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Rocketman

🌟🌟🌟

En Bohemian Rhapsody, la película, si venías un poco desinformado del asunto, y no estabas muy atento a un par de escenas porque te habías levantado a coger un yogur, o justo te llamaban por teléfono para un asunto de tremenda importancia, salías de la película pensando que Freddy Mercury no era homosexual, ni ambivalente si quiera, a tango llegaba el pudor, la tontería, la cobardía en realidad, de una película que quiso ser legado y homenaje y se quedó en triste caricatura.

    Aquí, en Rocketman, los responsables del biopic no se andan con medias tintas: Elton es homosexual, sí, qué pasa, ya estamos en el siglo XXI, y sólo las abuelas y los sacristanes medievales se escandalizan por estas cosas. Rocketman solventa el asunto en cuatro pinceladas para no hacer de la anécdota un leitmotiv. Del apetito, una personalidad. Los  tormentos de Elton John fueron muchos, y el descubrimiento de su homosexualidad -en una época en la que eso acarreaba ser tildado de maricón, de sarasa, de julandrón, toda aquella panoplia de escarnios que en nuestra estúpida adolescencia manejábamos al dedillo- sólo es uno de los motivos por los que Elton cayó en el gran pozo de su alcoholismo, de su desnortamiento, ese agujero sin luz ni esperanza donde ya no aciertas ni a palparte a ti mismo.



    La película, siendo un musical opulento, desbordado, lleno de excesos y de colorines como las propias actuaciones de Elton, en realidad me deja frío, y aburrido, refugiado continuamente en el martillo pilón de mis propias pesadumbres. Los números musicales no me rescatan, no me elevan en globo para sacarme del lodazal. Sólo en ese puñado escogido de canciones que ya son himno y autobiografía, encuentro no la distracción -porque todas las canciones, en el desamor, hablan de nosotros- peso sí la sintonía, la conexión con una película que quizá, dentro de algún tiempo, en otro estado más feliz del espíritu, merezca una segunda oportunidad.


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Black Mirror: Caída en picado

🌟🌟🌟🌟

En el futuro que plantea Black Mirror: Caída en picado, todos llevaremos una valoración numérica flotando sobre nuestra cabeza. Tal número, obviamente, no será una cartulina recortada que vaya pegada con celofán, como un trabajo manual hecho en la escuela. Será una cifra virtual que aparecerá en las lentillas Z-Eye que todo el mundo llevará incorporadas, y que nos escanearán el rostro, y el currículum del alma, en cuestión de décimas de segundo. Las lentillas Z-Eye, que ya han aparecido en otras distopías de Black Mirror, van camino de convertirse en adminículos legendarios para los fanáticos de la ciencia-ficción.


    En cada interacción social de Caída en picado, las personas se valoran al instante apuntándose con sus teléfonos. Como vaqueros que desenfundan su revólver si la cosa no ha pintado bien, o como colegialas lanzándose un beso, si el encuentro ha ido guay del Paraguay. Gracias a ese Superfacebook que viene instalado en todos los móviles, uno recibe cientos de valoraciones cada día -en la acera y en el trabajo, en la cafetería del pueblo y en la cola de la panadería- y así, roce a roce, y verso a verso, se va conformando la cifra que vive suspendida sobre las cabezas, como el aura de un santo, o el sulfuro de un demonio. 

    Podría parecer un asunto estúpido, baladí, un juego contable con el que matar los ratos muertos o echarse unas risas con los amigos. Pero esa cifra, en la numerocracia de Black Mirror, es el pasaporte que da acceso a las mejores camas en el hospital, o que coloca a tus hijos en mejor disposición para ser admitidos en la Universidad. No puedes tener una buena casa, un buen trabajo, un coche último modelo, si vas por ahí con un 3 sobre 10 de valoración sobrevolando la cabeza. En esta distopía que parece muy lejana, pero que en realidad, como todas las que plantea Black Mirror, está a la vuelta de la esquina, la amabilidad se ha convertido en el valor supremo que rige el mundo. La sonrisa falsa, el gesto comedido, el taco reprimido... La nula conflictividad social. La contención de cualquier gesto de asco o de molestia. El like que fingimos en Instagram, el me gusta que simulamos en Facebook, el OK falsario que pulsamos en cualquier otro invento del demonio digital. 


