Mostrando entradas con la etiqueta Benedict Cumberbatch. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Benedict Cumberbatch. Mostrar todas las entradas

El poder del perro

🌟🌟🌟🌟


Del agua mansa me libre Dios, que de la brava me libro yo. Lo decía mucho mi abuela cuando yo era pequeñín. Pero como era pequeñín, no terminaba de entenderla. A mí me parecía más bien al revés: que Dios, o Jesusito de mi Vida, que era niño como yo, estaban en la Torre de Vigilancia para defendernos del agua brava: de las olas gigantes, y de los ríos desbocados. Y que para el agua mansa -que era el agua de los charcos, o de los arroyos sin profundidad- bastaba con pegar un saltito o coger la mano de mamá. Hablamos de las personas, claro. Y de Benedict Cumberbatch en particular, que parece el río desbravado de esta película.

Mi abuela hablaba de los bocazas como él, de los faltones pendencieros, que a veces no son tan peligrosos como los pintan. O sí, según... Pero que aun siendo peligrosos, se les ve venir a la legua y puedes levantar las barricadas. Están ahí, enfrente, posicionados. En cambio, de los falsos que sonríen, de los sicarios que disimulan, es mucho más difícil guarecerse. Los quintacolumnistas son la gente más peligrosa que puedas imaginar. Pueden pasar por perfectos desconocidos que te cruzas al pasar, pero también pueden ser tus amigos, tus parientes, cualquiera que te siga el rollo. Tus amantes incluso. El peor enemigo puede ser quien te besa cada mañana jurándote fidelidad mientras rumia su venganza, o planea su deserción. El agua mansa...

Por otro lado, tengo que decir que me toca mucho los cojones que la Biblia se meta tanto con los perretes, yo que tengo uno, y que además estoy convencido de que ellos son los ángeles del Señor, inocentes y tontunos. Aquellos barbudos del desierto que tanta turra nos dieron con sus guerras por el agua -qué otra cosa, sino, es el relato de la Biblia- tenían a los perretes por seres sucios, inmundos, poseídos casi siempre por diablos. Yo pensaba, siguiendo a mi abuela, que lo del poder del perro hacía referencia al perro ladrador y poco mordedor. O al poco ladrador pero peligroso de cojones. Pero no: no era eso. Mecachis lo profetas. Eddie, a mi lado, asiente con su cabecita.




Leer más...

War horse

🌟🌟🌟

Las enciclopedias hablan de un cineasta llamado Steven Spielberg que nació él solito en 1946. No quiero gracias al Espíritu Santo, ni por generación espontánea, sino que nació -ay, madre, cómo escribir esto ahora -sin une hermane gemele o mellice. Cuentan que Spielberg era un chaval muy precoz que ya filmaba sus juegos infantiles con una cámara Super 8, como -ay, Jesús- les niñes de aquella película. Pero uno está convencido de que aquel día, en Cincinnati, nacieron dos niños a la vez, y que por alguna razón que algún día desclasificará su gobierno, el hermano gemelo, al que yo llamo Spielberg Steven, permanece protegido en el de anonimato.

No hay otra explicación para entender esta serie binaria de grandes películas y películas decepcionantes. Se ve que cuando Steven Spielberg está en enfermo, o no le apetece dirigir, llaman a su hermano Spielberg Steven para que le sustituya. Le ponen la misma gorra, las mismas gafas, la misma barbita de nerd, y arreando... O quizá suceda al revés, que el talentoso sea el ignoto, y el torpe el conocido. 

Sea como sea, estos dos gemelos son como el yin y el yang, como la cal y la arena. Uno es el artífice de Indiana Jones, el visionario de Minority Report o de Inteligencia Artificial. El genio que nos montó en las barcazas para desembarcar en Salvar al soldado Ryan, o  nos hizo soñar con los extraterrestres en ET o en Encuentros en la tercera fase. El tipo que una vez se pasó al blanco y negro para rodar la película definitiva sobre el Holocausto... El dios de los cinéfilos provincianos que nunca creímos en Dreyer, ni en Godard, ni en Manoel de Oliveira.  El dios de los sindiós.

