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Historias para no contar

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“Como dijo alguna vez Enric González: pruebe a ser completamente sincero y antes de que acabe el día se habrá quedado sin amigos, sin pareja y sin trabajo”. 

Esto lo escribía Xacobe Pato en sus diarios y tiene toda la puta razón. Él y Enric González, claro. Sin mentir no se puede ir a ningún lado. La mentira es el aceite de la vida, como aquel que necesitaba el niño Lorenzo. La mentira engrasa la cadena de la bicicleta para seguir dando pedales. Sin ella, saltan los cambios en cualquier cuesta y te quedas tirado hasta que venga el coche escoba. La mentira es una adaptación evolutiva. Mienten hasta los escarabajos de la patata, con sus cerebros de gominola, así que imagínate el Homo sapiens, que tiene más neuronas que estrellas hay en la galaxia. De hecho, yo estoy con los filólogos que aseguran que el lenguaje se inventó para mentir, y que lo secundario es escribir un poema o pedir que te pasen la sal en la comida. O esta condena de escribir entradas en Internet , a ver si los cazatalentos se animan y las señoritas se derriten.

Pero la mentira, como todos los pecados recopilados por la Santa Madre Iglesia, también tiene sus gradaciones. Existe la mentira mortal que merece el infierno y la mentira venial que se perdona con un polvo marital o con una cerveza bien fresquita. Ya que todos somos mentirosos por necesidad, al menos nos queda la decencia -a los decentes- de reconocer que mentimos cuando hacemos examen de conciencia. O de no protestar mucho cuando nos pillan in fraganti. Que te mientan tiene un pase; que te perseveren en la mentira ya toca mucho los cojones.

Yo, padre, lo confieso, he mentido mucho. Pero solo mentirijillas, o mentiras piadosas, de esas que se perdonan con un Padrenuestro y tres Avemarías. De las mentiras gordas no creo haber soltado ninguna. Pero claro: también existe el autoengaño, la mentira que uno mismo se cuenta, y que es la más insidiosa de todas.

Todas la historias que se cuentan en esta película van de parejas que se mienten o que se han mentido alguna vez. Todo venial, urbanita, muy moderno. Por eso es una comedia. De lo contrario, hubiera sido una película de Ingmar Bergman con muchos gritos y susurros tenebrosos. 





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El reino

🌟🌟🌟🌟

No hay que ser muy listo para deducir que este reino sin nombre -el que estos cortesanos de traje y corbata esquilman para irse de yates con las esposas y de putas con los compadres- es el reino de Valencia que los camps y los zapalanas saquearon hasta dejar sólo las telarañas y dos gorritas amarillas de cuando recibieron al Papa emocionados. Y dos tornillos que se cayeron de los Fórmula 1 cuando quemaban goma por el circuito de la ciudad.

Para que el homenaje a la tierra valenciana no quede tan evidente, Rodrigo Sorogoyen rodó algunos exteriores en Madrid para hacer más universal el concepto de corrupción. Más transautonómico, digamos. Y luego, ya para esparcir la mierda en plan urbi et urbi, le puso a la jefa de los golfos apandadores -“La Ceballos”- un acento andaluz que disimulara su inquietante parecido con doña Rita, aquella chumadora que ponía orden y disciplina en estos latrocinios que asolaron los telediarios. De este modo, el público de derechas también sale reconfortado de ver “El reino”, y puede contarle a las amistades que “los andaluces también robaban”, los EREs y tal, que lo han dicho en la película, y que la corrupción es una cosa de todos los partidos políticos, de todos, y que ya está bien de señalar siempre a los mismos.

    No se salva ni Dios, en “El reino”. Poque no hay dios que pueda perdonar a todos estos atracadores: ni a los contumaces ni a los arrepentidos. Así se titulaba, justamente, otra película de Rodrigo Sorogoyen. Yo, en eso, estoy con el personaje de Bárbara Lennie imitando a Ana Pastor: ¡y una mierda!, los actos de contrición. Que le corten la cabeza igual al hijoputa este. Y que devuelva lo robado. Lo triste es que tampoco hay dios que pueda perdonar a los periodistas “incisivos” como ella. Cómo se puede ser tan lista, tan valiente, tan “independiente”, y no saber que el dueño que te paga está puesto ahí, precisamente, para proteger a los más altos saqueadores del reino. 





