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Solos en la madrugada

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Un año después de triunfar con el fenómeno sociológico -y pechológico- de Asignatura pendiente, José Luis Garci repitió fórmula con Solos en la madrugada. En esta segunda parte de "La Transición según José Sacristán", Pepe, de día, vestido, llama al deber ciudadano de los demócratas, mientras que Pepe, de noche, desnudo, comparte sábanas con bella señoritas a las que les habla del amor en los tiempos del cólera.

Su personaje es un locutor de radio que hace fortuna maldiciendo los tiempos perdidos y las oportunidades robadas. Pero que anuncia, a cambio, los nuevos horizontes que están por venir y por disfrutar. Los nuevos aires de libertad que a los cuarentones de su generación, ay, ya les van a coger un poquitín tarde, atados a los hijos, a la mujer, a la suegra, al trabajo aburrido pero insoslayable que les da de comer y les paga las facturas.

    Fueron ellos, la generación castrada del franquismo, los que convirtieron Solos en la madrugada en una película de culto para los progres, porque se veían reflejados en las cuitas y en los sueños rotos. Y sobre todo -no vayamos a engañarnos- porque Fiorella Faltoyano y Emma Cohen, como las actrices francesas de Perpignan, comparecían largos minutos con el pecho descubierto tras el orgasmo. A solos en la madrugada sólo le faltó el desnudo de María Casanova para convertirse en un concurso de Miss Tetas 78, en el que la señorita Emma Cohen, a mi modesto entender, hubiera merecido el máximo galardón. 

    El final de los setenta fue un tiempo de despelote, sí, y de socialismo promisorio. Si alzabas la nariz al viento casi podías respirar la libertad sexual, que venía de Francia, y la sociedad del bienestar, que venía de Suecia, como las suecas. En las películas de José Sacristán y sus amantes encamadas parecía inaugurarse un tiempo próspero y venturoso. Y hubo una pequeña fiebre de euforia, sí, cuando Felipe y Alfonso se asomaron al balcón en aquella noche electoral. Pero las aguas del nuncafollismo y del capitalismo volvieron rápidamente a su cauce. El mismo José Luis Garci, que iba de erotómano y de progresista, terminó años después riéndole las gracias al megalómano del bigote, al que imagino con los pies reposados sobre un puff mientras lo recibía en la Moncloa, y lo remiraba de arriba abajo mientras preguntaba a un asesor: "¿Éste no era el progre que antes hacía películas donde se pedía el voto para Tierno Galván?"



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Asignatura pendiente

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Si hacemos caso de lo que cuentan las portadas de los periódicos y las tertulias de la radio, parecería que la gente está muy pendiente de la actualidad política, y de los vaivenes de la bolsa. Pero no es cierto. Estas cosas sólo interesan a los que viven del momio, o a los que invierten en valores. Al común de los mortales, aunque sigan los acontecimientos con curiosidad,  lo que les preocupa cada mañana al despertar es saber si van a follar o no. Saber si la novia aceptará, si la mujer estará de buenas, si aparecerá, por fin, una mujer en el horizonte. Todo lo demás sólo es contexto y divertimento.

En Asignatura pendiente, mientras el caudillo se muere en la cama y los demócratas afilan las leyes, y los nostálgicos los cuchillos, José y Elena, Elena y José, recuperan el tiempo perdido follando como macacos a espaldas de sus cónyuges. Al otro lado de la ventana se escuchan amenazas de muerte y gritos de libertad,  pero ellos, ensordecidos por la pasión, sólo escuchan el frufrús de las sábanas, y el respirar agitado de la pareja, que les sirve de guía para ascender las cordilleras.  Mientras saborean el cigarrillo postcoital les importa tres pimientos el momento histórico que están des-viviendo. Desnudos de cintura para arriba -lo que hizo de Asignatura pendiente un fenómeno pechológico allá en 1977- José y Elena conversan sobre su romance de juventud, allá en los veranos de la sierra, cuando él le cogía la mano en los senderos y le palpaba los pechos en las penumbras, siempre por encima de la rebequita, claro está, que no estaba el franquismo para bollos.

Así vivirán José y Elena las primeras semanas cruciales de la Transición, despachando con celeridad los asuntos de la oficina, o las meriendas de los niños, para arrejuntarse en la cama y olvidar el mundanal ruido de sables y altavoces.  Pero la rutina, ay, lo mismo carcome los matrimonios que los adulterios, porque es un insecto que no hace distingos con las maderas, y hasta los polvos, si vienen muy seguiditos, se convierten en obligaciones que hay que despachar con fastidio. Sólo entonces, en la calma de los instintos, volverán nuestros tórtolos a ser conscientes de la realidad. Ciudadanos lamados al deber de comportarse como demócratas, y como fieles esposos, cada uno en su redil.




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