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Star 80

🌟🌟🌟


Si Paul Snider volviera de entre los muertos no tendría más argumentos que exponer que la mató porque era suya. Un razonamiento de australopiteco venido a menos. Y que me perdonen los australopitecos  “O mía, o de nadie, sí, ¿qué pasa?”, nos diría Paul Snider mientras se repeina otra vez la coronilla y se ajusta la huevada. El raciocinio cebollino. La cejijuntez de la mirada. La culminación asesina del machomán de las galaxias.

Y el machomán de las galaxias, para nuestro sonrojo evolutivo, es una especie que nunca está en vías de extinción, como demuestra que este crimen de “Star 80” lo vemos casi a diario en los telediarios del siglo XXI. Y da igual la clase alta que la clase baja; las mansiones de Hollywood que los pisos de extrarradio. Da lo mismo oriundos que emigrantes; gente resalada que gente retorcida. Inteligentes que bobos. Es igual. Los machomanes son como los estúpidos que describió Carlo Cipolla en su libro celebérrimo: una plaga bíblica y universal.

Sí, queridos amigos de “El hombre y la tierra”: el chuloputas se reproduce sin parar porque siempre encuentra quien escucha sus gilipolleces genéticas, y sus galanterías engominadas. Y es un poco incomprensible en ocasiones. A veces estos tipos son silenciosos, escurridizos, y no se les ve venir hasta el final. Son guapos, educados, intachables... Pero estos ejemplares de los que hablamos, como el tal Paul Snider de la película -y ay, también, de la vida real,  lucen plumas multicolores, y se gallean como bípedos implumes. Se les ve venir a la legua. La misma Dorothy Stratten quedó deslumbrada por la “sofisticación” de este imbécil palmario que la sedujo mientras pisaba el acelerador de su buga.  Pobre mujer... La inexperiencia de la vida. Y el amor, que es ciego.



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All that jazz

🌟🌟🌟🌟🌟


Cuando se estrenó All that jazz -aunque no creo que entera, con tanto erotismo que inflama las coreografías- Bob Fosse tenía 52 años. Eso quiere decir que ya fantaseaba con su propia muerte dos años antes, al cumplir los 50. Y ese dato, que en visiones anteriores no era relevante porque uno era joven y estaba a la trama y a los bailes, de pronto se convierte en la estrella de la función. La edad de Bob Fosse es el rótulo de neón que palpita casi en cada fotograma: 50,50,50... Apenas queda un mes para que yo coloque el número 5 en el marcador, y aunque no estoy en crisis por ello -porque yo vivo en crisis permanente desde que cumplí los 10 años, que es la verdadera edad de la fractura -sí es cierto que la cabeza se pone algo tonta, y que el espíritu se recoge algo sombrío.

Solo ahora he entendido que la valentía de Bob Fosse no estaba en semidesnudar a sus bailarinas, ni en semidesnudar sus propios defectos. Su verdadero arrojo fue anticiparse a su propia muerte y convertirla en un número musical. Decir: mira, voy a morir de esto, y además no tardando, y antes de que eso suceda -porque muerto ya no podré coger una cámara ni corregir las coreografías- voy a hacer una película que resuma mis amores y mis obsesiones. El autorretrato del hombre moribundo que yo seré. Con un par. La genialidad.

Termina la película y me es imposible no pensar en mi propia muerte mientras friego los cacharros. Cómo será, y dónde, y quién me llorará. Qué pasará por mi  cabeza mientras asumo el trance o deliro la morfina. De pronto recuerdo a mi padre en su propia agonía, obsesionado por encontrar a sus hermanos ya fallecidos. Su All that jazz fue un baile de pequeñajos por las calles de León, en los tiempos de la posguerra. El mío -si no me equivoco- será el desfile de los hombres y mujeres a los que mucho decepcioné. Me pedirán cuentas mientras danzan a mi alrededor. Algo así como lo de Bob Fosse, mira tú. Mi número musical se parecerá mucho a las pesadillas que ya me atormentan de vez en cuando. Por eso espero que al menos la música sea chula, y que las bailarinas más guapas se descoquen con una sonrisa.




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Chicago

🌟🌟🌟

De joven no me gustaban las películas musicales porque paraban la acción, e interrumpían los diálogos, y las películas dejaban de ser un reflejo de la vida real o imaginada -pero siempre coherente- para convertirse en un sueño, en un delirio de quien coreografiaba los bailes o componía las canciones. Me daban por el culo, hablando en plata, los números musicales que de repente dejaban al protagonista con la frase colgando -o colgada, si vives en Cuenca- y lo ponían a bailar como si le hubiera dado un pasmo, o un siroco, rompiendo el pacto no escrito de “esto es una ficción, pero vamos a conseguir que no te enteres”. Yo iba al cine a aprender cosas, a tomar notas, a vivir otras vidas más interesantes que la mía -no el marasmo sin aventuras ni desventuras que yo sobrellevaba de casa a los estudios, y de los estudios a casa- y cuando los personajes se ponían en trance bailongo o engolaban la voz para cantar, a mí aquello me parecía una estafa, un  fuera de lugar. Un vodevil muy respetable e imaginativo, pero no cine en realidad.