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Gordos

🌟🌟🌟🌟

Gordos es una película muy incómoda de ver. A mí, al menos, me obliga a retorcerme varias veces en el sofá. Por momentos reniego de haberla vuelto a ver. Quién me mandaba, idiota de mí, en la tarde reposada, plácida, que por fin escondió el sol justiciero tras las nubes…  

    Gordos me toca las pelotas, pero viene bien, de vez en cuando, que te torturen los huevos con cariño. Para eso están los amigos. Y alguna mujeres… Y Daniel Sánchez Arévalo, en esta ocasión, es el amigo del alma que te enreda con un par de birras, te da un par de confianzas, y luego te afea aquello que dijiste, o que pensaste, sobre tu exgordura, o sobre la gordura de los demás.



    Gordos te pone -me pone- frente al espejo de la pantalla. A veces, en las escenas más oscuras, me veo allí, entre los personajes, como un fantasma que se hubiera colado en el fotograma. Yo fui gordo, una vez, hasta que la salud dio el toque de alarma, y me obligó a  ocupar las manos en el teclado, o en los huevos mismos, para dejar de abrir y cerrar el frigorífico. Soy un exgordo, y entiendo la tortura de esos personajes que están gordos sin serlo de constitución, ni de vocación. Pero lo más triste es que siendo un exgordo, sigo prejuzgando mucho a los gordos. Por eso Gordos me cuestiona, me chincha, me arrodilla ante el cura confesor para exponerle las vergüenzas de mi espíritu.

    En Gordos, como en la vida real de los gordos y los flacos, nadie es bueno ni malo. Todos somos humanos y relativos. Puñeteros y egoístas. Defectuosos e incompletos. Y estamos muy solos además. Y nos matan las debilidades. Gordos no sólo habla de estar gordo o dejar de serlo, o de entregarse alegremente a la gordura,si así uno está más feliz. Gordos cuestiona nuestra posición ante la fealdad en general. Nos hace examen de la conciencia, más que de la tripa. Nos obliga a sincerarnos con las cuestiones de la belleza interior y la belleza exterior, en estos tiempos posteriores a Walt Disney, mientras esperamos que lo descongelen.



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La gran familia española

🌟🌟🌟🌟

Al principio de La gran familia española, el niño Efraín nos recuerda que todos estamos viviendo el argumento de una película, porque ya son tantas, las ficciones, que ya no hay vida humana que no se corresponda un poco, o un mucho, con alguna de ellas. A veces en versión doméstica, y a veces superando las calenturas de los guionistas.



    La película de Efraín y de su familia, hasta este día de su boda, es Siete novias para siete hermanos, el musical que su padre quiso plagiar engendrando siete hijos para casarlos con siete hermanas, y luego vivir todos juntos en el campo para beber y bailar después de cada cosecha, y de cada nieto. Un sueño disparatado, opusdeísta, muy parecido a La gran familia engendrada por Alberto Closas en los años 60, con Pepe Isbert haciendo de abuelo, y el niño Chencho, que se perdía por las calles…

    La película de Efraín se truncó justo con él, que era el quinto parto, el quinto hermano bailarín. A tan solo dos cabezas de llegar a la línea de meta, la madre de los retoños se hartó, dimitió de su papel, y se fue a vivir una película diferente con otro hombre menos obsesionado con la siembra de sus genes. Y con las danzas de la cosecha… Un hombre menos soñador, quizá, y también menos ambicioso en términos evolutivos. Lo que dejó atrás esa mujer fue un exmarido que ya no levantó cabeza, y cinco hijos que echaron a caminar cada uno por el cerro de su propia Úbeda. Una familia desunida, pintoresca, tragicómica, como son  todas las familias que uno conoce en realidad. La propia, y las cercanas, y las que uno observa desde la distancia…

    El otro día, en la radio, preguntaban a los oyentes por la película que les gustaría protagonizar en la vida real. Durante unos segundos, Max, mi antropoide interior, agarró el micrófono y respondió que una película porno, claro, con bellas señoritas si se podía elegir… Fueron dos segundos de lucha encarnizada con él, hasta que me hice con el micrófono y recordé, retomando la compostura, que la película que yo siempre he querido vivir desde joven es El hombre tranquilo. Pero cada vez me queda menos tiempo, ay, e Irlanda queda cada vez más lejos.  Innisfree empieza a ser un pueblo de leyenda.