El otro es el que utiliza los golpes bajos del melodrama. El que cuenta el final de sus películas con dos horas de antelación. El que dice hacer clasicismo cuando se entrega con gusto a la cursilería. El que da la brasa con los hijos de los padres divorciados. El que usurpa el nombre de su hermano para endilgarnos, cada cierto tiempo, una película de impecable factura, de actores cojonudos, de fotografía bellísima, intenciones irreprochables, pero que al final te deja aburrido en el sofá, reprimiendo los bostezos. Confundido una vez más sobre la identidad aleatoria y enigmática de estos dos fulanos.




Leer más...

Doce años de esclavitud

🌟🌟🌟🌟

Poco después de haber visto Doce años de esclavitud, en una de esas casualidades que a veces unen la vida real con la vida en las películas, los jugadores de la NBA, al otro lado del charco, han decidido plantarse y no jugar los partidos del día, a modo de protesta, de ya estamos hasta los cojones, porque la policía ha vuelto a abatir a un ciudadano negro por un quítame allá esas pajas. O directamente por nada, porque sí, porque los maderos andarían de mal jerol y a algo tenían que dispararle, como el señorito Iván en Los Santos Inocentes, a la Milana Bonita.




    Han pasado casi doscientos años desde que Solomon Northup fuera secuestrado y convertido en esclavo de las plantaciones, y el racismo en Estados Unidos sigue ahí, imperturbable, consustancial, como una mugre que formara parte del mito fundacional. Ni Lincoln, ni Rosa Parks, ni Martin Luther King… Ni los jugadores de la NBA, me temo. Abraham Lincoln… El muy listo abolió la esclavitud sólo para dar paso a la explotación laboral, que convenía más a los industriales del Norte, y tras la Guerra de Secesión, los negros regresaron al tajo con el único beneficio de que ahora ya no les podían azotar -al menos en público- si no se entregaban como bestias a su trabajo. Antes no les pagaban nada, y les proporcionaban una comida de mierda, y después empezaron a pagarles una mierda para que pudieran comprarse la misma comida de antes. Un cambiazo de Mortadelo, una engañifa, un truco de trileros para que Abraham Lincoln pasara a la historia como un prócer de la Patria.

    Pablo Ibarburu, el humorista, dice que una película, para que mole, debe tener un protagonista que supere un conflicto, y que aceptado esto, los negros de las películas tienen una cosa, que es “problemas”, mientras que los blancos tienen otra, que es “inconvenientes”. Una peli de blancos -decía- es ”Colega, ¿dónde está mi coche?”; una peli de negros es “Doce años de esclavitud”. Pues eso.


Leer más...

Vengadores: Infinity War

🌟🌟🌟

El otro día, en un foro de internet que suele hablar del amor y de las flores, regresaron las teorías conspiratorias sobre el origen de esta pandemia. Como avispas retornadas... El consenso general en Speaker’s Corner es que algún gobierno canalla ha soltado el virus para exterminarnos, así, en plural, a tomar por el culo todos, que uno se pregunta que harían los gobiernos sin nosotros, el pueblo llano: echar el cierre, quitarse las corbatas y ponerse a plantar lechugas, digo yo. Y agacharse a recogerlas, claro, que es lo más jodido, sin parias que estén dispuestos a cobrar la mitad de lo que cobrarías tú por el trabajo,  para que en la próxima lechuga te propongan un nuevo contrato y agaches la cabeza, resignado. No nos aman, pero no pueden vivir sin nosotros.



