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Forajidos

🌟🌟🌟

Las tías buenas solo se acuestan con los futbolistas o con los forajidos. Es la pasta, estúpido. El estatus. Es un rasgo evolutivo que perdura en la "Femina sapiens" de cuando el malote sin escrúpulos aseguraba un trozo mayor de carne y se hacía a hostia limpia con la cueva más confortable. Es una predilección sexual que viene cincelada en los genes.

Forajidos hay de muchos tipos, y el gremio de atracadores de bancos sólo es uno de ellos. Pero uno muy habitual en el cine negro americano. Y en los cómics de Makinavaja... Los banqueros, curiosamente, también son unos forajidos de cuidado, los que más roban con diferencia entre carcajadas y a manos llenas, pero lo hacen sin pañuelos en el rostro ni revólveres en la mano. Así que la clientela no siente miedo ni sufre patatuses. Y además te regalan una tele de vez en cuando. 

Lo que pasa es que en el cine americano te acusaban de comunista si denunciabas las malas prácticas de los banqueros. Y ahora igual. (Las tías buenas como Kity Collins, por cierto, también prefieren a un banquero ladrón antes que a un barrendero poeta). 

Lo de las tías buenas viene de lejos, de sus tiempos en el instituto, cuando preferían al macarra sociopático antes que al buenazo con coderas. Siempre ha sido así, desde que los sumerios inventaron la escuela para que papá y mamá pudieran segar los trigales despreocupados. Las tías buenas intuyen que el malote con moto, el chuloputas con gracejo, el hijoputa que acelera su buga en la carretera comarcal, va a convertirse de mayor enel amo del cotarro. En el forajido de leyenda. Porque para alcanzar el estatus que ellas desean y merecen sólo existen Tres Caminos de la Verdad: estafar al cliente, explotar al empleado o engañar al Estado. El día a día de los forajidos, vamos. Algunos recorren incluso los tres caminos a la vez. 

Decía mi abuela que en todo hombre de éxito anida un ladrón y es verdad. A no ser que te hagas futbolista de élite o te lleves de rebote el premio Planeta, que incluso ahí habría que sacar la lupa a pasear. 






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Los profesionales

🌟🌟🌟


Tipos así, como estos que comanda Lee Marvin, son los que echaba de menos el añorado Pazos en Airbag. Unos mercenarios profesionales, muy profesionales, como la copa de un pino, o como la copa de un cactus, ya que todo transcurre en las tierras del desierto. Pazos, el mafioso, estaba hasta el gorro de la chapuza nacional, de la incompetencia de lo celtibérico. Él vivía en una realidad delictiva como de Mortadelo y Filemón, con gente impuntual, y cacharros que no funcionaban, mientras en la tele del prostíbulo, donde él entretenía las horas muertas, se sucedían las películas de americanos que se ponían a una tarea y la clavaban, reflexivos y aguerridos, y siempre bien armados con la submachine gun imprescindible. Y siempre guapos, por supuesto, porque en ellos bulle la sangre de los anglos, y los sajones, que les da ojos azules para seducir, y estaturas altísimas para imponerse, y canas lustrosas para hacerse respetar por el enemigo. Ni punto de comparación, Carmiña...

Los profesionales de Los profesionales no tienen submachine gun porque vivieron a principios del siglo XX, y por entonces las ametralladoras eran estáticas, pesadísimas, y sólo pertenecían a los ejércitos regulares. El mexicano, sin ir más lejos. Pero para cumplir su misión del Equipo A -los parecidos son inquietantes: el líder es canoso y en el grupo hay un pirado y un negro- los profesionales de Richard Brooks se apañan a las mil maravillas con una escopeta, un par de revólveres y un arco mangado a los indios arapajoes. Y muchos cartuchos de dinamita, claro, que son la pirotecnia de la función: la cencerrada en el poblacho, y la escapatoria en el desfiladero. Lo que hubiera cobrado un barrenero como Burt Lancaster en las minas de mi pueblo, cuando había minas.

(Estoy por jurar que yo vi Los profesionales de niño, en pantalla grande, en un reestreno para la pantalla grande del cine Pasaje. Lo del tren y los mexicanos ha reverberado en mi memoria. La belleza de Claudia Cardinale no tanto: hablo de un tiempo infantil, pre-hormonal, en el que las mujeres hasta molestaban en la trama, porque cuando ellas salían no había tiros, sino arrumacos.)





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El hombre de Alcatraz

🌟🌟🌟

“Una vida entera leyendo habría colmado todos mis deseos”.

    En el trasiego de sus viajes laborales, o de sus ocios vacacionales, el protagonista de Ampliación del campo de batalla echaba de menos una vida entregada a la lectura, lejos del ruido y de las gentes. Yo estoy con él, a ratos, a rachas, en los momentos más bajos del espíritu. ¿Pero quién tiene tiempo, hoy en día, para leer? Y cuando digo leer, digo leer de verdad, profundizar en las tramas y en los conocimientos. Ahondar, abismarse, sumergirse, y no esto que hacemos la mayoría de nosotros cuando se acerca la noche, que es pasear los ojos entre las líneas, un breve rato, pensativos de otras cosas, hasta que el cansancio nos rinde, y el sueño nos releva. Leer se ha convertido en un ocio de lujo, como jugar al golf o navegar en el yate.

