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Bola de fuego

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Al final, todas las enciclopedias se resumieron en una sola: la Wikipedia, que ya no ocupa el altar mayor de los salones porque no está hecha de materia, sino de ráfagas de luz. La Wikipedia es incorpórea, como el saber mismo, que nunca ocupa lugar. Vive en una nube como los ángeles y se hace texto cuando nos conectamos al dios verdadero que está en todas partes. Porque Internet -¡alabado sea el Señor!- es el último dios llegado al panteón y supongo que ya el definitivo. 

Si nos lo llegan a decir hace cuarenta años, cuando mis padres empeñaron hasta el jilguero para comprar la Enciclopedia Carroggio de 40 tomos como 40 adoquines, no lo hubiéramos creído. El saber de aquella época -de cualquier época desde el empeño de los enciclopedistas franceses- se escribía sobre un papel satinado que cortaba los dedos si pasabas las hojas con mucha impaciencia. La gente con posibles se suscribía a la Enciclopedia Británica o la Nueva Larousse, y los demás íbamos rebajando el caché según los ingresos hogareños y la inflación subyacente. De todos modos, tengo que decir que la Enciclopedia Carroggio -que todavía presume de sapiencias anticuadas en casa de mi madre- era una obra muy digna que formaba parte del decorado de “El tiempo es oro”, aquel concurso de la tele que presentaba Constantino Romero y que consistía en responder preguntas buceando entre los tomos. 

“Bola de fuego” es la historia de ocho sabios que viven recluidos en un caserón para redactar una enciclopedia que alumbre las mentes de sus contemporáneos. Los siete enanitos -más el gigante de Gary Cooper- llevan años sin pisar la calle, monásticos o aspergers, o quizá homosexuales amordazados por la censura. Sea como sea, viven felices, entregados a su tarea, hasta que un día aparece la Eva de turno para ofrecerles no la manzana de la sabiduría, sino la otra manzana, la que contiene justamente el antídoto: el baile, el sexo, la tentación, la vida real... El contenido de sus continentes. Bárbara Stanwyck es la bola de fuego que hará arder el papel como en “Fahrenheit 451” o como en las novelas de Vázquez Montalbán, cuando Carvalho enciende la chimenea.







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Ninotchka

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Siendo yo muchacho, en León, en la Academia Cinematográfica de los Jóvenes Comunistas -la añorada ACJC- los comisarios políticos nos enseñaban que la camarada Yakushova era una traidora a los ideales del Partido. Ninotchka, la mujer, era un mal ejemplo para los jóvenes en formación; así que “Ninotchka”, la película, formaba parte del Índice de Películas no Censuradas pero sí Muy Poco Recomendables. El también añorado IPC-MPR...

Los maestros bolcheviques no eran como los inquisidores de los católicos: ellos no nos prohibían, pero sí desviaban nuestra atención, o nos advertían de los peligros. “Ninotchka”, en caso de que algún día cayéramos en la tentación, había que verla junto a un adulto que nos ayudara a digerir tamaño delito de sedición. Un comunista veterano que nos secara las lágrimas, que apaciguara nuestra ira, que nos consolara con la historia de alguien que hizo el viaje contrario en el mapa ideológico de Europa: alguna tovarich que pudiendo vivir como una princesa en París se decantó por compartir habitación con cuatro camaradas en el invierno de Moscú.

Pero yo, ay, no tenía adultos comunistas con los que ver “Ninotchka”, porque en mi familia todo el mundo era anarquista o simpatizante de Fraga Iribarne -los malditos extremos ideológicos. Y además, Carlos Pumares, en la reaccionaria Antena 3 radio, insistía en que la película de Lubitsch era una obra maestra que ningún cinéfilo, comunista o no, debía perderse. Así que una noche -supongo que en algún ciclo exquisito de La 2- cedí al vicio solitario de su luminosa contemplación. 

Y tengo que decir que nuestros maestros tenían razón: porque ver “Ninotchka” sin la guía de un adulto introdujo en mí la primera sombra de una duda. ¿Fue entonces cuando dejé de ser un católico soviético romano para convertirme en el socialdemócrata escandinavo que aún sigo siendo? Puede ser. Esa noche descubrí que yo era cinéfilo antes que comunista, y enamoradizo, antes que censor. Sentí, en los adentros insondables pero muy verdaderos de la tripa, que la camarada Yakushova había hecho lo correcto abandonando su patria para echarse en brazos de su amante. Entre el amor y la Revolución, lo correcto es elegir siempre el revolcón.





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La octava mujer de Barba Azul

🌟🌟🌟


A Michael Brandon no hay mujer que lo aguante: es un tipo torpe, medio autista, obsesionado con el trabajo y con los horarios. Pero es muy alto, y guapetón, tanto que se parece mucho a Gary Cooper, que ya está en los cielos. Y lo más importante de todo: está forrado. Sus inversiones en la bolsa de Nueva York van viento en popa a toda vela. No cortan el mar, sino que vuelan. Presumimos que bajo la fortuna de Michael Brandon, apisonados en los cimientos, hay un montón de familias depauperadas y medio muertas de hambre. Pero esto es una película de Ernst Lubitsch y aquí se viene a ver una comedia romántica de las de antes, con puertas que se abren y se cierran para dar a entender que hay escarceos sexuales.