    El razonamiento de los conspiranoicos no se sostiene, pero uno, por educación, hace como que no lo ha leído y sigue para delante, con sus pesquisas y sus lecturas. Cada uno, con sus cadaunadas, que decía mi abuela…  Otros disertadores cadaúnicos apuntan la posibilidad más selectiva de que los chinos o los americanos hayan diseñado este virus para ahorrarse un pico en las pensiones, un verdadero matasuegras, y matasuegros, y en esto me recuerdan a los que decían hace treinta años que el virus del SIDA lo habían fabricado en Occidente para acabar con la población africana, que daba mucho la lata en los telediarios, y le amargaba la comida a más de uno con las imágenes de las hambrunas, y el miedo a la invasión de los famélicos. Mucho lío, veo yo, en esto de diseñar virus en laboratorios, con lo fácil que sería envenenarnos el agua, o dejarnos sin fútbol no dos meses, sino dos años, a los futboleros, y morirnos de asco casi la mitad de los terrícolas.

    Si algún día me dejara llevar por estas teorías genocidas, creo que me apuntaría a la que sostiene que Thanos, el supervillano de Los Vengadores, no es un personaje de ficción, sino un impresentable bastante real y forzudo, nacido en Titán, que sueña con cargarse a la mitad de los seres vivos del ¡Universo! porque vive angustiado con la posibilidad de que la superpoblación devaste los planetas y arruine su belleza.

    Para alcanzar tal superpoder de exterminio, Thanos necesita poseer las Seis Gemas del Infinito, que son Siete, en algunas mitologías, y para impedírselo, a hostia limpia, como sucede siempre en estas películas, se plantan ante él Los Vengadores en quimérica alineación. Los Vengadores, de todos modos, son una banda de superhéroes que me parece a mí que ya está un poco en las últimas giras triunfales, como los Rolling Stones.



Leer más...

El topo


🌟🌟🌟🌟

No sé muy bien por qué, en la deriva ociosa de estos días, he terminado releyendo las viejas novelas de John le Carré y Graham Greene, ambientadas en los tiempos de la Guerra Fría. Quizá porque la Guerra Fría sigue sin descongelarse entre chinos y americanos, entre europeos del norte y europeos del sur, y en esta crisis las viejas tácticas de intoxicación y propaganda han vuelto a ponerse de moda, y se guerrea mucho más en los despachos burocráticos que en los cuarteles de la OTAN.

    Los dos, John le Carré y Graham Greene, fueron agentes de inteligencia al servicio de Su Majestad, y saben bien de lo que hablan cuando relatan ese ambiente de los conciliábulos, de los vasos de whisky que se comparten al final de la jornada entre colegas que se admiran y se envidian entre sí. Y que también, por supuesto, se espían por el rabillo del ojo, por si alguno de ellos fuera el famoso topo que trabaja para los soviéticos.



    Los dos autores escriben con un tono parecido, tristón y lluvioso, y eso no puede ser casualidad. Se nota que abandonaron la carrera por la misma puerta de atrás, la de los desencantados que tenían historias que contar. Los personajes de sus novelas son hombres inteligentes pero grises, que ya vienen de vuelta del oficio, o que permanecen en él porque se les da bien espiar y enredar, y de algo hay que comer. Hombres que al principio se apuntaron porque pagaban bien, porque les daba caché ante las mujeres, o, simplemente, porque querían hacer carrera dentro de la administración.

    Algunos, incluso, empezaron creyendo que libraban una guerra trascendente contra el comunismo manejando teletipos y sellando documentos con el “top secret”. Pero poco a poco descubrieron que su trabajo sólo era un trasiego de papeles, un tráfico de secretos que en el fondo no eran más que gilipolleces, cosas muy banales que unos se robaban a otros para justificar los sueldos y los viajes a Estambul, o a Viena, donde se cortaba el bacalao de los intercambios y se compadreaba un poco con el enemigo, entre alcoholes y prostitutas.

    La Guerra Fría, como todos sabemos, la ganó la hamburguesa, y no la carrera de armamentos, ni la labor de los intrigantes. Los alemanes de la RDA que derribaron el Muro de Berlín sólo querían probar la McRoyal con queso, que veían a todas horas anunciada en la televisión occidental.