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El plan

🌟🌟🌟

Quizá lo que nos asusta no es morirnos, sino morirnos de algo para lo que no estamos preparados. Hasta hace cuatro días, lo normal era morirse de un disparo en la guerra, o de un catarro mal curado. De un parto que se atravesaba, o de una herida que no se limpiaba. Había mucha resignación, en nuestros antepasados, que caían como moscas...

    Los tiempos de paz y los avances de la medicina cambiaron esa percepción, y nos convirtieron casi en rebeldes de la muerte. Nos regalaron una vida extra -como si lo hubiéramos hecho muy bien en el videojuego- y desde hace décadas, en Occidente, nos hemos confortado con la idea de morirnos sólo por culpa de la vejez. De la vejez que llega de manera natural, claro, sumando años, que es la manera más digna de despedirse. Porque hay otra vejez indeseada que  llega con mucho adelanto, como el turrón en octubre. Por culpa del estrés ya hay gente que está derrotada y envejecida antes de tiempo, al llegar a los cuarenta, o a los cincuenta años, como estos personajes de El plan, que son tres parados de larga duración a los que ya les acecha la enfermedad y la demencia. Alguno, incluso, ya está más para allá que para acá, y ya se ha cobrado víctimas colaterales en su derrumbamiento de torre gemela…



    “El estrés es el gran asesino”, se leía hasta hace poco en los artículos científicos. Ahora está el virus disputándole la pole position, pero el virus pasará, o se apaciguará, y el estrés volverá a ser el sospechoso habitual en todas las ruedas de reconocimiento. El estrés te deja sin defensas, te corroe la alegría, te entrega al alcohol y al mando a distancia. Porque no siempre te acelera, sino que muchas veces te postra, y te aniquila mientras permaneces sentado. Es lo que les pasa a estos tres desgraciados de la película, que ya casi no saben ni articular las palabras, de lo gilipollas que se han vuelto.

    El plan es entretenida, tiene tres o cuatro diálogos de talento casi tarantiniano, pero me parece que los críticos patrios han vuelto a exagerar mucho con el producto. Uno no vive en el mundillo, y nunca sabe dónde está la crítica sincera y dónde el halago exagerado, cuando se trata de aplaudir un producto nacional, o el estreno de un colega.



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La trinchera infinita


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Era un título irresistible, La trinchera infinita, ahora que España vuelve a ser lo que nunca dejó de ser: dos trincheras, dos intereses contrapuestos, el de forrarse y el de no dejarse avasallar. Dos bandos que a veces intercambian disparos y a veces, afortunadamente, sólo dialécticas, pero siempre a la greña, desde los tiempos de Fernando VII, porque es una falacia eso de que viajamos en el mismo barco, juntos como hermanos, y miembros de una Iglesia, como cantábamos con los hermanos Maristas… Menuda sandez. Yo tengo más en común con el maestro de escuela francés, o con el estibador de puerto chipriota, que con el ladrón que vive a la vuelta de la esquina y pone un banderolo de España en el mismo balcón donde aplaude a los sanitarios, grita contra los comunistas y se inflama de heroísmo patriótico con el “Resistiré”. Él, precisamente él, que hace sólo dos meses estaba en contra de pagar impuestos, los evadían como podía, o aplaudía al que se libraba, y se negaba a seguir subvencionando a esa panda de vagos que trabagueaban -qué chistaco de fachorros- en el sector público. Sí, esa gente, mis queridos compatriotas…



    Había que ver La trinchera infinita, sí, para recordar quiénes somos, y de dónde venimos, y porque además me habían dicho que la película era cojonuda -y carajo que lo es- y porque cuenta la historia claustrofóbica de un pobre hombre al que Franco tuvo en confinamiento domiciliario no sólo dos meses -o los que nos queden, todavía- sino treinta años, uno tras otro, con sus veranos y con sus navidades, viviendo tras una falsa pared practicada en su domicilio, saliendo sólo para comer y para cenar, con su mujer y con su hijo, con las persianas bajadas, y la cagalera en el cuerpo. Los famosos “topos”, tan mitológicos como reales, que escaparon a las redadas falangistas y sólo abandonaron su madriguera en 1969, cuando se aprobó una Ley de Amnistía para quedar bien ante los turistas extranjeros que venían a tostarse el cuerpamen y no veían congruente mamarse con las sangrías en un país de sanguinarios.

