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La buena estrella

🌟🌟🌟🌟

No hace mucho tiempo que nuestra querida Pam, la secretaria de Estado de Igualdad -la mujer que posee la colección de pollas disecadas más extensa de la Península- se escandalizaba porque en una encuesta que analizaba el bienestar sexual de “les españoles”, un 80% de las mujeres todavía prefería el contacto con un varón para alcanzar el orgasmo, en detrimento de otras prácticas según ella más liberalizantes y empoderadoras, como la masturbación íntima o el contacto mutuo femenino. 

Para Pam, el hombre ya sólo existe para hacer desgraciadas a las mujeres, matar a las arañas peludas y abrir los botes de conservas, y cualquier otro uso le parece un atavismo que habría que erradicar por la vía de la educación, y si no, por la vía de la ley. Pam, por supuesto, es una fanática, una analfabeta funcional, una de las mujeres que ha conseguido que los viejos bolcheviques antaño ilusionados con Podemos ahora busquemos otras alternativas “sumariales” más respetuosas con el medio ambiente.

Hablo de Pam porque me divierte imaginármela viendo “La buena estrella” y descubriendo que la protagonista -esa australopiteca fascista de Maribel Verdú, según ella-  no solo prefiere el coito con un varón, sino que prefiere el coito con DOS varones, aunque no de manera simultánea, eso también es verdad, porque Ricardo Franco era un director serio que nunca hizo pinitos en el mundo de la pornografía. Por el día, Maribel se acuesta con Resines porque él cuida de su hija y además es el dueño de la casa; y por la noche, porque Resines es impotente y no puede dejarla satisfecha, se acuesta con el macarra del barrio que hace tiempo le daba de hostias en plena calle, y al que tendría que haber rajado entonces sin miramientos. Y en eso, mira: yo estoy con Pam y con su pandilla de pandilleras. 

En eso, como en otras muchas cosas, “La buena estrella” es una película imposible de creer. No se puede querer a dos personas al mismo tiempo y además no se puede ser tan gilipollas como el personaje de Resines. Y, sin embargo, la película sigue funcionando. Yo creo que son los actores -y la actriz, sí, Pam- que hacen verosímil lo inconcebible.





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Sentimos las molestias

🌟🌟🌟


Aún me quedan 20 años para llegar a estas ancianidades de “Sentimos las molestias”. Y eso con suerte... Pero no es lamento de previejo, o de quejica profesional: es una prevención estadística, nada más. Hay unas tablas, unas estadísticas, unas esperanzas de vida... Por otro lado estoy viendo la segunda temporada de “Frasier” y me siento mucho mejor que el doctor Crane con diez años de más: más lúcido, más en forma, más... Si hay una procesión del infortunio, ésta va por los adentros, recitando su letanía.

Pero aunque me falten dos décadas para estar como Resines y Rellán -la doble R del sonotone, de la Viagra, del hueso rechinante en cada levantarse del sofà- conviene ir haciendo una visita por esas edades para tomar conciencia del futuro. No es que uno no sepa, o que no tenga seres queridos, pero yo, las cosas, hasta que no me las explican en una ficción, es como si no terminara de creérmelas del todo. Si las personas cabales buscan certezas en la realidad, yo, atravesado de nacimiento, perdido para siempre en la otra dimensión, necesito que la pantalla del televisor me diga que sí, que en efecto, que las cosas son así. Que dentro de unos años me espera la pitopausia con todas sus complicaciones y también con todas sus simplicidades. Hay jodiendas que aparecen y jodiendas que, de pronto, se esfuman en el aire.

Digo esto porque a Resines y a Rellán les pasan muchas cosas en la serie -tontas y serias-, pero la mayor parte de sus tribulaciones provienen de aquel verso de Franco Battiato que últimamente repito mucho en los escritos:

“Y los deseos no envejecen

a pesar de la edad”.

A ellos también les pasa, y ahí se dan presos, como diría Rafael Azcona, que hablaba del alivio que le supuso la pérdida del deseo. El tiempo que se ahorraba, y las energías que reconcentraba. Maneras de verlo. Dentro de 20 años ya emitiré una opinión.





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Ópera prima

🌟🌟🌟🌟🌟


Se titula “Ópera prima” porque es la primera película que dirigió Fernando Trueba. Y, también, porque cuenta la historia de un hombre llamado Matías que encontró a su prima en la salida de Ópera, en el metro de Madrid. La casualidad.