Leer más...

1917

🌟🌟🌟🌟

Para no herir la sensibilidad del espectador y hacer como que la guerra era una cosa de mentirijillas, las películas de nuestra infancia mostraban batallas casi  incruentas, sin hemoglobina, más parecidas a las representaciones historicistas que a la guerra real que huele a mierda y a sangre. Y a cadáveres en putrefacción. Los alemanes muertos -porque casi siempre eran alemanes, pobrecitos- se limitaban a desmadejarse ametrallados por el héroe o desplomados por las explosiones. Ningún soldado de aquellos sangraba gran cosa al morir, y por supuesto, nadie moría despedazado, o destripado, o con media cara volada de un disparo. Eran muertos de paja, teatrales, de museo de cera. Figurantes que caían. Como los indios que se caían de los caballos, o los vietnamitas que saltaban por los aires.



    Las películas de nuestra infancia siempre las protagonizaban hombres maduros, de pelo en pecho, galanes curtidos que paseaban sus galones por los despachos, o que quedaban muy varoniles metidos en el barro, con el traje de faena, fumando un pito y soltando un chiste de testosterona antes de entrar en combate. La guerra -nos querían decir- era para tíos-tíos, la crème de la crème, lo mejor de cada casa, John Wayne, y Robert Mitchum, y  Alfredo Mayo en Raza -que pal caso, patatas-, y tú, chaval, si te aplicas, si te apuntas a la fiesta, podrías ser uno de ellos: ganarte la gloria con la metralleta y luego besar en fila a todas las mujeres.

    Recuerdo que uno, con catorce años, que había vivido toda su infancia con los Madelman, y los Geyperman, y los soldaditos de Montaplex, todavía fantaseaba con estas glorias de mierda hasta que un día vio Platoon en el cine y descubrió, mientras sonaba el Adagio para cuerdas de Barber, que los soldados, en cualquier guerra, los verdaderos matariles y morituris que mueren gritando y sangrando, son chavales, jovenzuelos, pibes engañados en el mejor de los casos. Reses secuestradas, casi siempre. Apocalypse Now ya nos había enseñado que en la guerra todo el mundo está loco, o se vuelve loco a la fuerza, y Platoon nos pegó dos bofetones de realidad en la cara, y otros dos en los cojones desinflados, Lo bélico, en nuestra fantasía, se volvió terror y pesadilla. Comprendimos que la gran suerte de nuestra generación -y posiblemente de la generación de nuestros hijos- sería no haber participado nunca en el asalto a una trinchera, ni haber desembarcado jamás en una playa barrida por las balasá. 1917 es un espectacular  recordatorio de todo aquello que aprendimos y que nunca deberíamos olvidar. La isla de Perejil, para la primera gaviota que se la pida.


Leer más...

Patrick Melrose

🌟🌟🌟🌟

Yo soy de los que opina (y la edad, y las lecturas, y la esclerosis del pensamiento, me van haciendo cada vez más contumaz) que son los genes los que marcan nuestro carácter. Ellos son los pequeños Umpa-Lumpas que dirigen nuestro destino, como dijo Heráclito de Éfeso, que fue un sabio muy respetable que nada sabía de los guisantes cruzados de Mendel, ni de los enanos trabajando en fábricas de chocolate.

    Las experiencias de la vida sólo ponen una capa de barniz al armazón de acero inoxidable: los pelos así o asá, tal música en el iPod, o en la radio del coche, el tatuaje en el brazo o en el culo, ciertos manierismos a la hora de hablar o de caminar por la calle… Los genes nos zarandean de aquí para allá hasta encontrar los amores o los trabajos, pero el barco siempre es el mismo, inmutable en su estructura desde el astillero que lo construyó hasta el desguace que lo despiezará. A veces la experiencia nos rasga una vela, o nos abre una vía de agua, o nos hace encallar en una playa para tomar decisiones importantes. Pero no suelen ser males que alteren el rumbo que venía inscrito en el código genético.

