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Víctor o Victoria

🌟🌟🌟

Después de echar el polvo del siglo, Victoria le pide a James Garner la prueba de amor definitivo:

-          Mira, cariño: todo el mundo piensa que soy un hombre. Y como tú vives enamorado de mí y siempre caminas a mi lado, todos te consideran homosexual en un mundo despreciable donde la homosexualidad sigue siendo anatema de los curas y escándalo de la sociedad. Pero yo, querido, no puedo desvelar el secreto de mi identidad porque este trabajo de transformista me da de comer, así que te lo voy a preguntar una sola vez: ¿estarías dispuesto a soportar la vergüenza pública, el señalamiento de los demás, la burla y la chanza, la condena y el desdén, sabiendo que por la noche yo te espero en la cama con la realidad innegable de mi cuerpo de mujer?

Y James Gardner, que no se esperaba tal desafío en el plácido deshincharse de su miembro, entra de repente en el mar proceloso de las dudas. Sopesando pros y contras se hace la picha un lío, y al final, para jugarse la decisión a cara y cruz, se lanza a las calles de París en busca de una señal divina que decida por él.

Y yo me pregunto, antes de condenar su cobardía o su pusilanimidad: ¿cuántos habríamos dado un sí instantáneo a la proposición de Victoria y cuántos habríamos vagado por la madrugada atenazados por el miedo? ¿Cuántos de los que nos consideramos gayfriendlys, tolerantes, ecuménicos, para nada homófobos y casi nada machistas, aguantaríamos en nuestras propias carnes las miradas que nos señalarían?

“Víctor o Victoria” se ha quedado muy vieja en su sentido del humor -los resbalones, los golpetazos, las tartas que vuelan y las señoras que chillan- pero aguanta el tiempo como una campeona cuando habla de cuestiones de identidad. Es una película muy moderna, como rodada antes de ayer. Plantea cuestiones que hoy mismo podrían salir en la edición dominical de los periódicos, alabando lo mucho que hemos avanzado pero denunciando el trecho larguísimo que nos falta por recorrer. 





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Cita a ciegas

🌟🌟🌟


En los tiempos medievales, cuando ligabas por internet, lo único que te enseñaban antes de la primera cita era un retrato de la susodicha, o del susodicho, que había que traer a caballo desde muy lejos. Casi salía más caro el viaje que el encargo, y por eso solo los príncipes, y las princesas, se permitían tales dispendios prenupciales. De todos modos, el retrato nunca era de fiar, porque dependía de la pericia del pintor, y de su integridad profesional, y al final siempre llegabas a la cita lleno de dudas, a ciegas, como en la película, sin saber muy bien qué ibas a encontrarte cuando él se quitara el yelmo, o ella descendiera de la carroza.

Luego las ciencias adelantaron que fue una barbaridad, pero en realidad, en 1987, cuando Blake Edwards rodó “Cita a ciegas”, había que seguir confiando en una foto de encargo para saber si la mujer iba a dejarte patidifuso, o el hombre subyugada. Si el amigo no traía una foto en su cartera nunca acababas de confiar en lo que te decía: que es majísima, que es guapísima, que ya verás, que yo no te miento...  Es lo que le pasa a Bruce Willis durante el primer cuarto de hora de película, que así, a pelo, sin Tinder, ni Meetic, ni otras apps del ligoteo, se presenta a la cita pensando que le están engañando como a un bobo, y que allí, arreglándose tras la puerta del baño, no le espera una mujer como Kim Basinger, sino una como Basinger Kim, némesis de su belleza.

En el siglo XXI ya todos somos humanos con apps en el bolsillo, pero en este asunto capital (quizá el más capital de todos, pues te juegas la descendencia o la soledad) seguimos presentándonos en la cafetería igual de dubitativos  Las primeras citas son tan ciegas y aleatorias como cuando entroncaban los Borbones con los Austrias, o los Windsor con los Saboya. Nada es seguro. La foto de la que caíste enamorado, o enamorada, puede ser de otra persona; puede ser viejísima; puede estar manipulada; puede ser incluso de una hija...  A mí ya me ha pasado de todo.