Michael Brandon no es el Barba Azul de los cuentos, ni el Enrique VIII que dicen que inspiró al personaje de Perrault (gracias, Wikipedia). Brandon no asesina a sus mujeres y luego las guarda en un desván: simplemente se divorcia de ellas y después las indemniza con un pastizal. A él no le importa demasiado el dinero, y además no sufre el mal del romanticismo. Brandon sabe que las mujeres se encaprichan de él del mismo modo que él se encapricha de ellas, y que en estos niveles de la abundancia y de la belleza, el amor no es más que un juego alegre de encuentros y despedidas. El romanticismo es una enfermedad que solo padecemos los pobres y los feos, que siempre preferimos el pájaro en mano a los ciento volando.

Es por eso -porque el suyo es un espíritu libre y jovial- que cuando Michael conoce a la pequeña pero guapísima Nicole, no se enfada porque ella sea una buscavidas sin disimulos. Michael y Nicole se casarán con el único objetivo de pasárselo bien durante unas semanas y luego divorciarse. Ella obtendrá el dinero y él mantendrá su reputación de hombre insumiso. Con lo que no contaban - ay, pobres tortolitos- es que la sinceridad es el afrodisíaco más potente que existe, capaz incluso de contrariar la voluntad de los amantes más egoístas y casquivanos.


                             


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En bandeja de plata

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El título original, “The Fortune Cookie”, es la galleta de la suerte que en los chinos de provincias jamás nos ponen junto al platillo de la cuenta. El retoño y yo comimos una vez en un chino prestigioso de Barcelona y tampoco nos la pusieron, con la ilusión que nos hacía comulgar con esa hostia oriental que lleva dentro un gran consejo o un buen augurio. Puede que nos vieran tal cara de palurdos que prefirieron ahorrársela para dársela a otros comensales. Hay gente que lleva el destino escrito en la cara y ninguna galleta va a mejorárselo por muy confuciana que sea su sabiduría.

La película de Billy Wilder, en todo caso, no va de restaurantes chinos, sino de un cuñado que enreda al otro para intentar engañar al seguro fingiendo una lesión neurológica. Hacia la mitad de la película, Jack Lemmon, el fingidor, que en el fondo es un tipo legal pero vive tan enamorado de su ex mujer que cree que así podrá recuperarla, abre una galleta de la fortuna que en Estados Unidos nunca te escaquean y lee:

“ Puedes engañar a todas las personas una parte del tiempo y a algunas personas todo el tiempo, pero no puedes engañar a todas las personas todo el tiempo”.

En la película -y en internet- dicen que la pronunció Abraham Lincoln en un famoso discurso, y si non è vero è ben trovato, porque Lincoln dijo muchas cosas que han quedado en los frontispicios de las universidades y en las antesalas de los palacios. Jack Lemmon, al leer el papelito enrollado, comprenderá que tarde o temprano van a cazarle en la impostura y a partir de ahí ya todo serán dudas y arrepentimientos.

Yo, por mi parte, mientras veía estas malevolencias de Wilder y Diamond, me iba acordando de algunas compañeras de trabajo que también se pasan la vida engañando al seguro, en este caso a la Junta de Castilla y León. No es que engañen exactamente, pero vamos, que se las arreglan para que los lunes y los viernes siempre les caiga encima alguna dolencia o algún impedimento para no ir a trabajar. Ellas sí que llevan años, incluso décadas, engañando a todo el mundo, y todo el tiempo. O casi.



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La tentación vive arriba

🌟🌟🌟🌟

El código Hays dictaba en 1955 lo que se podía ver o no en una pantalla de cine. Uno de sus mandamientos prohibía que el adulterio se mostrara como un acontecimiento erótico-festivo. Nada de adultos que juegan a los médicos alegremente. La cana al aire solo podía adivinarse, inferirse de ciertas miradas y dobles sentidos. Los amantes -esos pecadores de la pradera- tenían que aparecer en pantalla no demasiado felices, no radiantes como bobos o como bonobos. O, en caso de tal, después de la aventura, terminar comprendiendo que el matrimonio que conculcaban era el paraíso perdido al que debían regresar.

 “La tentación vive arriba” cuenta la juguetona historia del tipo que se queda de rodríguez en Nueva York y de la chica sin nombre que alquila el apartamento de sus vecinos. Los responsables de aplicar el código Hays reaccionaron con prontitud, y ahora, en los extras del DVD, pueden verse varias escenas originales que no entraron en el montaje final. Insinuaciones muy pícaras que escandalizaban a las viejas y sonrojaban a los guardianes de la moral. Wilder y Axelrod se dejaron las meninges en el empeño de salvar la esencia de su comedia: negociaron, idearon, dieron mil y una vueltas a los chistes, pero al final, para su desconsuelo, tuvieron que firmar un guion que se quedó muy lejos de sus pretensiones. 

Sin embargo, vista hoy en día, su película es inequívocamente provocativa. Escandalosa, diría yo. "La tentación vive arriba" se ha vuelto moderna de puro vieja. Al final no hacía falta enredar tanto con el guion: la mera presencia de Marilyn Monroe enciende la pantalla, y aunque el adulterio con su vecino finalmente no tenga lugar, el apartamento de Tom Ewell huele todo él a sexo y a deseo. Marilyn habla, sonríe, se contonea; se tropieza con muebles, tira macetas, derrama líquidos; se levanta la blusa para disfrutar un soplo de aire fresco. Sale a la calle y se deja levantar las faldas por el aire que llega del suburbano. En cada cosa que ella hace o que dice, el espectador del siglo XXI se queda igualmente alelado, como sus antepasados de hace más de sesenta años, que se rascaban la comezón de su séptimo aniversario en cines atestados de gente.