    A veces, sin embargo, como excepciones a la regla, existen congéneres como Patrick Melrose que sufren traumas que alteran las cartas de navegación. Hay ciertos abusos -y que un padre te viole sistemáticamente en la niñez es uno de ellos- que son capaces de trastocar el funcionamiento prescrito de las proteínas, y conforman un ser humano distinto del que venía descrito en el manual. Patrick Melrose había venido al mundo para pegarse la vida padre de los ricachones, porque sus antepasados poseían los genes de la avaricia, y de la ausencia de escrúpulos, y fueron forjando la fortuna familiar explotando a los indios de las colonias o a los obreros del Lancashire. A Patrick Melrose le esperaba una vida regalada, sin estrés, de estancias en Londres durante el invierno y de casas en el sur de Francia en el verano. La dolce vita, o la sweet life. Pero los mismos genes que juntaron los millones de libras también construyeron un padre colérico y dominante, abusador y deleznable, que hizo de Patrick Melrose un hombre escindido, tan presto a celebrar la vida como a suicidarse, a buscar el amor como a entregarse a todas las drogas. 

Patrick Melrose es un barco a la deriva, con dos rutas contrapuestas que le hacen girar en círculos sobre el mar, como nos enseñaban en la física del Bachillerato.



Leer más...

Agosto

🌟🌟🌟🌟

Cuando no es Navidad, las familias mal avenidas tratan de esquivarse como pueden. Hijos y madres, sobrinos y abuelas, se inventan excusas para no coincidir y no terminar a voces o a reproches. O incluso a hostias. Fingen teléfonos entrecortados, enfermedades contagiosas, labores incompatibles... Pero llegan las fiestas entrañables y la mayoría no es capaz de resistir la presión. Son los anuncios de la tele, o las luces del vecino, o el turrón que compraron antes de tiempo y que al morderlo les traslada a los tiempos de la infancia. Piensan que, quizá, esta Navidad va a ser diferente porque es año bisiesto, o impar, o cualquier otra razón cabalística. La primera Navidad de otras muchas felices que están por llegar... Sólo es cuestión de ponerle voluntad, de dejarse llevar. Dos mil años de tradición no pueden estar tan equivocados.

    Sea como sea, al final las familias disfuncionales se reúnen a finales de diciembre del mismo modo que la familia Weston se reúne a mediados de agosto en la película. Y nunca sale bien, la encerrona. En Nochebuena la cosa suele ir más o menos templada en el aperitivo del consomé, o en el primer ataque a los langostinos. Hay sonrisas, buenas intenciones, la conversación fluye... Pero llega el plato principal y algo empieza a agitarse dentro de las tripas. La primera sensación de una impostura, de una farsa teatral. Es entonces cuando alguien, el menos contenido de la familia, lanza la primera puya, quizá en tono irónico, sin maldad consciente. Pero esa puya tontorrona abre la primera grieta, y es como el primer alemán del Este que empezó a aporrear el muro de Berlín con el mazo... Llegan los postres y ya todo es hostilidad entre los comensales. La familia ha regresado a su ser, a su verdadera esencia de incomunicación, y las viejas historias ponzoñosas apenas dejan saborear la bandeja final de los dulces.





Leer más...

Sherlock. Temporada 4

🌟🌟🌟

O en la cuarta temporada de Sherlock ya están rizando el rizo de lo detectivesco (y esto es como El sueño eterno y la trama resulta tan fascinante como imposible de seguir), o yo me estoy volviendo más tonto cada día y me veo incapaz de seguir el ritmo de las ocurrencias. Lo más seguro es que estén sucediendo ambas cosas a la vez: que los guionistas de Sherlock ya no sepan cómo sorprender a los entusiastas, y que yo, en paralelo. que ya sufro la decadencia que anunciara Louis C. K. en Louie -un declive en progresión geométrica, y no aritmética-, tardo horrores en deducir una trama donde el desafío intelectual sobrepasa los límites de mi inteligencia, que tampoco es que en los tiempos de la juventud fuera muy aguda ni preclara, precisamente.

