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Atrapado en el tiempo

🌟🌟🌟🌟🌟


Mi día de la marmota. Por Álvaro Rodríguez Martínez.

Como en el siglo XXI ya se han inventado los teléfonos móviles, utilizo uno de gama medio-baja para despertar por las mañanas. No suena “I got you, baby” de Sonny & Cher, sino una musiquilla preinstalada, cálida y neutral, para levantarme con algo de sosiego. Antes usaba un mp3 demencial de “¡Al ataqueeer!”, el grito de Chiquito de la Calzada, que era muy efectivo y cuartelero. Pero ya estoy mayor para esos sustos.

La primera persona con la que me topo al despertar no es la dueña de un hotel, sino Eddie, el perrete, que también vive atrapado en su tiempo retenido, repitiendo punto por punto el bostezo, el rascado, la zalamería, la impaciencia ante el arnés y la correa...

Luego, en la calle, nos encontramos con la misma gente ociosa o afanada. Como a Bill Murray en  Punxsutawney, también me sucede que hay un pesado al que trato de evitar todas las mañanas, pero no puedo. Si Bill se topaba con un vendedor de seguros, yo me topo con un hijoputa que pasa atronando con la moto.

Ellos, mis vecinos, comienzan su día sin saber que yo ya me lo sé de memoria, punto por punto, porque soy siempre el mismo hombre que no evoluciona, que no cambia para nada. Que aunque envejece, no pasa las hojas del calendario.

¿El trabajo?: pura rutina, después de tantos años. Da de comer. A veces pasan cosas imprevistas. A veces te ríes... Desearía estar escribiendo, o a la bartola, o en brazos de Natalie Portman, pero eso nos pasa al 95% de los que trabajamos. Nos quejamos de vicio. También tengo un compañero de oficina que me cae mal, y una compañera que se parece un poco -un poco, tampoco vayamos a exagerar- a Andie McDowell.

Como Bill Murray, me despierto con la certeza de que este día ya lo he vivido mil veces, y que me quedan, al menos, otros mil idénticos por vivir. Quizá más, porque a Harold Ramis le preguntaron una vez por los días que pasó Bill Murray atrapado en la singularidad y respondió que 10.000. Así que tengo otros 9.000 días para aprender a tocar el piano, modelar el hielo, refinar los modales, practicar la sonrisa, averiguar sus gustos e inquietudes...





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Palm Springs

🌟🌟🌟


El bucle temporal existe. Yo doy fe de ello. Parece una cosa de las películas, de Atrapado en el tiempo, de Palm Springs, de algún episodio disparatado de Rick & Morty, pero en este lado de la pantalla también se confabula la física cuántica para producir jaulas invisibles de las que no se puede salir. Recorridos de Escher, o ruedas de hámster. Paredes invisibles en las que rebotas para regresar una y otra vez al mismo despertar. 

Yo mismo me levanto todas las mañanas en el mismo lado de la cama, con la misma pesadilla en la bruma, y voy calcando los pasos del día anterior, y del otro, y del otro... La ducha, el café, la tostada, las noticias del día -que son otro ejemplo de bucle temporal-, Eddie meneando la cola pendiente de su paseo... Y así hasta que llega la noche, apago el televisor y me voy a la cama con el mismo quejido de huesos ya predoloridos, ya precincuentones, y allí, derrotado, empiezo a soñar con el mismo fantasma que nunca me deja en paz. El de los ojos verdes. El inconsciente, a su modo, también es otro bucle temporal.

Podría ser peor, desde luego. Mi bucle diario es aburrido, pero confortable. Desesperanzado, pero llevadero. En él no hay felicidad, pero tampoco dolor ni tragedia. Un ver pasar las nubes que por un lado ansía el cambio y por otro lo teme como al demonio. Al rescate podría llegar la salvación eterna, pero también la condena definitiva. Quién sabe. Cuando llegue la desesperación intolerable, quizá sólo haga falta un arrojo de tipo valiente. Arriesgarse, tirarse del trampolín al vacío cuántico, a ver qué pasa. O hacer como la chica enamorada de Palm Springs, que después de mucho hacer el gamberro, y de mucho suicidarse sin resultado, decide aprovechar la repetición exacta de los días para estudiar cursos avanzados de física, y encontrar una salida del laberinto mientras su amante, más simple que un pirulí, hombre al fin y al cabo, sólo piensa en nuevas maneras de hacer el amor con ella.

La otra solución -que no es la valentía ni el estudio- es esperar a que se disipe la bruma como hizo Bill Murray en Atrapado en el tiempo. Y en la espera, como él, aprender a tocar el piano, y aprovechar para conocer a fondo a la mujer de sus sueños, para que el día de la liberación no haya negativa posible.



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La gran belleza

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Hoy he vuelto a ver La gran belleza. Sí, otra vez... La película de Sorrentino se ha quedado conmigo para siempre, y ya forma parte de mi educación sentimental, que diría Flaubert. Atrapado en las tristezas y en los suspiros, he salido otra vez de movidas con Jep Gambardella, que aunque parece que se lo pasa de puta de madre yendo de fiesta en fiesta y de cama en cama, en realidad anda atribulado porque no encuentra el sentido de la vida, ni la gran belleza que lo anime a revivir. Ni a retomar la escritura. Mi villorrio es su Roma; mis senderos, sus avenidas; mi casa frente a los huertos, su apartamento frente al Coliseo, que dicen que en verdad es un hotel muy vetusto y muy chulo.



    Presiento que el próximo año por estas fechas volveré a ver La gran belleza en otra siesta de largas horas. La próxima vez tendré más canas y menos pelo; más preguntas y menos consuelos. Pero obtendré el mismo gozo en la contemplación. Y así, poco a poco, en años sucesivos, iré llegando a la edad dorada del propio Gambardella, que no envejecerá porque quedará preservado en el Bluray, y ya seremos dos jubilados que pasearán por las orillas del Tíber, asombrados ante la vida y al mismo tiempo decepcionados por ella. La gran belleza será mi película de cada inicio de verano, del mismo modo que Atrapado en el tiempo es mi película de cada 2 de febrero. O que Plácido es la película irrenunciable cuando llega la Navidad, para tener bien presente la mezquindad de los seres humanos y no dejarse engañar por las luces de colores. Así debería de ser la vida de un cinéfilo veterano: 365 películas incuestionables y una bisiesta. Nada más: 365 fiestas con las que quedarse ya para siempre, y encajarlas exactamente en cada día del año, cada una con su motivo y con su grandeza. Del mismo modo que los jacobinos renombraron los días del calendario con un fruto o con un animal, un cinéfilo de pro, que ya viviera en la bendita chaladura y en el destierro definitivo, tendría que llamarlos por el nombre de su película: el día de La gran belleza tengo que ir al dentista, o el próximo El hombre tranquilo me voy de vacaciones, o el día de Annie Hall viene de visita una prima de León -que ésta es otra película, Annie Hall, que cae cada año sin falta cuando llega la primavera, para recordar que los hombres somos de Marte y que las mujeres proceden de Venus, y que aquí, en la Tierra, tan ajenos y tan extraños, pero tan complementarios, nos hemos juntado a ver cómo sale este experimento galáctico.  


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