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Ariane

🌟🌟🌟🌟


El final de “Ariane” es muy bonito: un japi-én al puro estilo de Jolivú. Dos amantes que van a despedirse en la estación de tren, deciden, en el último momento, contra todo pronóstico, emprender juntos la aventura. Y no me digan que soy un revienta-películas porque ustedes ya saben, si vieron "Ariane", o ya lo intuían, si estaban predispuestos a verla. 

Es lo malo que tienen los clásicos en blanco y negro: que salvo contadas excepciones no admiten un final infeliz o atravesado, y eso le quita mucho emoción a la experiencia. No es como en el cine moderno, que será mucho peor a decir de los críticos, pero que al menos nunca sabes qué conejo te sacará de la chistera. En el siglo XXI, un remake de “Ariane” podría terminar con Gary Cooper metido en la cárcel por acoso o con Audrey Hepburn operándose de arriba abajo para convertirse en Adolf  y casarse con Gary en algún país tolerante como España. Quiero decir que la palabra spoiler es muy moderna, de apenas unas décadas para acá, y que todo lo que tiene de molesta lo tiene también de sorpresa y de regalo. 

De todos modos, si lo pienso bien, el final de “Ariane” -ese que nunca veremos tras la cortina del "The End"- es una tragedia morrocotuda. No a corto plazo, desde luego, porque suponemos que en ese coche-cama que sale de París van a suceder cosas muy románticas por indecentes, y viceversa. Ni tampoco a medio plazo, porque el amor de Frank y Ariane viene sustentado, además de por la belleza física, por los muchos millones que maneja ese gran mago de las finanzas. Las próximas semanas o meses serán como aquel derroche de amor que cantaba Ana Belén mientras se cimbreaba. Pero ay, a largo plazo, cuando Frank Flannagan, el macho alfa, el conquistador compulsivo, el galán de las aristócratas europeas, decida que hasta aquí hemos llegado. Porque los ligones experimentados son así: para ellos, conformarse con el nuevo amor de su vida es como claudicar, como traicionarse a uno mismo, aunque ella sea tan dulce y tan bonita como Ariane. 

Pobre Ariane, la impechada violoncelista, que emprendió el vuelo mortal de la luciérnaga.





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Traidor en el infierno

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Esta es sin duda la peor película de Billy Wilder. Aunque él mismo, en el libro de conversaciones con Cameron Crowe, diga que es uno de sus orgullos. Ironías...

Aprovechando que Brackett y Diamond no figuraban en el guion, dos payasos se hicieron con la función para interrumpir continuamente la trama de las fugas y los nazis. Un disparate de Miliki y Fofó... 

- ¿Cómo están ustedes?

- Pues aquí, en el sofá, aburridos de ver esta tontería...

Ver “Traidor en el infierno” es como atender en clase mientras dos repetidores hacen chistes en voz alta y ponen sus pies sobre la mesa. Pero con chistes malos, y provocaciones sin anarquía. Qué pesaditos, esos dos presos afectados por la Cejijuntez de los Apalaches, que es una enfermedad que te vuelve australopiteco sin remedio. Resulta incomprensible que Wilder -el profesor hueso, el terror del instituto- no les metiera en vereda para salvar este despropósito de comedia. Para que la pelicula, ay, superara la prueba del tiempo. Y es que es verdad que nadie es perfecto. 

William Holden está bien, pero sale muy poco. Casi tan poco como Anthony Hopkins en “El silencio de los corderos”, aunque el recuerdo de su presencia nos traicione. Hollywood les concedió el Oscar principal haciendo de secundarios. Anécdotas y tal. Como que el jefe del campo de prisioneros es Otto Preminger, el afamado director. Un prusiano con acentorro y cabezón.

Lo más triste es que ya me olía la tostada. De hecho, “Traidor en el infierno” era la única película de Wilder que nunca había visto. Será mi sentido arácnido, que me avisa de los peligros. Iba a decir mi sexto sentido, pero ésa es otra película americana. ¿Bruce Willis salía con gabardina o con americana? Ya no lo recuerdo. Tendría que volver a verla, aunque ya nos sepamos el final. Es el privilegio de los clásicos. De muchos que rodó Billy Wilder, por ejemplo. Pero éste, en concreto, no. 





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Primera plana

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Todas las mañanas, cuando abro el periódico digital y me enfado con algún periodista que redacta las noticias con aires de literato, me acuerdo de Walter Matthau gritándole a Jack Lemmon: "¡Nadie lee el segundo párrafo!". 

Si Walter Matthau se quejaba de que el "Chicago Examiner" no aparecía citado en las primeras líneas del artículo, proclamando tener la exclusiva de la noticia, yo, tan avinagrado como él, me quejo de esos redactores que se guardan lo fundamental para el segundo o el tercer párrafo -el qué, el cómo, el dónde- y utilizan el primero para dar rienda suelta a sus ambiciones: "Ayer lunes, en la fría mañana del Páramo Leonés, en esa hora tenebrosa del amanecer..." Paparruchas. Estos tipos seguramente jamás han visto “Primera plana”, y mucho menos “Lou Grant, que fue una escuela de periodismo para todos los chavales que entonces vivíamos pendientes de aquellos currantes que dirigía la madre de Tony Soprano. Profesionales sin tacha que se recordaban a todas horas mientras redactaban las noticias: "Lo importante va siempre en el primer párrafo...".