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El bosque

🌟🌟🌟

Les tengo un poco de resquemor a las películas de M. Night Shyamalan porque siempre me hacen quedar como un idiota, ante las amistades, y ante los cuñados. Todo el mundo es mucho más perspicaz que yo a la hora de adivinar esos desenlaces que a mí me dejan boquiabierto, como un niño engañado por un mago, mientras que ellos, simplemente, se limitan a recoger la confirmación de sus inteligentes deducciones. No es lo mismo saberse uno tonto en la intimidad del salón, a solas con la propia incapacidad, que verse humillado en la barra del bar, o en la mesa de la terraza, sometido al engreimiento de algunos fulanos despreciables, y a la sonrisa compasiva de algunas damas que me descartan.

    Ahora que ya todos conocemos los finales de Shyamalan, el tiempo ha igualado a los listos con los tontos, a los genios con los mendrugos, y sus películas ya se ven con otra intención, y con otra perspectiva. Yo, por mi parte, he vuelto a pasearme por El bosque porque la otra tarde, en los canales de pago, me encontré con Bryce Dallas Howard jugando a la gallinita ciega en aquel poblado apartado del mundo, y el amor, como un impulso incontenible, me hizo pulsar el botón rec para ver la película completa otro día, y solazarme con su belleza pelirroja desde el comienzo. Sí, queridos lectores, y alarmadas lectoras: ha sido el sexo, una vez más, quien revestido de romanticismo ha vuelto a guiar mis pasos, y a dictar mi agenda cinematográfica. Si esto fuera un blog serio, de ínfulas intelectuales y cosecha de sabidurías, lo suyo sería aprovechar El bosque para hablar de los miedos ancestrales del ser humano y tal y cual. Redactar un pequeño ensayo de antropología, y no describir -¡ otra vez!-  esta pelusilla con forma de corazón que ha vuelto a nacer en mi ombligo.



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Jurassic World

🌟🌟🌟

Jurassic World es una película tan bien hecha y tan vacía como una rubia tontaina de las discotecas. Como un guaperas iletrado de la piscina. Los productores de Jurassic World no quieren a tipos como yo, que luego vienen aquí, a los foros, a denunciar los trucos baratos y las explosiones gratuitas, ni yo quiero perder el tiempo con estas superproducciones construidas con el manual. Pero uno, como el demonio que anidaba en la niña Regan, no es uno solo, sino legión, y dentro de mí, como en una pequeña multisala, viven muchos espectadores que se pelean por ver las películas. A quien yo llamo “yo”, sólo es el diablo alfa de toda esta pandilla, el tipo que habitualmente triunfa en las disputas y va construyendo con infinita paciencia la videoteca de casa y la programación semanal del Canal +.



         Pero “yo”, para que todos vivan contentos en el convento, a veces tiene que hacer concesiones, y tragarse películas como Jurassic World que no molestan especialmente, que tienen su cosa y su mérito, y su Dallas Bryce Howard de bellísima pelirrojez, pero que en una dictadura perfecta jamás verían la luz en el televisor. Los lectores más veteranos ya conocen a Max, mi antropoide, el mono de la primera fila, que aplaude como un macaco las películas de Pajares y Esteso, o los truños en los que Leonor Watling enseña sus bonitos pechos. Hoy les presento a Alvaruelo, el niño tímido y algo corto que se ha venido conmigo desde los tiempos infantiles. Inasequible a la madurez o al raciocinio, él sigue celebrando con los ojos abiertos y el labio de los Habsburgo películas como Jurassic World, en las que se reparten hostias, ganan los buenos y el espectáculo pirotécnico va disimulando las tonterías. Yo quiero mucho a Alvaruelo, que es un niño que no da un ruido y siempre se queja con la voz bajita, pero que se pone muy triste cuando le endilgo un simbolismo de Kiarostami, o un mundo poético de Julio Medem. De vez en cuando le doy estas alegrías, sobre todo si es sábado por la noche, para que el lunes, cuando vaya a la escuela con los otros diablillos, lo flipe por todo lo alto y tenga algo que contar. 



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Criadas y señoras

🌟🌟🌟

Las arpías que uno se va encontrando por la vida no tienen cara de arpías, ni ponen mohines de arpías. La maldad que supura en sus entrañas no suele asomarse a los rostros, salvo en los casos más clínicos. Las mujeres malvadas -como los hombres malvados- son indistinguibles, a simple vista, de las demás. Mirándolas a la cara nunca sabrías cuál de ellas te va a apuñalar, hasta que te apuñala.

