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First Man

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Yo soy de los que piensan, como Íker Casillas, y como la madre que me parió, que el ser humano nunca llegó a pisar la Luna. Para mí, Íker Casillas es el segundo advenimiento de Jesucristo, la Parusía que los cristianos llevan dos mil años esperando y que ahora mismo no reconocen. Y todo lo que diga el mostoleño de Nazaret, o el nazareno de Móstoles, va a misa y hay que asumirlo como Verdad revelada. No queda otra.

Solo a él, al Elegido, he visto yo hacer milagros televisados, indudables, sin truco alguno ni efectos especiales, desviando balones en escorzos imposibles para la física, en intuiciones que sobrepasan  la química de las sinapsis. Es Dios redivivo, ya digo. Y si este hacedor de milagros dice que Neil Amstrong no dejó su huella en la superficie lunar, y que su hazaña sólo es propaganda americana de barras y estrellas -la mentira más gorda que se disparó en los cincuenta años de la Guerra Fría- yo, como prosélito de su religión, no tengo más remedio que reafirmarme en lo que siempre sospeché desde chaval, cuando era un jovencito comunista y me restregaban por la cara la superioridad tecnológica de los americanos: que el viaje del Apolo XI fue un montaje perpetrado por Stanley Kubrick en el mismo estudio donde poco antes rodó su odisea del espacio. Como aquel viaje a Marte ficticio de la misión Capricornio Uno, que era una película con mucha miga y mucho paralelismo...

    Y sin embargo, querido lector, y querida lectora, soy consciente de que todo esto es un terraplanismo estúpido, una creencia insostenible. Cómo agarrarse a que miles de personas involucradas en el proyecto Apolo hayan guardado silencio hasta ahora. Cómo asumir esa disciplina imposible, ese juramento de cartujos... Ese imposible del cacareo humano.  Porque además qué bello sería, como proponen en First Man, que Neil Armstrong subiera a la Luna con la esperanza de encontrar allí a su hija fallecida, por si el Cielo quedaba más bien cerca que lejos, y la descubría correteando por la superficie, jugando con otros niños, dando saltitos con sus alas de ángel ya incorporadas.





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Capricornio Uno

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Uno tiene, desde niño, porque siempre lo escuchó en casa, y luego lo razonó de mayor, la convicción estúpida, pero convicción, de que el hombre nunca llegó a pisar la Luna. Sé que ahora está de moda hacerse el incrédulo, el conspiranoico, porque eso vende uno entre el personal, pero les aseguro que yo estaba mucho antes en la cola de la militancia: cuando la gente nos miraba como si estuviéramos locos, o nos hubiéramos fumado un porro.

En este club de renegados estamos convencidos de que los americanos, rezagados en la carrera espacial, dieron un golpe ficticio que hizo callar las carcajadas de todos los rojos del mundo. Había que poner un hombre en la Luna a toda costa, con la bandera de los Estados Unidos bien visible en las televisiones. Y si no podía ser en la Luna, en un paisaje parecido, construido por los de Hollywood. Como nadie había estado allí jamás, había mucho margenpara la improvisación. Qué sabía nadie de las rocas, del polvo, del color verdadero de los paisajes. Es aquí donde los miembros del club nos dividimos en dos bandos: los que pensamos que alguien de la NASA vio la Base Clavius en 2001 y pensó: “Hostia, nen, aquí tenemos nuestra Luna”, y los que piensan, herejes, que todo en 2001 fue un ensayo general para el gran engaño, y que la filosofía existencial del Monolito sólo fue un mcguffin que permitió a Kubrick experimentar con las texturas del espacio. Unos piensan que fue el huevo antes que la gallina, y otros que al revés, pero todos compartimos la misma tortilla, o el mismo caldo, que los mismo da.


Cuento todo esto porque hoy he vuelto a ver Capricornio Uno, película que narra un engaño muy parecido al cometido en 1969, pero esta vez con el planeta Marte como objetivo. Aquí no es la presión de los soviéticos la que empuja a los malvados, porque diez años después de Armstrong los rusos ya han dado por perdida la carrera espacial. Ahora su máxima preocupación es abastecer las tiendas, combatir el frío, embotellar el vodka, y luego, con lo que poco que sobre, ir construyendo la estación espacial MIR. Los malosos de Capricornio Uno son altos funcionarios de la NASA que no quieren perder las grandes inversiones del gobierno. Incluso la audiencia de la tele se aburría ya de ver tanto Apolo alunizando y tanto astronauta dando botes a cámara lenta.  Había que dar un golpe de efecto para rescatar la atención del público, y qué mejor producto que Marte, el planeta rojo, no de comunistas, pero sí del óxido de hierro, tan fácilmente reproducible en un estudio de televisión con polvo de ladrillo y cuatro pinceladas ocre en los cielos. 




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