En fin, cosas mías. Asociaciones que me vienen a la cabeza mientras veo "Primera plana" y me voy riendo casi en cada diálogo y en cada réplica; en cada ocurrencia y en cada giro argumental.  Porque el guion es de oro, y los actores son de leyenda, y Billy Wilder es un tipo vitriólico que no trata bien a casi nadie. En la película no hay ningún periodista con un mínimo de ética o de dignidad, y en eso “Primera plana” es una película de rabiosa actualidad. Ahora todo es digital e instantáneo, pero las noticias que publicaba el “Chicago Examiner” no se diferencian mucho de las que ahora nos dan los buenos días. En la prensa sigue habiendo más exageraciones que exactitudes, más intereses que moralidades. Los redactores-jefe son todos como este tipejo que interpreta Walter Matthau: paniaguados que también obedecen órdenes, urden en las sombras y sonríen con una jeta de cínicos recalcitrantes.









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Sabrina

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El tiempo, gracias a los dioses del cine, ha hecho poca mella en “Sabrina”. Solo en alguna esquina del guion hay indicios de herrumbre, de futuro resto arqueológico. La estructura de la película permanece incólume, lo que se dice clásica, desafiando a las décadas y a los vientos. Tan desafiante como esa torre Eiffel que da testimonio de que Sabrina estudia alta cocina en París para olvidar a David Larrabee, el playboy de los ricachones. El follador compulsivo de las burguesas neoyorquinas. El guapo -y atolondrado, y encantador, y manirroto- David Larrabee por el que Sabrina Fairchild, la hija del chófer, la cenicienta de los motores, siente un amor tan irresistible como imposible. 

Sabrina y David viven en la misma finca, separados apenas por unos metros, pero entre la mansión de los acaudalados y la vivienda sobre el garaje hay un muro tan insalvable como el que separaba los Siete Reinos de las Tierras Salvajes. Y como es un muro que sólo los muertos pueden escalar sin miedo a descalabrarse, Sabrina, desengañada, decide pasarse al otro lado aspirando el humo de los coches arrancados. Luego vendrá a rescatarla un caballero más bien ajado y fuera de lugar llamado Bogart Lancelot...

“Sabrina” es una película muy estimable, ya digo, pero su personaje central, la propia Sabrina, aunque tenga la belleza principesca de Audrey Hepburn, es una mujer sospechosa y antipática. Encandilada desde niña con las fiestas de alto copete que contempla desde su árbol, Sabrina ha decidido que su objetivo en la vida es casarse con un millonario -como en el título de aquella otra película- y lo mismo le da un hermano Larrabee que otro con tal de llevar la vida soñada de piscinas y cruceros. Para el espectador con un mínimo de sensibilidad, los hermanos Larrabee son dos fulanos muy poco recomendables: el mayor un tiburón de las finanzas y el menor un chulo de mierda. Uno que explota a sus trabajadores y otro que explota a su familia. Dos hijos de puta, en realidad, cada uno en su estilo. Que Sabrina tenga una fijación enfermiza por estos dos impresentables dice muy poco a su favor.



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Perdición

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El otro día, en la radio, un humorista puntiagudo afirmaba que el hombre no era el sexo fuerte -como afirma la filosofía tradicional, y la tontería cotidiana- sino el sexo bruto. Que parece lo mismo, pero no es igual. Y que cuatro millones de años más tarde, tras tanta evolución y tanto darwinismo, los hombres seguimos escondiendo dos engranajes muy sencillos y una monda de plátano olvidada en la merienda.

    Competición con otros machos y apareamiento con otras hembras: nosotros, los hombres, no conocemos otra cosa. Todo lo demás es una variación de la misma melodía. Somos monos estrábicos que con un ojo vigilan al competidor y con el otro a la gachí. Una labor tan instintiva y tan omnipresente como el comer o el respirar. Una fatiga cotidiana de la hostia, un desvelo, un runrún que no cesa. Un trabajo de 24 horas al día que acorta la vida varios años. Un desgaste consciente o inconsciente, eso da igual. Hemos venido a este mundo para expulsar espermatozoides por el grifo, y lo demás sólo es literatura, o pasatiempo, o disimulo. O represión, o caradura, o extravío de neuróticos.

    “Perdición” es un clásico inoxidable porque su meollo, su tuétano, es este asunto lamentable que yo les cuento. Y aunque en su época todos los fulanos llevaban sombrero y los trenes alcanzaban velocidades irrisorias, en verdad es una película tan moderna que parece rodada ayer mismo. 

    Fred MacMurray es un simio bien trajeado que se gana los plátanos vendiendo seguros en el territorio de Los Ángeles. Buen mozo y ligón empedernido, MacMurray aprovecha sus viajes por la comarca para bichear solteras sin compromiso o amas de casa cansadas de su marido. El butanero de la época, para entendernos. Hasta que un día soleado en los cielos -pero nublado en el destino- encuentra la perdición en forma de mujer felina, algo feúcha y con peluca de bote, pero que desprende sexualidad en cada hálito y en cada mirada. Sudor precoital en cada músculo accionado. Y, además -pero eso MacMurray no lo sabe- una maldad muy putrefacta en cada pensamiento. Una femme fatal de manual. La femme fatal por antonomasia, quizá.



