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Los asesinos de la luna

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Oklahoma no es, desde luego, Noruega. Los noruegos, cuando descubrieron sus bolsas de petróleo, nacionalizaron el producto como malditos socialistas y convirtieron su país en un referente mundial del bienestar. ¿Educación, pensiones, igualdad, sanidad...? Nada, sobresaliente en todo, como los alumnos repelentes. Y además son guapos, los jodidos, y muy rubias, sus señoras. Y encima tienen los fiordos, y los veranos frescos, y esas cabañas como de cuento. 

En Oklahoma, sin embargo, cuando se descubrió petróleo en las tierras de los osages, allá por los felices años veinte, lo primero que hicieron los indios fue derrochar el dinero como haría el hombre blanco invasor: cochazos de la época, joyas, vestimentas, casoplones, sirvientas en el hogar... La casa por la ventana, o la choza. A los jefes de la tribu no se les ocurrió pensar de una manera escandinava, o no les dejaron hacerlo desde Washington, o desde la Standard Oil, que tanto monta monta tanto. A saber, porque la película dura tres horas y pico y no dedica ni un minuto a explicar el intríngulis legal de los indios en la reserva y los hombres blancos acechando su riqueza desde lejos.

En 1920 ya no regía la ley del Far West, así que no podía venir John Wayne con el rifle a despojar a los indios de sus tierras. El hombre blanco tuvo que inventar métodos más refinados para robarles y matarles, y de eso va, justamente, este día sin pan que es la última película de Martin Scorsese. Y mira que yo me puse en plan cinéfilo, sin el teléfono a mano, la persiana bajada, la agenda despejada (bueno, eso siempre), con la firme intención de aguantar los 300 minutos como un estoico pedante y gafapasta. Pero no pude. A la hora y media ya me dolía el culo y se me dispersaba la atención. Y aunque la película no está mal, y mantiene el interés hasta el final, tuve que intercalar un partido de la copa del Rey para tomar aire y regresar con aires renovados a la eterna avaricia de los yankis. “Hombre blanco hablar con lengua de serpiente”, que cantaba Javier Krahe. 





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Crash

🌟🌟🌟

En Los Ángeles la gente se conoce chocando con sus coches. Es una cosa cultural y muy llamativa. Allí es imposible conocerse en las aceras, topando como seres civilizados que desparraman los folios o enredan a los perros por las correas, porque nadie en realidad camina por la ciudad. Las aceras sólo existen para acceder a los inmuebles. Es más: si vas en autobús la gente se ríe de ti, y si vas caminando, te para la policía para saber si eres un agente comunista o un subversivo que contamina el medio ambiente con la goma de tus suelas. 

Es por eso -porque todas sus historias empiezan con un coche accidentado- que la película de Paul Haggis se titula “Crash” -hostiazo, en castellano- como también se titulaba “Crash” aquella otra de David Cronenberg en la que un grupo de tarados chocaban adrede y de manera frontal para excitarse sexualmente entre los hierros retorcidos y los huesos fracturados. Esta otra “Crash” que nos ocupa es más suave, más de andar por casa, y por eso llegó a ganar un Oscar antes de caer totalmente en el olvido. En esta película los grandes amores y los grandes odios nacen siempre de un modo involuntario: de un alcance por detrás o de un derrape en la autopista. Es un método infalible para ligar, ahora que lo pienso: localizas al objeto de tu amor, provocas un pequeño incidente de tráfico, y de las disculpas y del intercambio de datos puede que surja la chispa del romance. Pero hay que ir con cuidado, porque si el accidente es demasiado violento puede que la chispa encienda la gasolina del motor contigo dentro, atrapado por el cinturón de seguridad.

“Crash” es una película sobre el racismo. Es decir, sobre el clasismo, porque el racismo no existe. Sidney Poitier era admitido en la familia de “Adivina quién viene esta noche” no por ser negro, sino por ser médico. Los magrebíes que cruzan la valla de Melilla son moros; los jeques que aparcan sus yates en Marbella, árabes. Es la aporofobia, estúpido. Hay mucha gentuza que solo busca excusas para sentirse superior en la pirámide social. Para justificar una mirada que vaya por encima del hombro. El color de piel suele ser la más socorrida. 





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La ballena

🌟🌟


En “La ballena” no hay sutilezas, ni elegancias, ni rincones del alma sin alcanzar. Si a las películas para adultos -bueno, eso era antes- las llamamos pornográficas porque en el despliegue se ve toda la chicha y toda la limoná, sin que nada quede a la imaginación del espectador, a este espectáculo del obeso mórbido y lacrimógeno habría que llamarlo, del mismo modo, pornografía sentimental. Cuando finaliza “La ballena” ya no queda nada por contar, por llorar, por echarse a la cara entre los personajes. Si en el porno carnal quedan vacíos los genitales, aquí quedan vacíos los lagrimales. Yo lo llamaría un “tear cum”, por si hace fortuna la expresión. 

A ningún personaje se le llegan a ver los susodichos genitales, pero el espíritu de todos se pasea desnudo por la casa de Brendan Fraser, que es el único escenario donde transcurren las muchas catarsis. Aronofsky ha querido rodar un drama y le ha salido un dramón. Se ha pasado mucho de rosca -como suele ser habitual- y así es difícil empatizar con el personal. Hay un momento, en todo dramón, en el que sientes que la mano del director está hurgándote por dentro, manipulándote con músicas y diálogos, y es ahí, en ese contacto no consentido -porque no es no también en la ficción- cuando te sales de la película y comprendes eso, que estás viendo una película, y que ya apenas te crees lo que ves y lo que escuchas, aunque el esfuerzo de actores y actrices sea descomunal y digno de agradecer.