    Entre eso, y que el último episodio es un remake de Falcon Crest donde los familiares ya no se pelean por el petróleo de Texas o por los viñedos de California, sino por medirse el cociente de inteligencia que caracteriza a todos los Holmes (en fraternal y algo ridículo desafío), uno, que pensaba que los culebrones estaban fuera de la televisión de calidad, de la BBC que nos regala series con enjundia, ha salido chamuscado de esta cuarta entrega de Sherlock  y sus andanzas. Si es un problema intrínseco de la serie, de su agotamiento de ideas y de su excesivo celo en epatar, estaría bien que le fueran dando matarile ahora que todavía hablamos bien de ella, para que repose gloriosamente en nuestro recuerdo. Si, por el contrario, el problema es mío, de mi senectud irremediable, estaría bien que fuera yo el que se apartara de la pantalla, el que desistiera del empeño, y centrara sus esfuerzos neuronales en otras tramas menos dificultosas. No digo yo que caer en las redes de Aquí no hay quien viva, que sería una humillación lamentable, pero sí en un término medio, si puede ser.




Leer más...

Sherlock. La novia abominable

🌟🌟🌟🌟

Ahora que voy a releer las aventuras completas de Sherlock Holmes, ya no tendré que imaginarme a sus protagonistas como si estuviera en La vida privada de Sherlock Holmes, la gran película de Billy Wilder. Voy a echar de menos a Robert Stephens y a Colin Blakely, que me acompañaron en la primera lectura de juventud. Tipos sólidos, perfectamente británicos, que daban el pego y la medida. Pero desde que Mark Gatiss y Steven Moffat parieran su serie para la BBC, Benedict Cumberbatch y Martin Freeman se han ganado el primer puesto en el imaginario. Ellos serán a partir de ahora los rostros, los andares, los gestos de reflexión o de recochineo, aunque sus personajes vivan a un siglo de distancia de las andanzas originales.

    Enredando por internet, leo con pesar que Sherlock no tendrá una cuarta entrega hasta el año 2017. Debe de ser que estos dos actores tienen problemas de agenda, o que los guiones, tan enrevesados, necesitan varios meses de urdimbre. Ante nuestro desconsuelo, Gatiss y Moffat nos han hecho el regalo de La novia abominable, un caso de ultratumbas en el Londres victoriano de los orígenes literarios. La novia abominable se podía haber quedado en un simple divertimento, en un hueso de goma para entretener nuestro hambre canina. Pero Gatiss y Moffat son dos tipos generosos que nunca defraudan. Que saben, además, que nos hemos vuelto muy sibaritas, y muy pijos, y que no les íbamos a perdonar que La novia abominable fuera un episodio de relleno, o un aperitivo para glotones. Y pardiez que no lo ha sido. Entre los crímenes, las deducciones y los chistes socarrones, han vuelto a conseguir que me quedara clavado en el sofá. Que la realidad del día no se colara por ningún resquicio en la ficción. He vuelto a sentir esa gozosa presión en las meninges cuando trato de no perderme, de no quedarme atrás. De anticiparme a un desenlace que al final siempre me sorprende y me supera. Y bendita sea, mi cortedad, que me depara tales alegrías. 




Leer más...

Black Mass

🌟🌟🌟

Al final de Black Mass, en los títulos de crédito, aparecen las fotos reales de los mafiosos que durante años colaboraron con el FBI allá en los arrabales de Boston. Unos matones de baja estofa que mientras largaban de la mafia mayor, la italiana, gozaron de total impunidad para manejar sus asuntos delictivos. Que si unas extorsiones por aquí o unos asesinatos por allá. Poca cosa, al parecer.

