María (y los demás)
Los renglones torcidos de Dios
🌟🌟🌟
Recuerdo que la novela estuvo dando
vueltas por mi casa cuando yo era pequeño. Una edición del Círculo de Lectores que nos trajo su comercial. La leímos todos en orden jerárquico, como leones devorando a su presa: primero mi padre, que siempre dejaba los libros con manchas de nicotina
y pequeñas quemaduras de cigarrillo; luego mi madre, que leía las novelas a
ritmo de tortuga con sus dioptrías siempre jodiendo la marrana; y luego yo, que
recibía los libros de tercera mano, ya impregnados del olor de la casa y con
las páginas cruciales dobladas por la esquinas.
Por entonces todas las
familias teníamos “Los renglones torcidos de Dios” en la librería del salón. La
novela de los locos era el libro de moda. Un best-seller del copón. La gente de derechas la compraba porque don Torcuato
era un adepto y un garante del orden divino, y el resto, supongo, se dejaba llevar
por la publicidad. Luego no sé qué pasó que nuestro volumen se perdió: seguramente
se lo dejamos a alguien y luego no lo devolvió, como suele suceder. En mi opinión,
los que no devuelven los libros también son renglones torcidos de Dios.
Por fortuna, mi memoria
no guardaba ningún recuerdo de la novela, así que me enfrenté a la película
libre de prejuicios. Yo en realidad no quería verla porque me habían dicho que
si la veías, pues bien, y si no la veías, pues nada. Que daba un poco igual.
Por ver a Bárbara Lennie si acaso... Pero T. se quedó una noche en vela y la descubrió,
y le gustó, y me animó a verla para alimentar el debate cinéfilo y el intercambio de pareceres.
Y lo cierto es que la cosa iba bien al principio. No me gusta mucho Bárbara Lennie teñida de rubia, pero tampoco era cuestión de montar un pitote por eso. La intriga se sostiene y tal. A la media hora aparece Eduard Fernández haciendo de director del manicomio y piensas: “Bueno, esto mola...” El problema es que de pronto te viene a la memoria no la novela de don Torcuato, sino “Shutter Island”, la película de Scorsese, de la que “Los renglones...” es como una versión ibérica y ajamonada, y ya te coscas del final sin ser para nada un genio de la deducción. Era elemental, querido Watson,
El reino
No hay que ser muy listo
para deducir que este reino sin nombre -el que estos cortesanos de traje y
corbata esquilman para irse de yates con las esposas y de putas con los
compadres- es el reino de Valencia que los camps y los zapalanas saquearon hasta dejar sólo las telarañas y dos gorritas amarillas de cuando
recibieron al Papa emocionados. Y dos tornillos que se cayeron de los Fórmula 1
cuando quemaban goma por el circuito de la ciudad.
Para que el homenaje a la
tierra valenciana no quede tan evidente, Rodrigo Sorogoyen rodó algunos
exteriores en Madrid para hacer más universal el concepto de corrupción. Más
transautonómico, digamos. Y luego, ya para esparcir la mierda en plan urbi et
urbi, le puso a la jefa de los golfos apandadores -“La Ceballos”- un acento andaluz
que disimulara su inquietante parecido con doña Rita, aquella chumadora que
ponía orden y disciplina en estos latrocinios que asolaron los telediarios.
De este modo, el público de derechas también sale reconfortado de ver “El reino”,
y puede contarle a las amistades que “los andaluces también robaban”, los EREs
y tal, que lo han dicho en la película, y que la corrupción es una cosa de
todos los partidos políticos, de todos, y que ya está bien de señalar siempre a
los mismos.
No se salva ni Dios, en “El reino”. Poque no hay dios que pueda perdonar a todos estos atracadores: ni a los contumaces ni a los arrepentidos. Así se titulaba, justamente, otra película de Rodrigo Sorogoyen. Yo, en eso, estoy con el personaje de Bárbara Lennie imitando a Ana Pastor: ¡y una mierda!, los actos de contrición. Que le corten la cabeza igual al hijoputa este. Y que devuelva lo robado. Lo triste es que tampoco hay dios que pueda perdonar a los periodistas “incisivos” como ella. Cómo se puede ser tan lista, tan valiente, tan “independiente”, y no saber que el dueño que te paga está puesto ahí, precisamente, para proteger a los más altos saqueadores del reino.