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El guateque

🌟🌟🌟🌟

En la teoría cinematográfica de Ignatius Farray -que sostiene que una película es buena si el contenido proporciona lo que el título promete- El guateque estaría cerca de ser una obra maestra porque en ella no hay más cera que la que arde: un guateque. Una fiesta pensada para que acudieran todos menos tú, como en la canción de Sabina: chicas guapas, tíos apuestos, caballeros con dinero. Actores que son y actrices que serán. Secretarias de los tipos importantes y esposas enjoyadas que sobrevuelan el panorama. La beautiful people congregada en la casa de diseño ostentoso, casi futurista, donde existen mil recovecos para el amor y la negociación, la aventurilla y el alcoholismo. Una fiesta de snobs, de arribistas, de adictos al sexo y buscones de la fama, a la que jamás seríamos invitados ni tú ni yo. 

    Ni, por supuesto, Hrundi V. Bakshi, el actor secundario con pinta de tolai que es el terror de los rodajes. Un metepatas legendario al que contratan para hacer de cipayo en las películas de la India colonial, pero al que nadie quiere ver cuando se guardan las claquetas y se apagan los focos para descansar.

     Pero Bakshi, en un error grafológico y garrafal, es incluido por error en la lista de invitados, y allí, en la fiesta de alto copete, será como el elefante hindú en la cacharrería. Como el tornado en la playa engalanada. El agente del caos. Peter Sellers renegrido de hindú es el protagonista absoluto de la película. Blake Edwards se limita a contemplarle con la cámara. Sellers no interpreta los gags: los hace suyos, los retuerce, les saca hasta la última gota de zumo. Nadie ha hecho el tonto como él en una pantalla de cine. El tonto absoluto. El vacío total. Ni Chaplin, ni Keaton, ni nadie. Ningún genio del cine mudo. Ellos eran más serios, más trascendentes, incluso en sus tonterías más inocentes. Sellers, lo mismo vestido del inspector Clouseau que de Bakshi el secundario, es capaz de interpretar al imbécil integral, al torpe inigualable. Al zopenco de récord mundial. Te hace reír al mismo tiempo que te pone de los nervios. 

Hay gente que no puede ver El guateque sin tomarse un tranquilizante. El tipo es irritante, inquietante, directamente asesinable. Yo me parto el culo con él.



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El nuevo caso del inspector Clouseau


🌟🌟🌟🌟

Por cada persona que va por la vida mejorando los entornos en los que vive -poniendo orden en el caos, raciocinio en la locura, belleza en la fealdad- hay otra, en el otro extremo de la campana de Gauss, que va haciendo justamente lo contrario. Es como un equilibrio de la naturaleza o de las matemáticas. Carlo Cipolla, en su libro inmortal, llamó a las primeras personas inteligentes y las colocó, dentro del eje de coordenadas, en el primer cuadrante de los actos positivos: los que mejoran el mundo al mismo tiempo que se mejoran a sí mismos. A las segundas, Cipolla las definió como estúpidas en el sentido clásico del término, y las colocó en el tercer cuadrante de los números negativos, pues ningún beneficio obtienen para la sociedad ni para sí mismas con sus conductas erráticas o directamente imbéciles.


    Allegro ma non troppo también hablaba de las personas malas, que obtienen su beneficio jodiendo a las demás, y de las personas incautas, que pierden lo suyo para ganancia del prójimo. Aunque el libro pretendía ser un tratado sobre la estupidez humana, Cipolla, al final, conseguía que sus lectores reflexionáramos sobre nuestro papel en la vida. ¿En cuál de los cuadrantes vivíamos nuestras fructíferas o improductivas existencias? ¿Y en cuál íbamos situando a las personas que vamos conociendo en el mundo real o en las películas de nuestras noches? En un análisis superficial, el inspector Clouseau vive en el cuadrante cipolliano de los estúpidos, y es como un Atila vestido de sombrero y gabardina que donde posa su mirada -o su lupa, o su tontuna- arrasa la hierba de cualquier caso a investigar. 