Había otra película en la que sus protagonistas decidían suicidarse comiendo hasta reventar. Se titulaba “La gran comilona” y recuerdo que salían en ella Mastroianni y Michel Piccoli. Como el guion era de Rafael Azcona la cosa no terminaba en dramón, que menudo era don Rafael para caer en la trampa de las cursilerías. “La gran comilona”, por no ser, no era ni un drama, sino una astracanada cuyo final la verdad ya no recuerdo. Es igual... Son dos formas de entender el cine, y yo me quedo con la de Azcona y Marco Ferreri. 

Posdata: me puse a ver “La ballena” después de la siesta, con el café y dos panes de leche en el regazo, bien untadicos en mantequilla, y tal fue mi impresión al ver a Brendan Fraser que aparté uno para la cena, avergonzado de mí mismo.





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Dioses y monstruos

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A veces -supongo que como todo el mundo- me pregunto cómo seré de mayor, de anciano que va perdiendo las facultades mentales y corporales. Y las del pito... Lo cierto es que hace años me lo preguntaba más a menudo, asustado por la certeza de tener que envejecer y morir. Pero ahora, paradójicamente, a medida que los plazos se acortan, pienso cada vez menos en la decadencia, quizá porque he comprendido que morir es una certeza, pero envejecer no tanto, y que es una pérdida de tiempo mirarse en el espejo e imaginarse de jubilado, en el pisito coqueto, o en el asilo de los aparcados, repitiéndose como una cebolleta, y meándose en los pantalones.



    Ahora, por culpa de los sueños, y de los escritos que pergeño, miro más hacia el pasado, hacia mis tiempos de niño, con el pantalón corto, y la cara sin gafas, pero nadie diferente en realidad, un mini-yo con la misma personalidad y las mismas tonterías. Un ejercicio nada revelador, más allá de la pura nostalgia. Hacia allí, hacia la niñez, gira últimamente mi veleta, pero a veces un golpe de viento, o una película como Dioses y monstruos, sopla mi deriva mental en sentido contrario, y en eso que los americanos llaman un flashforward me veo dentro de veinte años como James Whale en la película, recitando mi nombre ante el espejo, muy despacio, y en voz baja, Jimmy Whale, Jimmy Whale…, como quien recita un conjuro que devuelve el orgullo de una vida bien vivida, aprovechada a pesar de los reveses. Una vida que uno no dudaría en repetir si en el momento de la muerte nos dejaran volver a la casilla de salida, que era la prueba definitiva de la plenitud, y de la conformidad, decía el filósofo Nietzsche , o algo muy parecido.

    De momento, me miro al espejo dentro de veinte años y aún no soy capaz de rescatar el instante glorioso, el regocijo del logro, la mansedumbre del alma, la serenidad de lo correcto… El momento de gozo tan fugaz como brillante, como una supernova. Me faltan, con suerte, para llegar a ese momento crítico, cinco campeonatos del Mundo, que son las Olimpiadas en las que yo divido mi vida  griega, tan poco epicúrea, y tan mucho cínica. Habrá que ir moviendo el culo...



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El americano impasible

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Nunca estudiamos la guerra del Vietnam en el colegio. Como los americanos eran el bando perdedor, los curas, que editaban sus propios libros de texto para luchar contra el comunismo, pasaban por alto esa vergüenza de los garantes de Occidente. Todo lo que uno aprendió sobre el conflicto salió de las películas americanas, que, curiosamente, siempre terminaban con un marine arrancando charlies como esparrágoos, lo mismo Rambo que Chuck Norris, el coronel Kilgore que John Wayne tocado con boina verde. 

     La enciclopedia Carroggio que teníamos en casa aseguraba -probablemente financiada por el oro de Moscú- que los americanos habían perdido la guerra, y que un gobierno comunista dictaba ahora las leyes en Hanoi. Alguien mentía en aquella contradicción entre las películas y los historiadores. Sólo tras ver Platoon, la película de Oliver Stone, uno supo que la enciclopedia era la fuente acertada, y que los yanquis que mataban veinte vietcongs con un sólo escupitajo eran reclamos de taquilla para nuestra testosterona alborotada.


   Una película como El americano impasible nos hubiera venido de perlas en aquella época del desconocimiento. Aquí se explica, por ejemplo, lo que Francis Ford Coppola cercenó en su montaje de Apocalypse Now: que la guerra de los americanos sólo fue la continuación de la guerra de los franceses, y que la hostia colonial de los unos iba a ser la hostia imperialista de los otros.  Lo paradójico del caso es que nosotros, de chavales, nunca hubiéramos visto una película como ésta, que sólo tiene una escena de explosiones y ningún ejército en combate. El americano impasible, en sustancia, es un triángulo amoroso, una pelea de machos que se disputan los favores de una vietnamita que quitá el sentío. Una lucha que en principio nace desequilibrada, porque en una esquina del cuadrilátero, viejuno y con poco peso, está Michael Caine, y en la otra, joven y tan grande como un armario, calienta sus guantes Brendan Fraser. Pero Caine es un perro viejo, y un actor inconmensurable, y aunque sus opciones de coito se pagan 30 a 1 en las apuestas, el muy puñetero saca todo su repertorio para que el combate se vuelva igualado y muy entretenido...



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