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Uno, dos, tres

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La primera vez que vi “Uno, dos, tres” yo era un comunista muy parecido a Otto Ludwig, el gañán de la película. Yo también soltaba proclamas leninistas contra el imperio yanqui y presumía como si fuera mi propio país de los logros alcanzados por la URSS: la carrera espacial, y los campeones de ajedrez, y el heroísmo de Stalingrado. Y la selección de baloncesto, por supuesto, que dirigía Alexander Gomelski con aquel ocho infinito que era su única variante en ataque. Cuando jugábamos en el patio del colegio yo siempre pedía ser Kurtinaitis o Tarakanov, aunque los curas me mirasen con el ojo retorcido. 

En los cines yo quería que Maverick se estrellara con su avión y que Rocky perdiera la pelea contra Iván Drago. Cuando las plateas se volvían locas con el triunfo de los yanquis, yo me hundía en la butaca y soltaba espumarajos por la boca, esperando que algún día los soviéticos deportaran a Tarkovsky y nos colonizaran con productos molones donde siempre ganaban los héroes del rojerío.

Yo tendría que haber echado pestes cuando descubrí “Uno, dos, tres”, ofendido por su sátira. Y sin embargo me reí como un bobolón, lo que dice mucho de su categoría. Es verdad que Wilder y Diamond también se meten con el capitalismo de la Coca-Cola, pero solo para darle un cachete en el culo y decirle que no vuelva a reincidir, como curas comprensivos. Apenas un par de chistes sobre los defraudadores de impuestos y sobre las condiciones laborales en los campos de algodón. En las madrugadas de Antena 3 radio, Carlos Pumares decía que “Uno, dos, tres” era una obra maestra porque su guion era ejemplar y milimétrico. Ahora sé que Pumares también era un pepero encriptado que gozaba de lo lindo cuando le atizaban al comunismo.

Los más triste es que todos ellos -Wilder, Diamond, Pumares, James Cagney- tenían razón: al otro lado de la puerta de Brandeburgo no se estaba cociendo ningún experimento que ennobleciera a la humanidad. Solo carestía y burocracia. Pero yo, al contrario que Otto Ludwig, todavía no me rindo. Sigo siendo comunista aunque solo sea por tocar los cojones y mantener viva la llama de la lucha. La de clases, sí. 




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El crepúsculo de los dioses

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En mi recuerdo, Norma Desmond era una vieja pelleja que perdía la chaveta. Una gloria del cine mudo que echaba pestes del cine sonoro y se refugiaba en su mansión para contemplar sus propias películas, de cuando era más joven y actuaba solo con los ojos y con las muecas. 

Los cinéfilos de provincias ahora estamos muy preparados y sabemos que la vida ficticia de Norma Desmond es una versión muy exagerada de la vida real de Gloria Swanson, que en 1950 ya era un fósil viviente de Hollywood. Cuentan que Billy Wilder le hizo pasar por la humillación de presentarse a un casting para hacerse con el papel, ella que era Norma, y Norma que era Gloria, simplemente por marcar el territorio. 

Sin embargo, al consultar la biografía de Gloria Swanson, he pegado un bote del susto: la “vieja pelleja” que yo recordaba solo tiene 51 años cuando compra los favores sexuales de William Holden. Y 51 años son los que voy a cumplir yo mañana mismo... ¿Quiere eso decir que yo también soy un viejo pellejo? No me sorprendería. De hecho, la piel se me va apellejando por diversos lugares que aquí no voy a confesar. ¿Quiere eso decir que yo también podría comprar los favores sexuales de una jovencita ávida por medrar? Pues mira, eso no, porque ni  necesito los favores, ni tengo dinero, ni tengo ninguna prebenda literaria que ofrecer. En todo caso, dado mi escaso éxito literario, tendría que ser yo quien se ofreciera a una influencer sexagenaria que me introdujera en las tertulias del Café Gijón, a fabricarme un nombre y una reputación. 

“El crepúsculo de los dioses”, por lo demás, es una película para presumir mucho de cinefilia. Aunque no sé con quién la verdad, en este valle tan poco clásico de La Pedanía. Ya digo que en provincias, desde que se inventó la radio y llegan las revistas -y más tarde nos llegó el prodigio de internet- cada vez estamos más preparados y no tenemos nada que envidiar a los culturetas de Madrid. Nos sabemos todas las preguntas del Trivial: lo de Sunset Boulevard, lo de Buster Keaton, lo de Erich von Stroheim... ¿Famosa película narrada por un muerto? Bah, chupado.  




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Irma la dulce

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Hoy no se podría estrenar una película como “Irma la dulce”. Saldrían las feministas en bloque a decir que se blanquea la prostitución y que se hace comedia con los puteros. Se harían campañas, boicots, escraches... Arderían las tertulias en la radio y los canales en internet. Las gafas de Billy Wilder no sobrevivirían a la premiere en Nueva York. Pero todo esto solo es ficción: en 2023 Billy Wilder ni siquiera escribiría un guion tan suicida y problemático. O sí, pero solo por tocar los cojones, y divertirse con el espectáculo. 