Digo esto porque termino de ver Criadas y señoras, aclamada película donde el reparto es casi exclusivamente femenino, y aun siendo una película estimable e instructiva, a uno le chirría que estas señoritingas racistas del Mississippi pongan todo el rato cara de malas. De muy malas. Se cruzan con una mujer negra en la calle y tuercen el gesto como niñas tontas; dan órdenes a la criada del hogar y la cara de asco que se les pone les deforma las facciones. No sé a que viene este subrayado innecesario, que mueve más a la risa que a la indignación. Su misma posición social ya las hace condenables a ojos del espectador. No necesitamos más información para saber que pertenecían -¡que pertenecen!- a una casta execrable, todavía por extinguir. No necesitamos que nos remarquen una y otra vez su maldad, en cada plano, en cada línea de diálogo. Los responsables de Criadas y señoras minusvaloran nuestra inteligencia de espectadores, o quizá se están dirigiendo a un público más básico y local, a saber.

Tampoco han estado muy finos en la confección del cásting, la verdad. No puede ser que estas brujas hayan sido bendecidas por igual en la lotería de la belleza. Que cinco amiguitas de la infancia se conviertan al crecer en cinco mujeres de hermosura indecible, por muy americanas y muy sureñas que sean, es una improbabilidad matemática que coloca a Criadas y señoras más cerca de la ciencia ficción que del género lacrimógeno. Si querían que el espectador masculino pasara por taquilla en esta historia atiborrada de mujeres y mujeríos, quizá hayan dado en el clavo. Pero no han conseguido que por ello disfrutemos más de la película, ni que la tengamos en mayor consideración. Al contrario: uno quiere predisponerse al drama, y solidarizarse con las esclavizadas, pero el desfile de mujeres malísimas y guapísimas le crea a uno una cacofonía mental, como de sinfonía compuesta en dos claves simultáneas. Ver Criadas y señoras es como salir en manifestación a favor de los inmigrantes y pasarte dos horas mirando las tetas de las pijas que pasan a tu lado llamándote perroflauta y rojo de mierda.      



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Más allá de la vida

🌟🌟🌟

Por la noche, en los canales de pago, pasan Más allá de la vida. Y la verdad sea dicha, por lo que había leído en las críticas, no esperaba gran cosa de ella. Cuando alguien empieza a contarme que la materia no lo es todo, y que más allá de la muerte viviremos sobre las nubes en estado de ingravidez, me pongo a la defensiva. Las historias de espíritus sólo las asumo en las películas de terror, o en las comedias. Si alguien -como en esta ocasión el irreconocible Clint Eastwood- pretende abordarlas en serio y darles canchilla pseudocientífica,  me convierto en un espectador beligerante si me pillan de mal jerol, o en uno desentendido, y pasota, si me cazan con la guardia baja.

He de confesar, sin embargo, que mi inicial desgana quedó aparcada nada más comenzar la película. Quien haya visto la archifamosa escena del tsunami entenderá lo que digo. Su impacto visual perdura muchos minutos en el recuerdo. Tantos, que cuando se van pasando sus efectos, descubres que ya llevas más de una hora aburriéndote con la historia del vidente en paro, del niño gemelo desolado y de la periodista francesa que se lanza a denunciar el contubernio masónico de los ateos. Ella, la actriz, es Cécile de France, una mujer veterana y treintaymuchera que nunca me había cruzado en los caminos de la cinefilia.  Un amor a primera vista, he de decir. De los sinceros. 

Más allá de la vida me ha servido, también, para resolver un misterio que llevaba meses atosigándome. Hay por estos andurriales una camarera bellísima que me recordaba, poderosamente, a una actriz famosa de la que anduve enamoriscado en tiempo reciente. Pero no daba con el nombre. Cada vez que le pedía un café con leche mi cerebro gritaba: “Te pareces a..., te pareces a...” Hoy, por fin, he caído en la cuenta. Ella era -¡oh traviesos dioses del olvido!- Bryce Dallas Howard. Pero de haber aparecido en Más allá de la vida con su cabello pelirrojo natural no hubiese resuelto el misterio. Ha sido su pelo moreno, inhabitual en ella, cortado a lo Uma Thurman en Pulp Fiction, el que finalmente me ha dado la clave. Mi camarera también lleva el pelo así, largo, moreno, cortado a escuadrazos. De ahí mi confusión. Uma Howard, o Bryce Thurman. Ese era mi galimatías indescifrable. El que ella siempre me servía junto al azucarillo...




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