Todas las canciones hablan de mí
En mi caso, son todas las películas -y no las canciones- las que hablan de mí. Por eso llevo tantos años escribiendo sobre ellas, casi a diario, aunque a veces -esto tengo que reconocerlo- la conexión entre mi vida y las andanzas de los personajes sea más bien forzada, o inexistente. Pero esto nació como un ejercicio autoimpuesto, una terapia de escritura, y siempre me dije que cuando tuviera tiempo de verdad -extenso, libérrimo, de estar casi encerrado en un castillo como don Michel de Montaigne- me pondría a escribir una novela indecente, o una autobiografía cachonda, con todo lo aprendido en el oficio. El sueño literario, pero tardío, de un adolescente con canas en medio cuerpo... Y ahora que, sin haberlo buscado, dispongo de todo el tiempo del mundo, a mogollón, tío, aunque sea por circunstancias tan poco festivas como éstas, lo que sigo haciendo es ver películas que hablan de mí - o que yo fuerzo un poco a que hablen de mí-, y luego vengo al diario a escribir sobre mi ombligo, en ellas, o sobre ellas, en mi ombligo, sin poder salir del bucle, al mismo tiempo acomodado y enfadado con mi confort monotemático.
Petra
Todos lo saben
Existe una leyenda urbana que asegura que el 10% de los niños que juegan en los parques, o que se dejan la miopía en la Playstation, no pertenecen al padre que los cría. Pero esta cifra, obviamente, es una exageración de periódico sensacionalista, de tabloide científico que ponen al cierre del telediario. Carnaza para Ana Rosa Quintana y su escuela de imitadoras.
La enfermedad del domingo
Al principio de la película aparecen sobreimpresionados los nombres de Bárbara Lennie y Susi Sánchez sobre el fondo de un bosque invernal. El efecto es bonito, etéreo, como de niebla suspendida entre los árboles. Pero pasan los segundos y los nombres de las actrices siguen ahí, colgados, pertinaces, y yo empiezo a pensar que algo no funciona bien en mi televisor. Tal vez el perrete, que le dio al pause con las pezuñas, o tal vez yo, que a veces aplasto el mando a distancia con el culo.
Mi pereza lucha varios segundos contra el deseo de desatascar la película. Es justo entonces, al mover el primer músculo, cuando los nombres empiezan a desvanecerse, lentamente, como un témpano de hielo en ese invierno pirenaico, y comprendo, con una súbita certeza que psicosomatizo con un respingo de terror, y con un amago de bostezo en las mandíbulas, que me he metido sin saberlo en una película “poética”, de auteur, de esas que captan el gesto, el paisaje, la hondura interior de los personajes, en planos sostenidos de un gorrión o de una mano reposada que se van acumulando hasta convertir un guión mínimo en una película de casi dos horas. De nuevo, ay, el cine exquisito, de cineclub, de gallarda personal que se teje con las pelusas que crecen en el huerto del propio ombligo...
Más pena que Gloria
Hay un momento terrible, en la adolescencia, cuando te enamoras por primera vez sin ser correspondido, en el que comprendes con sumo dolor que las mujeres, a la larga, hasta que el impulso sexual se extinga en la senectud, van a traerte más pena que gloria. Que sólo un puñado de escogidos, de tipos muy selectos, que entran en la adolescencia triunfando y ya nunca dejan de ganar, van a vivir el orgullo del deseo casi siempre correspondido, del amor casi siempre reflejado. Que en esto, como en todo, hay clases y castas, y que la mayoría de nosotros, como el David de la película, llevará para siempre el rejonazo de una mala faena. Una herida que nunca curará del todo, y que empezará a doler justo antes de iniciar cada nueva conquista, como un recordatorio de que el fracaso es el resultado más probable de nuestro anhelo tontorrón.