     Como suele suceder, los jetos auténticos de los mafiosos son insulsos, decepcionantes, de una normalidad pedestre que está más cerca de la estulticia que de la brillantez. Tipos que uno se encontraría en cualquier bar del pueblo, jugando a la baraja, o disputándose la posesión del Marca. La psicopatía, en el mundo real, viene enmascarada en rostros neutros, insustanciales, como bien advierten los manuales de psiquiatría. Lo del psicópata de sonrisa cínica y mirada perturbadora es una cosa que ponen en las películas para que los espectadores más lerdos no se pierdan en la trama. Lo del mafioso con glamour también fue una estupidez aventada por el cine: una tontería que El Padrino elevó a la categoría de arte, hasta que un buen día nos topamos con la jeta de James Gandolfini y con sus camisetas imperio manchadas de salsa napolitana.

        En Black Mass no hay nada que objetar sobre la caracterización de los matones secundarios, que podrían ser perfectos clientes del Bada Bing!, una pandilla de garrulos que celebran su amistad trajinando whiskies y junando putas. Pero el Jimmy Bulger que le han plantado en la cara a Johnny Depp parece una broma. Uno ve las fotos reales del hampón y tiene un aire parecido al tío Paulie de Los Soprano, sólo que un poco más delgado y estiloso. Nada que ver con esta criatura infernal de lentillas azules y dentadura retorcida que parece sacada del Drácula de Coppola. Se han pasado tres pueblos con el maquillaje y con la plastilina. Tres pueblos, concretamente, de la provincia de Albacete, pues uno mira y remira el emplaste y no deja de pensar en Joaquín Reyes imitando a Jimmy Bulger con acento de La Mancha:

        "Que soy el recopetín de la mafia bostoniana, copón, ¿no os doy repeluco?"


Leer más...

The imitation game

🌟🌟🌟

La realidad de mi vida y la ficción de mis películas han vuelto a cruzarse de un modo extraño. El mismo día en el que asisto a un curso sobre el síndrome de Asperger, me encuentro, por la noche, en el castillo inexpugnable de mi habitación, con otro hombre afectado por la misma discapacidad: uno muy famoso, y ya fallecido, Alan Turing, el matemático que rompió el código secreto de los alemanes en la II Guerra Mundial. El mismo tipo que desarrolló los primeros computadores en la prehistoria de la informática, allá por los años 50.


    Uno tenía muchas ganas de ver The imitation game, pues en la vida de Turing confluían la discapacidad social, la genialidad científica y la homosexualidad condenada por las leyes, todo un cóctel explosivo de trágicas consecuencias. Y el asunto del código Enigma, por supuesto, y el origen de los ordenadores, que ya te digo, y las reflexiones sobre la inteligencia artificial, que tienen su enjundia. Y el famoso Test de Turing, que inspiró la prueba que Rick Deckard pasaba a los replicantes en Blade Runner. Turing tocó todos los palos, y en todos fue pionero y visionario. Su vida fue un drama muy complejo, muy rico en matices y en circunstancias históricas, que bien encarrilado habría dado para una película memorable. Porque Cumberbatch, además, que ya interpretaba a otro Asperger de gran inteligencia en Sherlock, borda su papel a medio camino entre la lucidez y la inadaptación.  


Pero The imitation game, en incomprensible Oscar al guión adaptado, es un película rutinaria, plana, de emociones muy calculadas y previsibles. De momentazos dramáticos que hasta los más lerdos podemos anticipar y resolver, y que vienen subrayados por esa música infame que siempre ponen en estas películas, intrusiva, cursi, de ínfulas sinfónicas. Y mira que me sabe mal decir esto, por el bueno de Alexandre Desplat. The imitation game es una película prefabricada, una fórmula magistral, un campo trillado. Aún quedan treinta minutos de película cuando el código Enigma es descifrado –uy, que spoiler más tonto- y de ahí, hasta el final, sólo nos queda el marujeo de los sentimientos, la grandilocuencia de los discursos. La literatura puesta en boca de actores que declaman como si estuvieran sobre las tablas de un teatro, hablándole a la calavera de Yorick.




Leer más...