    A los topos, finalmente, no vinieron a rescatarlos los marines americanos, ni los soldados del Ejército Rojo, sino un ejército de suecas que desembarcaron en las playas de Benidorm como si aquello fuera Normandía, pero recibidas con salvas de aplausos.


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La noche de 12 años

🌟🌟🌟

De entre todos los tipos que nunca seré -como cantaba Joaquín Sabina en La del Pirata Cojo- me hubiera gustado ser guerrillero en Sudamérica, en la época de las revoluciones fallidas, para seguir el camino marcado por el Che Guevara. Hacer de Cuba no la excepción, sino el primer hito. Ser un héroe para los pobres, para los parias, para los esclavos del capital. Dejarme barba, vestir con boina, planear golpes de mano con los camaradas. Imprimir octavillas, moverme en secreto, viajar con pasaportes falsificados. Ser cortejado por mujeres hermosas que vieran en mí al hombre ideal, homérico, generoso. Que ellas me enredaran los rizos del pecho mientras yo les hablaba de mis batallas por los montes. Una aventura peligrosa y excitante: a un lado, la posibilidad de la victoria, de la gloria, del cambio histórico; al otro lado la muerte, la detención, la tortura en la cárcel. La mierda y las ratas. La locura y la soledad. La vida peor que la muerte…




     Pero ya digo que nunca seré ese tipo llamado Álvaro Guevara, o Álvaro el Tupamaro, porque ahora no toca, y porque, aunque tocase, en un cataclismo improbable que nos devolviera a las barricadas, el Álvaro real, el Rodríguez de toda la vida, vive convencido de que si los proletarios nos liamos a hostias vamos a salir perdiendo. No es una cuestión de ética, sino de estrategia. Sólo en los bares, ante los conocidos, con alguna cerveza en el coleto, me pongo bravucón y un poco idiota, añorando a Lenin subido en el tanque...

    El Álvaro real, además, el que se mira al espejo y deja de soñar con guerrillas quiméricas mientras ve La noche de 12 años, opina, como Boris Grushenko, que en una guerra sólo podría ser prisionero. O me conozco muy mal, o ante la primera llamada de reclutamiento me haría más el sueco que el uruguayo. Me ofrecería, como mucho, a colaborar con los pasquines, con la intendencia, a llevar y traer el pan a los compañeros, gilipolleces muy poco comprometedoras para mi pellejo. No tendría los cojones de estos tres tipos de la película, que permanecieron vivos donde otros hubiéramos claudicado al tercer día. Los admiro, los envidio, me hubiera gustado ser como ellos en el universo paralelo de la valentía y del compromiso ciego.




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Que Dios nos perdone

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De niños pensábamos que los policías, por estar en el lado correcto de la ley, por ir siempre detrás de los malotes que atracaban farmacias o se colaban en el metro de Nueva York, ya eran en sí mismos, por definición, "buenas personas". Creíamos que de algún modo, en las academias, antes de que los pusieran a correr o a disparar, estos hombres pasaban algún test que medía sus cualidades morales, su bonhomía, para un mejor servicio a los ciudadanos. En la mente de los niños, los policías de las películas que luego llegaban a casa y le soltaban una hostia a la mujer, o se liaban a tortas con un inocente en el pub, o conducían borrachos con una melopea de campeonato, eran personajes equívocos, desafiantes, que nos obligaban a rascarnos el cuero cabelludo en busca de una explicación.