En el otro extremo de la ficción, a la misma distancia del badajo de Gauss, estarían la eficacia superlativa de Perry Mason o de Jessica Fletcher, que además son personajes elegantes y mansedúmbricos. Pero ya digo que esto sólo es un análisis somero. Porque a pesar de todas sus gilipolleces, Clouseau siempre termina por resolver el caso, aunque sea involuntariamente, o de chiripa, y tal vez sea ése, justamente, su talento natural, su librillo de profesional. 






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10, la mujer perfecta

🌟🌟🌟🌟

Ponce de León nunca encontró la Fuente de la Eterna Juventud en las tierras de Florida. Los indios, que no tenían armaduras, ni armas de fuego, pero sí un sentido del humor que hacía estragos entre los invasores, se rieron del europeo que ansiaba glorias y riquezas, aunque en este caso, para ser justos, el bueno de Ponce buscara algo más elevado que el vil metal. 

Con 53 años de entonces, que son como los 93 de ahora, Ponce ya había sido terrateniente, gobernador, potentado en Puerto Rico, y de riquezas materiales andaba más que sobrado. Era tiempo, vida, recorrido, lo que él buscaba en su loca expedición. O, quizá, simplemente, un remedio milagroso que le ayudara a mantener la energía conquistadora, el vigor físico, la potencia sexual de quien se había trajinado a varias indígenas en sus andaduras por el Caribe y ahora ya no podía ni levantar el sable simbólico de su hispánica hombría. El momo de Austin Powers.


    Para desgracia de George Weber en 10, la mujer perfecta, si Ponce de León hubiera buscado la Fuente de la Edad en California tampoco la hubiese encontrado. En caso contrario, cuatro siglos después, ante los primeros síntomas de su pitopausia -que son la cana en el testículo, la desgana en la cama y la obsesión por las jovencitas- George Weber sólo tendría que haber ido a la Fuente con un botijo para recuperar la alegría de vivir y regresar como un toro a su madura relación con la buena de su esposa, Samantha, que es su fiel coetánea de los cuarenta y tantos años. La que soporta todas sus rarezas y todos sus devaneos. Pero como tal Fuente no existe, y además el botijo no se estila entre la beautiful people del show business, George se consume en la angustia de quien ya se ve al otro lado del ecuador, en la otra mitad del calendario, en la edad deprimente que multiplicada por dos ya casi no da para vivir.

    Y así, incapaz de asumir la realidad, enajenado de su edad mental y de su fisiología celular, un buen día se enamora de la jovencita perfecta que viaja en limusina camino del altar. Algo así como una aparición mariana. Como un espejismo nacido de su sed. Y emprende la aventura loca de rondarla, de conquistarla, de perseguirla hasta las playas de México, haciendo el ridículo como sólo un hombre obsesionado con una mujer es capaz de hacer. Si lo sabré yo.... Quizá, el espectáculo menos edificante de toda la Naturaleza, aunque de mucho juego en las comedias y en las habladurías de los pueblos. 


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Operación Pacífico

🌟🌟🌟

Pocos días después del ataque a Pearl Harbor, a los valientes marineros del Sea Tiger les quema el ardor guerrero en el pecho. El alto mando, sin embargo, ha determinado que su submarino, que hace aguas por los cuatro costados, sea convertido en chatarra para mejor aprovechamiento de su metalamen. De pronto, estos hombres que ya soñaban con hundir barcos llenos de amarillos se han visto reducidos a meros espectadores de la gran guerra que comienza. 

    La película terminaría justo ahí, a los 2 minutos de empezar, si no fuera porque su comandante rezuma carisma por todos los poros, y porque se parece mucho a un actor de Hollywood llamado Cary Grant. El comandante Sherman, tirando de labia y de presencia, conseguirá que sus superiores autoricen la reparación de su sumergible, aunque uno sospecha que los gerifaltes -en absoluto secreto, of course- han condescendido porque anhelan que un caza japonés lo hunda de un bombazo y les ahorre los costes del desguace.


