvidé por completo a este director por el que sentía una afinidad especial. Un descuido imperdonable que el otro día me sacó el sonrojo cuando descubrí, en la estantería más escondida, reordenando las películas de aquí y de allá, el DVD de estas Historias mínimas que siempre tuve por una película imprescindible. Basta, pues. Que se haga justicia con este hombre. Esta semana será la semana de Carlos Sorín. El homenaje debido a sus argentinos del habla hipnótica, ingeniosos o boludos, lo mismo me da.




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