    De aquellos policías intachables que nos imaginábamos en la infancia hasta estos policías impresentables que aparecen en que Dios nos perdone hemos recorrido un largo trecho. En realidad, si uno lo piensa bien, entre el FBI, los Rangers de Texas, los polizontes del Condado de Nosedónde, los miembros del Cuerpo Nacional de Policía, Canción Triste de Hill Street, Serpico, la benemérita, Harvey Keitel en Teniente corrupto, los merluzos de la Loca Academia de Policía y los maderos reales que hemos ido conociendo a este lado de la pantalla, ya casi hemos completado el catálogo de policías imperfectos: los dejados, los corruptos, los inútiles, los estúpidos, los que extorsionan a las buenas gentes. Los hijos de puta que cayeron a este lado de la ley porque aquí el sueldo es fijo y además hay pagas extraordinarias. Y sobre todo, más que ninguno, los policías iracundos, los que llevan la mala hostia escrita en la cara y no se contienen cuando algo se les tuerce. Esos que sacan el puño o la pipa para liarla gorda y ser suspendidos de empleo y sueldo hasta nueva orden. Y luego, claro, llegan a casa y la mujer ya les ha dejado, acojonada, o con dos moratones en el pómulo.... 

El personaje de Roberto Álamo en Que Dios nos perdone lo hemos visto decenas de veces, pero su labor, que podría confundirse y diluirse con muchas otras, es convincente y perdura en la memoria. Sin embargo, un policía tartamudo que mantiene turbias relaciones con la señora de la limpieza nunca había visitado mis pantallas. Uno más para la colección...




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El autor

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La escritura es el refugio de los artistas mediocres. O ni siquiera mediocres: directamente sin talento. Las otras artes requieren un instrumento, una cámara, un material comprado en la tienda especializada. Unos conocimientos mínimos. ¿Pero escribir? Escribir está al alcance de cualquiera. Sólo se necesita papel y bolígrafo. O un ordenador, que ya tiene todo el mundo en su habitación. Enciendes el Word, adoptas la postura literaria, y con el folio en blanco ya parece que tienes medio camino recorrido hacia la gloria. Que lo otro sólo es ponerse y enmendar borradores. "Que la inspiración te pille trabajando", nos decimos para justificar nuestra pose, nuestra petulancia. Y la inspiración nunca llega, porque es muy escogida, y muy mirada, y sólo desciende sobre las cabezas que verdaderamente poseen el talento. Las únicas con helipuerto preparado para su aterrizaje. Los demás somos filfa y diletancia.

    Hay algo muy turbio, muy inquietante, que une a este Álvaro del blog con el otro Álvaro que protagoniza El escritor. No, desde luego, su hijoputismo sin escrúpulos, pero sí su afán estúpido. Su autoengaño preocupante. Porque este blog también nació de un orgullo sin sustento.  De un desajuste muy grave entre la competencia real y la competencia imaginada. Juntar letras para componer palabras y luego oraciones está al alcance de cualquiera. Sólo hay que saberse las normas de ortografía y tener un poco de oído para colocar los puntos y las comas. Pero escribir, escribir de verdad, es otra cosa. Hay que tener una voz propia, y los mediocres sólo repetimos lo que dicen los demás: los escritores de verdad, o los guionistas de las películas. Las personas ingeniosas que nos rodean. Los escritores sin chicha somos postes de repetición, papagayos de feria, grabadoras poco fidedignas. En el mero hecho de transcribir –pues eso somos en verdad, transcriptores- ya metemos la pata y estropeamos el mensaje original. No tenemos remedio. 

    Tardé tiempo en darme cuenta de todo eso. En eso sí que mejoro al personaje de Javier Gutiérrez, que no tiene pinta de haberse aprendido la lección. Al principio lo pasé mal, pero ahora ya me he curado. Ya no me tomo en serio este ejercicio. Pues es sólo eso: un ejercicio. Una gimnasia mental para que se desperecen las neuronas. Primero la  ducha, luego el café, y más tarde, siempre por este orden, el juntaletrismo, para solventar la resaca cotidiana del mal dormir. Si durmiera bien no necesitaría venir aquí a desbarrar. Simplemente disfrutaría de la vida.