Y la verdad es que tendrían su parte de razón, las nuevas inquisidoras. “Irma la dulce” se ha quedado trasnochada y un poco tontorrona. Incluso yo, que soy de los que defiende la regulación de la prostitución -que no su abolición- me doy cuenta de que la película sobrevuela alegremente el drama de estas mujeres que se exponen en la calle como gallinas en la carnicería. Hay que ser muy rijoso, muy hijo de puta precisamente, para meterse en la cama con una mujer que sabes que está siendo explotada, chuleada, golpeada incluso, cuando la recaudación no es la esperada. Y en “Irma la dulce” todas las prostitutas llevan un moratón en alguna parte de su cuerpo. Iba a decir que son como Cabiria, la prostituta de Fellini, pero Cabiria, que era tan pobre y desgraciada, al menos trabajaba para sí misma y no le rendía cuentas a nadie.

El verano pasado, en Ámsterdam, T. y yo conocimos el Barrio Rojo. Fue una experiencia chocante, que puso a prueba nuestro discurso. T. es feminista, pero no es una exaltada feminista: ella no iría insultando a los clientes por los canales, clamando por la castración química, ni querría que yo tirara el DVD de “Irma la dulce" a la basura, como penitencia por mis cinéfilos pecados. Las prostitutas de Ámsterdam también trabajan en expositores, y es verdad que uno siente un poco de vergüenza, y hasta de culpa, paseando por allí. Pero sus condiciones laborales no tienen nada que ver con las de Irma y sus compañeras. En Ámsterdam, por fortuna, no hay lugar para los redentores como Néstor Patou.





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Testigo de cargo

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Al final de la película, mientras salen sobreimpresionados los títulos de crédito, -cómo echamos de menos esos créditos del cine clásico- una voz en off ruega a los espectadores que guarden silencio sobre el giro final de la película. Que no se lo cuenten a nadie para no jorobarles la sorpresa y mantener el flujo de espectadores a las plateas. Una petición 2x1:  buena para el espíritu y buena para el negocio.

“¡Ostras! ¿No sabes? Al final de la película ella..., y él... ¡Buf! Nos quedamos con la boca abierta...” Y ya la jodías con "Testigo de cargo". Como hay gente que ahora te jode las ficciones que llevabas por la mitad o tenías pendientes de estrenar. Yo -lo reconozco- he sido tantas veces jodido como jodedor. Ya dijo Camilo José Cela que no es lo mismo estar jodido que estar jodiendo, y le doy toda la razón. Solo se parecen en que te quedas con la misma cara de bobo: jodiendo, porque has metido la pata y sientes vergüenza de ti mismo; y jodido, porque te pinchan el globo y reprimes las ganas de asesinar.

¿Cuándo prescriben los spoilers? Supongo que nunca. “Testigo de cargo”, por ejemplo, lleva 65 años rodando por las cinefilias. Acaba de cumplir la edad de jubilación y sin embargo yo no me atrevería a abrir un debate sobre ese final de las mandíbulas descolgadas. Siempre hay alguien que no la vio, o que le gustaría revisarla... De hecho, yo no debería dejar ni siquiera esa pista. Porque entonces ya pongo en guardia, y en cierto modo adultero el “hecho visionario”. De hecho, debería dejar ya de escribir...

(Ahora que está a punto de comenzar el Mundial de Qatar, conviene recordar a Alfredo Di Stéfano de comentarista en el Mundial 90. Pasaban por la noche, en diferido, el Alemania-Yugoslavia de la primera fase. En el salón de mi casa, yo solo conmigo mismo, todo era expectación y palomitas. Y de pronto, don Alfredo, acomodado en la silla del estudio, olvidando que los espectadores no sabíamos el resultado, nos dice a modo de presentación: “Alemania jugó muy bien. Y, bueno... Yugoslavia también.”. Puedo dar testimonio de ello, como testigo de cargo. Al final ganó Alemania 4-1, ya sin emoción ni congoja).





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Con faldas y a lo loco

🌟🌟🌟🌟🌟 


-    Cariño, he de ser sincero contigo. Tú y yo no podemos casarnos.

-    ¿Por qué no?

-    Pues, primero porque no soy rubio natural. Vamos, es que ni soy rubio, como puedes comprobar. Y jamás me teñiría de rubio si me lo pidieras.

-    No me importa.

-    Y no fumo. ¡No fumo nada! Aunque me gustaría, ¿sabes?, porque cuando me pongo nervioso, en lugar de meter un pitillo en la boca y entretenerla, digo cosas de las que al final siempre me arrepiento. Los fumadores son más elegantes por eso, porque se callan mientras fuman.

-    Me es igual.

-    ¡Tengo un horrible pasado! Como todo el mundo. No con una saxofonista, pero casi.

-    Te lo perdono.

-    Nunca podré tener hijos. Más hijos, quiero decir. Y aunque pudiera, ya no sería su padre, sino su abuelo.

-    Los adoptaremos.

-    No me comprendes, cariño. No soy un hombre. Soy un medio hombre que llora con las películas, que se emociona con los violines, que no tiene carnet de conducir. Que no sabe nada de mecánica y no podría arreglarte ni un enchufe miserable. Que no tiene aspiraciones de gourmet ni habilidades de cocinero. Que se pasa la vida viendo fútbol, y leyendo y escribiendo, y soñando pájaros. Un perfecto inútil.

-    Bueno, nadie es perfecto.