    Luego, con los años, he comprendido que la vida real se parece más a un musical que a cualquier otro género. Si hubo un hito fundacional para inaugurar esta certeza fue precisamente una película de Bob Fosse -pero no Chicago, que es la que me ha traído hasta aquí, y que está entretenida sólo porque sus dos  malandrinas están de muy buen ver, cada una con su encanto y con su fenotipo-, sino All that jazz, la obra maestra que nunca se marchitará. “¡Comienza el espectáculo!”, se decía cada mañana el personaje de Roy Scheider sonriéndose ante el espejo, como quien dice “A tomar por el culo todo. Bailemos, sonriamos, apuremos hasta la última gota. Carpe diem”. La vida, bien mirada, es como la veía Bob Fosse en la película: no exactamente una tragedia, ni una comedia, ni siquiera la  tragicomedia que bebe de ambas fuentes y mezcla los licores a capricho de los dioses. La vida es una farsa, una representación, y quizá lo más serio que hay en ella sean precisamente las películas, que nos engañan, y nos ponen en plan trascendente cuando en realidad todo es baile y liviandad.


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Lenny

🌟🌟🌟🌟

Una polla es una polla, y un pene, un pene. Dos órganos distintos y uno solo verdadero, como en una Santísima Dualidad. Cuando vamos al médico, a la revisión, a la molestia urinaria, tenemos un pene, pero cuando vamos a acostarnos con nuestra señora, o con nuestra respectiva, tenemos una polla. Y no pasa nada por decirlo: polla es una palabra inocua, sonora, para nada despectiva, y sí, en cambio, pícara y festiva. Como de celebración de la vida y del amor, una polla, eso es, y no un órgano de libro de texto, de manual de medicina, que eso es un pene, la cosa aburrida que no tiene erecciones y sólo sirve para mear.

    Eso es, grosso modo, lo que venía a decir Lenny Bruce en sus monólogos: que a las cosas sexuales había que llamarlas por su nombre, el cotidiano, el coloquial, lo mismo en el dormitorio conyugal que en el stand-up del club nocturno, entre humos y música de jazz, donde todos los clientes eran adultos y no había ningún gilipollas en la materia, ningún sorprendido del significado exacto de las palabras.



    Lenny Bruce hacía escarnio de la damisela que dice pompis, o del señor que dice miembro, hasta que cayó sobre él la Ley de Maricastaña, una que también vino flotando en el Mayflower y prohibía -entre otras muchas- usar la palabra chupapollas en público, ante una audiencia congregada, porque la ley presuponía que el humorista no estaba describiendo, no estaba haciendo chanza, sino incitando a la práctica, allí mismo quizá, o en la intimidad de los dormitorios, donde tal vez chupar pollas no fuera ni siquiera legal, y en todo caso siempre una guarrada, una cochinez de gente que en realidad no se ama como Dios manda. Chupapollas… A  Lenny Bruce empezaron a joderle la vida por ahí, y terminaron arruinándole la carrera, y la salud, y el alma misma. El personaje que aparece en La maravillosa Sra. Maisel todavía es un humorista travieso y risueño; el que sale en Lenny, la película de Bob Fosse, ya es el Lenny jodido, drogadicto, enfrascado en una cruzada semántica que finalmente no pudo ganar.




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Fosse/Verdon

🌟🌟🌟🌟

Cualquier otra mujer que no hubiera sido Gwen Verdon habría interpuesto varios maizales, y varios desiertos, y varias llanuras norteamericanas de esas tan vastas. O le hubiera malherido, de un sartenazo, o de un vaso lanzado a la cara, al descubrirle con la enésima muchacha en la cama. A Bob Fosse, digo, que fue un marido tan poco ejemplar. Un promiscuo tan poco arrepentido… Un coreógrafo de los bailes, sí, pero también un coreógrafo del sexo, donde también era muy creativo, y muy constante, otra maestría que aprendió en los escenarios de su juventud. 

    Si hacemos caso de lo que se cuenta en Fosse/Verdon, cada cásting para una película, o para una obra de Broadway, era una sucesión de polvos entre Bob Fosse y las candidatas a los papeles. El contrato con las bailarinas primero se firmaba en los dormitorios, y luego, si había aquiescencia y buen rollo, ya en los despachos. Hoy en día, gracias al movimiento #MeToo, Fosse no hubiera durado ni cuatro días en el negocio del espectáculo, pero los tiempos anteriores a los hermanos Wenstein eran eso, otros tiempos…

    La gran fortuna de Gwen Verdon es que no necesitaba a su esposo para seguir trabajando en lo suyo. Bailarina de prestigio y actriz solicitada, pudo prescindir de sus favores cuando comprendió que la infidelidad era irreversible: un rasgo de carácter, y una traición sin remedio. Sin embargo, separados en lo sexual, cada uno con su vida rehecha o desecha según el soplo de los vientos, Verdon y Fosse se mantuvieron unidos por un vínculo profesional y por una admiración mutua, y siguieron colaborando hasta el mismísimo final. I think I’m gonna die… Verdon colaboraba en las películas de Fosse, y Fosse colaboraba en los musicales de Verdon, y cuando hacía falta alguien de confianza que corrigiera los números, eliminara lo superfluo, aportara una idea fresca, no dudaban en llamarse por teléfono y presentarse para el rescate.

