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El dulce porvenir

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Yo tenía siete años cuando aquel autobús lleno de niños se precipitó a las aguas del río Órbigo, en la provincia de Zamora. Fue una noticia de impacto nacional, y con muchas resonancias en León, porque el río Órbigo nace aquí, en la provincia, antes de buscar el río Esla y luego el río Duero, en las tierras del sur. 

    Leo ahora en internet que fueron 45 niños los que perecieron ahogados, junto a tres maestros y el conductor. Solo se salvaron nueve chavales, algunos rescatados por gente que si tiró de cabeza a la poza, vestida, sin pensárselo dos veces. Según unos, el autobús iba a demasiada velocidad cuando entró en el puente; según otros, unos traviesos acababan de echarle polvos pica-pica al conductor. Sea como sea, el autobús chocó con el pretil y cayó a las aguas revueltas y muy profundas de ese río, que en primavera, con el deshielo de las montañas leonesas, lleva agua a mansalva, para que luego no se quejan los portugueses de Oporto, y puedan llorar sus saudades en las orillas.



    Los chavales eran de Vigo, y volvían de Madrid, de una excursión de Semana Santa. Lo terrorífico, en mi mente infantil, era que podrían haber sido de cualquier sitio, de León mismo, del colegio Marista Champagnat, que era el mío, si los curas nos hubieran llevado alguna vez de excursión, que para eso eran unos ratas de mucho cuidado. Y a mí, esa idea terrible de verme pataleando en el fondo del río, ahogándome sin remedio, no se me iba de la cabeza. Tuve pesadillas durante días, y todavía hoy, cada vez que cruzo el río Órbigo para ir y venir de León a La Pedanía, siento un pequeño estremecimiento en el fondo del estómago. Muchos kilómetros más abajo de su cauce, en el punto exacto del accidente, estuvo una vez Iker Jiménez haciendo psicofonías, en un programa de radio a medio camino entre la vergüenza ajena y el recuerdo morboso de aquellos terrores.

    He recordado todo esto porque en El dulce porvenir hay otro autobús escolar siniestrado, en los caminos helados del Canadá. La tragedia de los padres desolados, y el afán del picapleitos que viene a remover la mierda, le sirven a Atom Egoyan para hablar de cómo se nos van los hijos. A veces de un modo traumático, tan doloroso que es inconcebible; a veces porque nos odian sin explicación, o con causa justificada, y se difuminan por la vida; y a veces -las más, afortunadamente- porque somos nosotros los que desaparecemos antes de la escena, dejándoles un mundo más sucio en lo ambiental, y siempre igual de perverso, en lo moral.

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