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El apartamento

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Hace pocos meses, de madrugada, una mujer que conocí en las redes sociales me contaba por teléfono las desgracias de su vida. Mayormente su relación con los hombres, que al parecer había sido caótica, insatisfactoria, llena de trampas y malentendidos. Yo no daba crédito a la fotografía que coronaba su perfil de WhatsApp: una pelirroja guapísima, de cabello corto, de ojos verdes y pizpiretos... Su voz era como el cantar de los nenúfares, si los nenúfares cantaran. Vivía un poco lejos de La Pedanía, pero ella venía hacía mí como el bólido de Fernando Alonso, sin parar en los semáforos. Yo estaba seguro de que esta mujer me estaba confundiendo con otro, porque ella venía de jugar la Champions League de los amores: maromos con pasta, yates amarrados, suites de cinco estrellas, pechos fornidos y bronceados. Ese era, al menos, el paisanaje que ella me desgranaba: yuppies de Madrid, abogados de Barcelona y artistas de Luxemburgo. La Champions, ya digo.

A mí, al principio, me daba que esta mujer estaba piripi como una cuba, o que me tomaba el pelo por una apuesta con las amigas.  Pero no: ella valoraba precisamente que yo fuera un anacoreta de La Pedanía, un bobolón del corazón, un desentendido de la moda...  Tan “diferente” a todos los demás. Tan “molón”, me dijo incluso.

-          Ojalá algún día encontrara a un hombre como tú -me soltó ya pasadas las dos de la madrugada.

Un hombre como yo soy... yo, obviamente, pero no me atreví a decírselo. Para qué. Ella se parecía mucho a la señorita Kubelik de “El apartamento”, en la cara y en los lamentos, y la señorita Kubelik estaba muy perdida en sus laberintos. Las mujeres así nunca encuentran la salida, o la encuentran demasiado tarde. O no quieren encontrarla.

-          ¿Por qué nunca me enamoro de una persona como usted? -se lamenta la señorita Kubelik ante Jack Lemmon, recordando que está fatalmente enamorada de un tipo impresentable, un mierda y un manipulador que es el jefe de la empresa.

-          Ya, bueno... -responde Jack Lemmon con el corazón destrozado-. Así es como son las cosas.







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Larry David. Temporada 10

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(Este texto fue escrito el 20 de marzo de 2020, día VI del Confinamiento)

Larry David, nuestro Larry, sigue desenvolviéndose con aire juvenil. Le queda comedia para rato, y yo doy gracias a los dioses. Larry, en su serie, come ensaladas y macedonias en los restaurantes de Hollywood; pasta sin salsas, y carne a la plancha, dando ejemplo. Se cuida. Está fino. Se ha convertido en un madurito la mar de interesante, capaz de ligar con mujeres a las que saca treinta años o más.  Larry también está en plena forma para el chiste, para la ocurrencia, para la maldad. Tiene palique para rato. Aún cumple en la cama como un caballero y no le hace ascos a las prácticas más placenteras. Y está podrido a millones, claro, los que ganó escribiendo y produciendo “Seinfeld”.

Pero la Wikipedia nos canta que Larry ya tiene 72 años, casi 73, y me invade la tristeza al pensar que esta décima temporada de su show -que no baja el ritmo, que no defrauda jamás, que sigue siendo la comedia más vitriólica de los últimos años junto con “Veep” - podría ser, ay, la última de sus aventuras autoparódicas.

    Ya digo que a nuestro amigo Larry se le ve igual de ágil, lustroso, perspicaz y puñetero.  E incluso más, ahora que al humor del diablo le suma el humor de la vejez. Pero me temo, ay, que dentro de nada se va a paralizar Hollywood por culpa del virus de los cojones -no de los cojones, quiero decir, sino de las vías respiratorias-, y que para cuando se reactive la maquinaria, y Larry se ponga con la undécima temporada, y venga a hacer escarnio de estos tiempos tan histéricos (que nos van a dar muchos argumentos para recordar lo estúpidos que somos),  a lo mejor ya no está entre nosotros, o le dicen los del seguro que ya basta, que hasta aquí hemos llegado. Como hicieron con Billy Wilder, en su tiempo, que también era otro cascarrabias al que obligaron a parar cuando aún tenía cien argumentos guardados en el cajón, para hacernos reír y pensar al mismo tiempo. Billy, un pre-Larry. O Larry, un post-Billy.

(25 de noviembre de 2021: ¡Larry ha vuelto! Ya anda por ahí la 11ª temporada. Alabados sean los dioses).







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El gran carnaval

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El Albuquerque Sun-Bulletin es un periódico de Nuevo México que recoge las anécdotas del gobernador y las cacerías de serpientes. Y Chuck Tatum, su periodista estrella, se aburre como una ostra en su mesa de trabajo. Él ha escrito para los periódicos más importantes del país persiguiendo corrupciones políticas, estafas bursátiles, héroes caídos en desgracia. Si no fuera por su adicción al alcohol y a las mujeres de los directores, no estaría en medio de la nada cubriendo noticias más dignas de un chupatintas que de un reportero fetén. Tatum ha tenido la mala suerte de aterrizar en Albuquerque con sesenta años de adelanto. Los Pollos Hermanos todavía no han cruzado la frontera con sus camiones cargados de producto y Héctor Salamanca es un recién nacido que está aprendiendo a descabezar muñecos en su cuna. Walter White, todavía nonato, no ha sufrido el cáncer de pulmón que terminará transformándolo en el temido Heisenberg. 