   Se nos va la vida en trabajar, en acarrear niños, en buscar aparcamientos. Hay que cocinar, que comer, que fregar los platos. Hacer colas, rellenar papeles, clasificar la basura. Soportar a mucha gente que preferiríamos no ver o ver más espaciadamente. Apenas queda tiempo para leer. Sólo los barones en sus castillos, o las duquesas en sus palacios, tienen tiempo para eso. O los presos, sí, en sus horas de celda, o de biblioteca, apartados del mundanal ruido por imperativo de la ley. Sólo ellos, en su desgracia, gozan del privilegio de la despreocupación. 

    Superada la depresión de los primeros meses, en los que quizá sólo fijaban la mirada en los barrotes, o en los desconchones de la pared, deciden transformar las horas muertas en horas vivas, productivas. Lectoras. Los hay que se sacan carreras, que retoman vocaciones, que se zambullen en las obras completas de Agatha Christie. Los hay, también, como Robert Sproud, el birdman de Alcatraz, que se convierten en ornitólogos reconocidos en el mundo entero. Para cuidar al pobre gorrión que se cayó del árbol, Sproud consultó libros, amplió conocimientos, se convirtió poco a poco en un experto en la materia. Se zambulló en la investigación y en la lectura. Montó su pajarería, su clínica veterinaria, su centro de peregrinación, todo ello sin salir de la celda. Escribió sus libros. Encontró el camino. No le envidio la suerte -54 años en una celda de aislamiento- pero en algún momento de la película pienso que Robert Sproud encontró al menos un placer que aquí fuera ya no se consigue. El  tiempo infinito, diáfano, imperturbado, de la lectura.




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El tren

🌟🌟🌟🌟

Horas antes de que los aliados tomaran París y se hicieran con el control de las vías férreas, un tren cargado con las obras maestras de la pintura francesa salió de la estación de Vaires, en la periferia de la capital, camino de Alemania. Era el despecho final del Tercer Reich en su retirada hacia la frontera: robar las grandes obras de Gaughin, de Manet, de Renoir, de todos aquellos genios, y depositarlas en algún museo oculto de Alemania para ejercer la última humillación sobre la orgullosa nación que ahora los expulsaba.

    El tren  es la adaptación muy libre de un hecho histórico. En la película, el coronel Waldheim perpetra el expolio y el jefe de estación Labiche tratará de impedirlo con mil astucias de ferroviario veterano. En la vida real, el tren salió de Vaires y empezó a dar vueltas en círculo por los alrededores de París sin que los alemanes -por una vez más tontos en la realidad bélica que en la ficción de las pelis- se coscaran de que la Resistencia iba cambiando los rótulos en las estaciones. La película retoma al principio estos ardides tan ingeniosos, pero luego los trasciende para hacerse más trepidante, más belicosa, y el tren de los cuadros sufre tantas peripecias como La General de Buster Keaton, siempre a punto de chocar, de descarrilar, de ser bombardeado por la aviación aliada.



    La gran pregunta que plantea El tren es si merece la pena morir por rescatar una obra de arte. Arriesgar la vida por unos cuadros que en realidad nadie tenía la intención de destruir, sino simplemente trasladar de lugar, aunque fuera más allá de la frontera de Mordor. Y aunque fueran a destruirlos, ¿pesa más una vida humana que un cuadro desgarrado o arrojado al fuego? Los miembros de la Resistencia Francesa no dudaron ni un instante. Lo más juicioso, seguramente, hubiera sido esperar al fin de la guerra y recobrar las piezas expoliadas sin pegar un solo tiro de más. Pero la grandeur y el honneur parecen palabras que a los franceses les vuelven muy locos, muy inflamados.

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Atlantic City

🌟🌟🌟🌟

Las películas de hombres sexualmente frustrados que espían a sus vecinas son un género cinematográfico de larga tradición. Y el autor de este blog, que a su modo también es un voyeur de las mujeres hermosas, aunque su ventana indiscreta sea la televisión, de vez en cuando invita a estos picaruelos para que confiesen sus pecados contra el sexto mandamiento. Hace algunas semanas era Monsieur Hire quien apartaba la cortinilla para ver a Sandrine Bonnaire en su desnudo esplendor, y hoy, en Atlantic City, era Burt Lancaster quien no se perdía ripia de Susan Sarandon, una chica de ojos saltones y anatomía excitante que todas las noches, al regresar de la marisquería, se coloca ante la ventana de la cocina y se frota el torso desnudo con limones para quitar el mal olor. La excitación del mar, y de lo hortofrutícola...        


        Lo de los limones frotando los melones es una imagen irresistible para el bueno de Burt, que en el último esfuerzo de su pitopausia decide arriesgarlo todo, los dineros y la vida, por yacer junto a ese cuerpo perfumado con vitamina C y ácido cítrico. El hilo argumental de Atlantic City es el leit motiv de la vida misma: chico busca chica, solo que aquí el chico es un gángster retirado, la chica una pueblerina soñadora, y el paraíso del amor la decadencia moral de Atlantic City, con sus casinos y sus ludópatas. Todas las películas del mundo, lo mismo antiguas que modernas, lo mismo americanas que austrohúngaras, son el enredo amoroso que conduce a la coyunda o al bofetón. Esta película de Louis Malle no sería nada del otro mundo si no fuera porque Burt Lancaster llena la pantalla con su presencia imponente, y porque Susan Sarandon posee un extraño atractivo que nos hace dudar de ella hasta la última escena, incapaces de decidir si lo suyo es una belleza peculiar o una fealdad resultona. Y sigue sin quedarnos claro, la verdad.



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