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Tarde para la ira

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Si la venganza es un plato que ha de servirse frío para conquistar los paladares más exigentes, el ajuste de cuentas que prepara Antonio de la Torre en Tarde para la ira es un producto que dejará satisfechos a los gourmets de morro muy fino. Una delicatessen confeccionada con extracto de bilis, reducción de rencor y mala hostia caramelizada que precisa ocho años de cocción a fuego muy lento, en los infiernos del alma. 

    Mientras llega el día del despiporre y de la última descojonación, Antonio de la Torre, el ángel vengador, mata los días jugando a las cartas, tonteando en internet, cuidando a su padre postrado en la cama del hospital. Haciéndose el tonto, el cliente, el parroquiano fiel, en el bar donde algún día se topará con el objeto hijoputesco de su odio, y dará rienda suelta a los bajos instintos de su lupara, que también lleva ocho años macerándose en un aliño escabechado de aceite y  de pólvora.


    Con la vida a medias resuelta y a medias destrozada, nuestro ángel justiciero no tiene más que cabras que ordeñar que sentarse en la terracita del bar -o en el taburete de la barra si hace mucho frío- y  esperar a que el Ministerio de Justicia, o el Ministerio del Interior, o el de su puta madre que lo parió, mueva ficha y rompa la calma chicha de esta venganza que nunca termina de concretarse. Antonio de la Torre vive la no-vida de quien en realidad inverna como un oso en su madriguera. Y aunque parece un hombre normal que tiene los ojos abiertos y los oídos atentos, su mente está en dos sitios muy alejados del presente. Uno en el pasado, donde nuestro protagonista rememora continuamente el momento traumático, luctuoso, que acabó con su vida de tipo normal y corriente;  y otro en el futuro, donde anticipa con regocijo ese día en el que se disfrazará de mosquetero de Puerto Urraco para dictar la única sentencia válida y razonable. Lo demás es un tránsito, una sala de espera, un espacio vacío. Y una película cojonuda. 


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Grupo 7

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Las grandes obras que nos legaron los antiguos se hicieron gracias al trabajo de sus esclavos, que trabajaban de sol a sol a cambio de un mendrugo de pan, y de un cazuelo de agua. Con el paso de los siglos, gracias a los avances humanitarios, los emprendedores los fueron sustituyendo por trabajadores mal pagados que ahora recibían amenazas en lugar de latigazos, y un cacho de carne en las fiestas de guardar. Con esta mano de obra se construyeron las catedrales, la Gran Muralla China, las vías férreas, el canal de Panamá... Y en nuestro país, como quien dice ayer por la mañana, el Escorial, o las obras del Bernabéu, o el Valle de los Caídos. Ahora mismo, en los emiratos del Golfo, un ejército de hormigas asiáticas construye los grandes rascacielos del desierto y los futuros campos del Mundial de fútbol, en condiciones laborales que harían enfurecer otra vez al abuelo Marx, si éste se levantara de su tumba londinense.


    Grupo 7 cuenta la historia de los esclavos que contribuyeron con su curro a la pompa modernizadora de España. Mientras los obreros se jugaban el tipo en los andamios de la Expo de Sevilla, construida a mayor gloria de nuestra monarquía, ellos, los integrantes de este cuerpo policial que pateaba las peores calles y los peores tugurios, limpiaban de drogadictos los futuros barrios que iban a transitar los turistas. El Grupo 7 no existió como tal, aunque está inspirado en brigadas que se dedicaron a parecidos tejemanejes. Pasados de la raya, o intachablemente constitucionales, estos tipos, por lo que se ve en la película -los apartamentos exiguos donde viven, o los bares cutres donde alternan- no parecían recibir un gran sueldo por arriesgar el pellejo cada mañana, persiguiendo a tíos por las azoteas o entrando a saco en apartamentos de mala muerte. Me imagino que las doce pagas, la extra de Navidad y el plus de peligrosidad. Y poco más... Con lo que falta -que el abuelo Marx, siempre tan técnico, llamaba plusvalía- otros se hicieron de oro a cuenta de la gloria nacional. Finalizada la Expo de Sevilla, los drogatas regresaron a sus ecosistemas naturales, como las aves migratorias, y los pabellones y recintos se fueron oxidando y derrumbando. Tanto trabajo para tan exigua fiesta. 