    En el Albuquerque del siglo XXI, con la DEA por aquí, los crímenes por allá, y Saul Goodman lavando el dinero sucio de tirios y troyanos, Chuck Tatum no hubiera dado abasto con tanto sobresalto noticiable. Pero en el Albuquerque de los años cincuenta sólo hay calma chicha y algún accidente de vez en cuando. Como el de Leo Minosa, buscador de reliquias indias en las montañas, que yace semivivo, medio muerto, en una cueva de espíritus malditos. Tatum decide que finalmente ha llegado su noticia. Un moribundo atrapado bajo los escombros significa una familia en vilo, un pueblo pendiente, un estado movilizado. Quién sabe si una nación al completo interesada. 

    Sólo hay que aliñar bien la ensalada y vender el producto. Y tapar la boca a los que aseguran que Minosa podría ser rescatado en pocas horas con una simple labor de entibación. Les pones un billete en el bolsillo y ya aseguran que es mejor horadar la montaña desde arriba. Un camino más lento, pero más seguro, y así tener seis días de drama garantizados. Seis días de crónicas firmadas por Chuck Tatum desde el desierto de Nuevo México. Tatum está harto de esperar a la realidad y decide crear la suya propia aun a riesgo de la vida de un hombre. Comienza el gran carnaval. Pocas veces Billy Wilder destiló  tan mala baba.



 
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La vida privada de Sherlock Holmes

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Ni siquiera Sherlock Holmes es inmune a los encantos de una mujer: eso es lo que hemos aprendido viendo La vida privada de Sherlock Holmes. Que el detective de la inteligencia preclara, del espíritu impertérrito, el vulcaniano que se afincara en la Tierra mucho antes de construirse la nave Enterprise, también se cortocircuita como un robot averiado cuando una extraña dama aparece en Baker Street con el vestido mojado que transparenta las formas.

    Holmes, en una escena anterior, le ha dicho a su amigo Watson que ninguna mujer es digna de confianza. Que su dilatada práctica profesional, y su dolorosa experiencia personal, le han convencido de esta verdad incuestionable que guía sus pasos por la vida. Todos pensamos que Holmes es un misógino irredento que ve en las mujeres la encarnación del diablo, de la tentación, de la inferioridad intelectual incluso, pues no hay que olvidar que nos hallamos en el siglo XIX y que estos pensamientos eran muy comunes por la época. Pero luego, con el paso de los minutos, vamos comprendiendo que nuestro amigo Sherlock no es realmente un misógino, sino un sherlóckgino, si así pudiéramos decirlo. Es él mismo quien no se tiene demasiada confianza. Él mismo quien se achanta ante la presencia turbadora de una mujer. Lo descubrimos en su rostro preocupado, y en sus gestos envarados, la primera noche que Gabrielle Valladon hace posada en el 221B. Holmes sucumbe ante ese rostro hermosérrimo que solloza y pide ayuda. Ante ese cuerpo sonrosado que a veces se destapa en el revoltijo de las sábanas prestadas. Quizá no es amor todavía, pero sí su embrión, su semilla, y Holmes ya casi siente que la planta florida trepa por su garganta, ahogándole de gozo. Y lo que es peor: nublando su inteligencia, que hasta entonces no tenía rival en el otro centro neurálgico, allá en el escroto, donde el cerebro irracional dormía el sueño sin mujeres. 

    La vida privada de Sherlock Holmes es también la lucha privada de Sherlock Holmes: la que habrán de sostener la frialdad profesional y la calentura que ya le entibia los pantalones. El hombre supra-evolucionado frente al antropoide que nunca se había ido del todo.




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Avanti!

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La idea original de Avanti! era que el señor Wendell Armbruster  estuviera liado con el botones del hotel Excelsior, y que el escándalo mayúsculo de dos amantes adúlteros fuera todavía mayor. Pero corría el año 1972 y los ejecutivos del estudio disuadieron a Billy Wilder de rodar tal atrevimiento. El amor truncado que luego habrían de enterrar la señorita Piggott y el heredero Armbruster fue, finalmente, un romance de exquisita heterosexualidad, con cenas a la luz de las velas, rondalla de músicos italianos y playas accidentadas donde siempre hay un roquedo oculto en el que desnudarse.

    Curiosamente, los desnudos de Jack Lemmon y Juliet Mills -dos culos y dos pechos blanquecinos y mortales tostándose al sol- sí pasaron el filtro puritano de los mandamases en Hollywood, que tal vez lo consideraron un mal menor frente a la idea primera de colocar dos pollas contemplando las aguas del mar Tirreno, como dos periscopios en el ardor de la pasión, o dos polluelos de gaviota en el remanso de la satisfacción. La censura española -of course- no se dejó engañar por esta celebración del amor estival y retozón, por muy heterosexual que fuera. Y pporque, además, suponía el adulterio flagrante del heredero Armbruster, y el adulterio es un pecado muy gordo en cualquier orilla de los océanos.

    Donde no sé si existió otra censura mayor, radical, casi patriótica, de Avanti!, fue en la católica y soleada Italia, lugar idílico donde los nativos de la película se desviven para que los americanos con posibles dejen los dineros y las sonrisas. La imagen que se da de los italianos -y más concretamente de los italianos del sur- es un sainete casi tercermundista, con mafiosos desdentados, lugareños extravagantes, camareros chantajistas, burócratas ineficaces y mujeres tan cejijuntas y bigotudas que obligan a sus maridos a emigrar a Estados Unidos en busca del sueño de la Rubia Anglosajona. Y pasarse así, de polizones, a otra película muy famosa del año 1972 que ya no iba de americanos enterrando familiares en Italia, sino de italianos enterrando fiambres en los Estados Unidos. 



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