    Sea como sea, el Sea Tiger se hace a la mar y emprende sus aventuras bélicas más bien poco lustrosas, porque los japoneses andan ocupados invadiendo otros atolones. La verdadera batalla cotidiana consiste en mantener la tartana a flote -o a subflote, según las circunstancias- robando repuestos por aquí y por allá. Todo es hombría a bordo del Sea Tiger -herramientas y grasa, hacinamiento y cartas de novias, algún porculamiento clandestino en los recovecos de la maquinaria- hasta que un buen día, haciendo escala en la isla del Quinto Pino, la marinería recoge a unas miembras del ejército que habían quedado abandonadas. Las damas -porque esto es una película de Hollywood- son todas de rompe y rasga, rubísimas y esbeltas, y aunque la que menos tiene el grado de sargento, y podría hacer uso de sus galones, a la hora de la verdad -porque esto sigue siendo una película de Hollywood, recordemos-, cualquier marinero raso puede piropearlas o frotarles la cebolleta en el pasillo angosto sin ser castigado a pelar patatas, o a fregar los suelos con el cepillo de dientes.

    Desguazada la disciplina militar, los otrora aguerridos marineros se convierten en una banda de rijosos que se matan a pajas por los rincones, descuidan el mantenimiento elemental de la maquinaria, y yerran disparos como niños con una escopeta de feria. Y ya finalmente, en el paroxismo del sexo reprimido, pintan el Sea Tiger de color rosa para hazmerreír de toda la flota del Pacífico, e indignación mayúscula de los gerifaltes anteriormente mencionados, que ahora sí, fingiendo confundirlo con un submarino japonés, deciden aplazar la guerra por un rato y dedicar todos los recursos disponibles para hundir ese cachondeo flotante que se ha convertido en Priscilla, la reina de los mares.


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La pantera rosa

🌟🌟🌟

La pantera rosa iba a ser un vehículo de lucimiento para David Niven, que era un galán muy cotizado de la época. También un refrendo internacional para Claudia Cardinale, que era la actriz italiana más deseada de 1963 (y mira que había, por aquel entonces, actrices italianas que elevaban la moral del respetable). 

    Ocurrió, sin embargo, que David Niven ya no estaba para hacer el saltimbanqui por las cornisas, disfrazado de ladrón con antifaz de golfo apandador. Ni estaba, tampoco, para seducir a actrices bellísimas que casi podrían ser sus nietas. Y la Cardinale, por su lado, le tocó lidiar con las escenas más aburridas del guion, sin un mal escotazo que pusiera el solaz en nuestra mirada. Así que fueron dos personajes secundarios, el inspector Clouseau y la propia Pantera Rosa, los que aprovecharon la inanidad de los principales para comerse la película, tanto que la usurparon, y la trascendieron, y lanzaron dos spin-offs muy rentables que pasaron a la cultura popular de la comedia.

    El personaje del inspector Clouseau iba a ser el secundario encargado de hacer el merluzo, de meter la pata, de llevarse los golpes idiotas y las caídas tontorronas. Un Mortadelo, o un Filemón. Pero Peter Sellers, que en cualquiera de sus películas atraía la atención como un niño mimado, creó un personaje que todavía nos hace reír con sus gansadas básicas, de slapstick tontuno, pero tan bien trabajadas que da gusto verlo. Su inspector Clouseau, junto al  dibujo animado de la Pantera Rosa, que pasó de ser un defecto cristalográfico a un maestro de ceremonias, amenizaron muchas aburridas tardes de mi infancia, que se volvían más joviales cuando Blake Edwards estrenaba una nueva secuela en las pantallas de cine, o cuando en la tele de nuestro salón aparecía un coche futurista conducido por un niño del que salía la Pantera Rosa por una puerta de apertura vertical. 

    En nuestro televisor en blanco y negro, el bólido de color rosa parecía de color gris, aburrido y desvaído, pero los pastelitos de la Pantera Rosa que comprábamos en el kiosco para amenizar la función sí eran de un color indudable, brillante, casi diamantino. Esos pasteles de sabor indescifrable y adictivo, cargados de malos nutrientes hasta la última miga de su ser industrial, fueron otro goloso spin-off que surgió de la película de Blake Edwards. 