Fueron años de idas, de venidas, de polvos ocasionales para celebrar los viejos tiempos. Una hija en común, mucho cariño, viejas peleas... Amistad por encima de todo. De todo esto va Fosse/Verdon.




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Cabaret

🌟🌟🌟🌟

Hace dos semanas, en las fiestas de la Virgen, para compensar tanta pureza y tanta mojigatería del populacho, llegó a esta ciudad de provincias un cabaret de Madrid que se anunciaba en los carteles con señoritas de muy buen ver. 

    Unos porque van más calientes que el palo de un churrero, y otros porque nos habíamos quedado sin fútbol el fin de semana, el caso es que la carpa se llenó de gentes ávidas de bromas y cachondeo. Sin embargo, lo que allí nos vendieron nos dejó más bien fríos: demasiado dinero para contemplar una polla fugaz, dos tetas con pezoneras y un culo de espectador fofo que sacaron al escenario para montar un numerito. Los chistes, supuestamente picantes, ya no eran ni graciosos en mis últimos años de EGB: dobles sentidos sobre "esta noche voy a comerme un pepino", o "mañana voy a desayunar una zanahoria" (sic), que sólo celebraban alborozados los espectadores del IMSERSO, que perdían las dentaduras y las gafas entre las risotadas, mientras sus señoras, con pinta de no haberse comido una polla en su vida, se reían como comadrejas escandalizadas. 

    Los demás nos reíamos por lo bajini, para justificar un poco el precio de la entrada, mientras nos preguntábamos qué coño (con perdón) hacíamos allí, en pleno siglo XXI, ahora que gracias a internet puedes ver desnudos integrales a cualquier hora, y acceder a chistes brillantes de mentes muy ingeniosas y perversas. El cabaret, o al menos el cabaret que nosotros vimos aquel día, es una reliquia cultural que ya no tiene cabida en la modernidad.

    Eso sí: en el cabaret moderno, como en el Cabaret de Bob Fosse, siguen lanzándoles chinitas a los políticos, y a los potentados, y eso siempre es muy de agradecer. No es un mitin de los comunistas, precisamente, pero se compensa con el despechugue generoso de las artistas. Te descojonabas viendo algunas caras entre los espectadores, desencajadas ante tamaña ignominia. Allí había mucho votante de derechas que había hecho pellas de la iglesia, o que había decidido acudir para luego confesar los pecados cometidos bajo la carpa.






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Lenny


🌟🌟🌟🌟

Hace cincuenta años, en Estados Unidos, y ya no te digo nada en nuestra España nacionalcatólica, los humoristas sólo podían contar chistes sobre suegras o sobre gangosos. Ninguna palabra soez estaba permitida en las ondas o en los escenarios. El sexo, como mucho, era eso, y las partes anatómicas, esto y aquello. En España bastaba con que aludieras al tema, sin mencionarlo siquiera, para que te agarrasen un par de guardias civiles, te soltaran un par de hostias en el calabozo, y luego te enviaran al cura castrense para ser recibido en sagrada confesión, ser absuelto de los pecados y volver al redil de los hijos de Dios. A la mañana siguiente regresabas a la vida civil con el ojo morado y el alma blanca lavada con Ariel. 

En Estados Unidos la libertad de expresión era mayor: podías usar eufemismos, circunloquios, sustituir los términos problemáticos por palabras inventadas. Pero si mencionabas la palabra prohibida, te podían caer meses e incluso años de cárcel. Un tipo como Louis C. K. llevaría varias cadenas perpetuas consecutivas. Antes que él, en los años 60, hubo un cómico pionero en violar estas normas que ahora nos producen la risa y la perplejidad. Se llamaba Lenny Bruce, y no se cortaba un pelo cuando salía a los escenarios. Hoy en día, sus monólogos serían apropiados incluso para los monaguillos, o para las amas de casa, pero entonces escandalizaban a las autoridades y a los comités de buenas costumbres. Lenny decía chupapollas, y coño, y hay que joderse, y el público, en los garitos nocturnos, se partía el culo mientras esperaba que la policía irrumpiera en cualquier momento. En Lenny, que es la película que Bob Fosse dedicó a su figura, asistimos al auge y caída de este peculiar personaje. De cómo saltó a la fama y de cómo arruinó su suerte en los enfrentamientos con la ley, y en sus problemas con las drogas. Lenny Bruce era un tipo impulsivo y libertino, de una lengua mordaz y de una inteligencia punzante. No era un simple provocador, ni un simple malhablado. 





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