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Hablar

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España, en agosto, como dice el personaje de Juan Diego Botto en Hablar, echa el cierre. Se paralizan los negocios, las administraciones públicas, y también, durante el día, las bocas parlantes, porque a esas horas hasta las lenguas permanecen quietas, a la sombra del paladar, no sea que el esfuerzo provoque ríos de sudor. Qué va a decir uno, además, cuando el calor sofríe las seseras, y sólo se pueden musitar jaculatorias para que llegue la noche, y ese cabrón amarillo se esconda en el horizonte para decepción de los guiris, y alegría de nosotros, los norteños de Invernalia.

    Hablar, la película de Joaquín Oristrell, está construida en un sólo plano secuencia que persigue a varios personajes en la noche agosteña de Madrid. En el marco incomparable de la plaza de Lavapiés las gentes se buscan, y se rehúyen, y todas buscan una terraza fresquita para tomarse una caña. En tales afanes hablan por doquier, por los codos, y se dicen todo lo que no hablaron durante el día, con la lengua ya cabalgando a rienda suelta. Oristrell ha querido construir un mosaico social, un zoológico hispano, y las historias entrecruzadas aprovechan la circunstancia para criticar el estado actual de las cosas, y llamar a la concienciación, y a la rebeldía de los votantes. 

    Pero esto es agosto, no lo olvidemos, y en agosto las gentes, aunque protesten, están en realidad a otra cosa, porque la cerveza es barata, y las tapas generosas, y las mujeres van muy guapas con sus vestidos livianos. Los extranjeros se deshacen en elogios por nuestro país, que viva el sol y la sangría, y a los españolitos, entre que se dejan seducir por los piropos. y que tienen el cerebro recocido por el sol, la vida ya no les parece tan injusta, ni tan arrastrada. Por eso, en Hablar, también hay historias de amor, y de desamor, y hasta un bailaor que le dedica una seguidilla, o una soleá -que no tengo ni idea- al cobro de un cheque bancario. Porque no todo va a ser follar, como cantaba el maestro Krahe, pero tampoco va a ser todo protestar, que también hay que vivir, y que ver una película de vez en cuando. 


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Caníbal

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Esta película española titulada Caníbal, que anunciaban como terrorífica y muy particular, ya la filmó hace quince años Atom Egoyan en las calles de Londres, que no de Granada. Se titulaba El viaje de Felicia, y el psicópata de turno era el entrañable y muy convincente Bob Hoskins, uno de los grandes actores olvidados cuando se elaboran las listas, o se conceden los premios conmemorativos. No recuerdo si este asesino de Atom Egoyan también se comía el solomillo de sus víctimas acompañado de un buen vino, como hace Antonio de la Torre en plan Hannibal Lecter, pero sí recuerdo que su afición principal era la cocina, y que se arrepentía de sus fechorías en el momento más inesperado de la película, así que por ahí se anda la historia. 




Y es que aparece un psicópata en cualquier película, y ya te sale, sin quererlo, un juego de asociaciones con los innúmeros malandrines que le precedieron. En la vida real, los psicópatas son un vecino de cada mil, y la mayorìa ni siquiera asesinan: sólo te putean, o te buscan las cosquillas, o se meten a policías o a guardias civiles para dar mamporros al amparo de la ley. Son notorios, pero escasos, los psicópatas que viven a este lado de la pantalla. En  la ficción, en cambio, es como si la psicopatía fuera el mal común de los habitantes, y todo el mundo guarda ganchos de carnicero en el garaje, y cadáveres corruptos en el jardín. 

  Los planos de este asesino de Caníbal masticando la carne femenina son clavados a los que retrataban a Mads Mikkelsen en Hannibal, la fallida serie que hace meses quiso hacerse un hueco en este blog. ¿Que el criminal es un sádico matamujeres y además sastre? Ahí está el villano de El silencio de los corderos para completar el árbol de referencias. ¿Que el criminal lleva años sembrando el terror en la comarca y nadie relaciona sus asesinatos? El malvado de Los hombres que no amaban a las mujeres sale a la palestra para seguir jugando a este Trivial Pursuit de los sanguinarios, muy pronto en las jugueterías, y establecimientos autorizados.



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