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Días de vino y rosas

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No duran mucho tiempo los días de vino y rosas, decía el inmortal poema de Ernest Dowson, que dicho así, con esta seguridad doctoral de libro de texto, me disfraza de bloguero muy leído, muy informado de las cosas literarias, cuando en realidad he tenido que buscar el dato en la Wikipedia que a todos nos iguala, a los incultos y a los letrados, a los que suspendían y a los que empollaban. Al final, gracias a este enorme chuletón que nos han regalado las nuevas tecnologías, se ha cumplido la profecía que anunciaba el tango Cambalache, y ya da lo mismo ser un burro que un gran profesor.



    Los días de rosas, en efecto, se pueden contar con los dedos de una mano -de dos si hay mucha suerte- porque el amor se marchita a la misma velocidad que los pétalos de las flores. Pero los días de vino, ay, para desgracia del matrimonio Clay, que pimplan y pimplan botellas de licores mucho más fuertes, duran años de tragedia matrimonial, de curdas hasta las tantas. De discusiones entre alientos que hipan y cuerpos que se tambalean. Porque al principio, de novietes, cuando los Clay todavía no eran tales, sino el señor Clay y la señorita Andersen, agarrados a la copichuela se echaban unas risas de la hostia, y veían la vida con una alegría que magnificaba todo lo bueno y relativizaba todo lo malo. Pero luego, otra vez ay, pasados los meses, la botella ya era para ellos un adminículo tan imprescindible como las gafas para ver, o el sonotone para escuchar, y sin ella ya no atinaban ni a poner un plato sobre la mesa, ni a centrar una meada en el cráter del retrete. Porque el cuerpo se les acostumbró, y el hígado se les aclimató, y casi sin darse cuenta terminaron jodiéndose primero los modales, y luego las responsabilidades, y ya finalmente la vergüenza. Perdieron para siempre aquella alegría de vivir que les salía pura del alma, cristalina como el agua del manantial, sin alcoholes añadidos, cuando gozaban de la felicidad verdadera de la juventud. 


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Desayuno con diamantes

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En la vida real, el amor casi siempre es un cruce de malentendidos. Un diálogo para besugos. Un trasiego de flechas que rara vez aciertan en el blanco. La mayoría de las veces nos enamoramos de quien no nos corresponde, o recibimos el amor de quien está condenado a nuestra indiferencia. Las miradas suelen perderse en la desgana; los sueños, en una nube; las flores, en un contenedor. En los tiempos modernos, los anhelos terminan silenciados en el whatsapp, bloqueados en el facebook, estrujados en la papelera de reciclaje. El amor, en nuestra existencia mamífera, en nuestro deambular por las aceras, es una lotería de los más afortunados, el premio más apetecible y raro del Un, dos, tres...


    Y sin embargo no nos rendimos. Somos románticos y enamoradizos. Seguimos saliendo a las calles, y a los bares, y a los patios de internet, a perseverar en nuestro sueño de mágicas coincidencias. De eso tienen mucha culpa las películas -como antaño fueron culpables los bardos, o los poetas- porque ellas nos venden el sueño de la reciprocidad, la ilusión de la plenitud. Publicidad engañosa, pero maravillosa, ante la que suspendemos cualquier suspicacia o raciocinio. Las películas como Desayuno con diamantes son clásicos cursis, inverosímiles, de personajes tan literarios como improbables, y precisamente por eso los adoramos, y nos enternecen, y nos hacen llorar en la última escena del beso, aunque hayamos jurado cien veces no caer de nuevo en tan ridícula debilidad. Ellos nos devuelven la esperanza del amor. 

    En las pantallas del cine clásico el amor es fácil y asequible. Casi un trámite administrativo. Es como si... solo hubiera que chascar los dedos. Si no fuera porque las películas tienen que durar dos horas para dar de comer a tantas personas que trabajan en ellas, las damiselas requebradas otorgarían su aquiescencia a los cinco minutos de metraje, y el resto de la trama ya sólo sería el relato porno de sus muchos encuentros con el galán, y el relato trágico, en los minutos finales, de cómo el amor antaño maravilloso se fue diluyendo y marchitando. 


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