Corre el año 1979 y las relaciones entre primos todavía no están bien vistas en democracia. Son tiempos oscuros que ya ven la luz del sol, pero todavía quedan zonas en penumbra. Matías y Violeta no son creyentes, pero por si acaso, para no dar lugar a habladurías, deciden encerrarse en la buhardilla donde ella vive para ver pasar la vida desde un edredón. De todos modos, si no lo han entendido mal, lo que es pecado mortal es casarse y procrear, a no ser que le pidas una dispensa al Papa. Pero follar, como ellos follan, con toda la inocencia del mundo, y además con una inocencia enamorada, no es más que un pecado venial por ser una relación extramatrimonial. Y de esas hay muchas por ahí.

Mientras que abajo, en Madrid, van germinando la movida musical y la movida socialista, ellos, en la buhardilla, encerrados bajo siete llaves a no ser que haya que trabajar, o que bajar al supermercado, viven la movida del amor, que es siempre la misma desde que el mundo es mundo. En un momento determinado, Matías le confiesa a su amigo que está viviendo la felicidad absoluta. Se lo dice por teléfono, desde la cama, con Violeta a su lado, desnuda y dormida. “Si la felicidad no es esto, no sé qué es...” Y yo estoy con Matías: la felicidad es poco más que eso: la buhardilla, y la mujer amada, y el deber que no llama, como cantaba Javier Krahe. Lo demás es superfluo, engañifa, mercancía de embaucadores.

“Ópera prima” no estaba prevista en mi programación. No quedaba ni un hueco en mi agenda de chotado. Pero ayer, en el Caralibro, un amigo puso un pasaje descacharrante de Óscar Ladoire arremetiendo contra tirios y troyanos alrededor de una mesa de comedor. Su personaje de Matías es memoria sentimental. Envidia cochina de la palabra. Matías es demoledor, ocurrente, tierno y odioso.  Ahostiable en ocasiones. Un genio. Le adoro. Y tuve que ver la película completa, claro. Otra vez.



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El club del paro

🌟🌟🌟


La gran suerte que yo he tenido en la vida -porque de las otras suertes casi siempre he ido con lo justo- es no haber estado nunca en el paro. Bueno, sí, una vez, recién salido de la Universidad, cuando me apunté con la única intención de engrosar las estadísticas y joder un poco la marrana. De sumarme simbólicamente al gran drama de los parados de verdad, los que tenían un hogar y una familia y vivían con la verdadera angustia que yo de momento no sentía, todavía en casa de mis padres, en la habitación del fondo, preparando las oposiciones que iban a salvarme de la incertidumbre.

Lo cierto es que este paréntesis de parado ficticio, o de parado solidario, no duró demasiado tiempo. Iba a decir que gracias a Dios, pero como no creo en Dios, sino en Billy Wilder, como dijo Fernando Trueba cuando recibió su Óscar, voy a decir que fue gracias a la Suerte, que es la verdadera diosa de los designios. Estudiar de nada nos vale, y el tesón... Conozco gente muy trabajadora que nunca terminó de asomar la cabeza, siempre derrotada en el último detalle, o en el estúpido revés. Vidas trágicas de verdad. Esta retórica del esfuerzo no es más que mierda de emprendedores, basura neoliberal. Propaganda de los tiempos modernos. Es la Suerte, estúpido, y lo demás, literatura de muleta.

Lo que a mí me separa, por ejemplo, de estos cuatro personajes que constituyen “El club del paro”, allá en su bareto de la barriada, es que el día de mi examen de oposición dormí bien, me respetaron los nervios, salió un tema que dominaba, no trastabillé al recitarlo, me salió este vozarrón de autoconvencimiento que solo esconde una timidez patológica y unas ganas locas de escapar. Coincidió que le caí en gracia al tribunal y que los demás, mis rivales, patinaron en un tema que tenía sus aristas y sus trampas. Demasiadas casualidades que ese día, para mi bien, se alinearon como planetas propicios. Como dioses complacidos con mi presencia y con mi estampa, vaya usted a saber la razón.





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La línea del cielo

🌟🌟🌟🌟🌟 


Muchos años antes de que Scarlett Johansson y Bill Murray se perdieran en la traducción del japonés, Gustavo Resines ya se perdió sin remedio en la traducción del inglés. Él, como ellos, también se quedó extraviado en la traducción de sus propios sentimientos, y desamparado en tierra extraña. Y perplejo, muy perplejo, ante su propia estupidez. Quizá por eso siempre me ha gustado tanto esta película, porque yo me identifico mucho con el personaje, con su cara de panoli, también incapaz para los idiomas, y torpe para el amor, y merluzo para el arte, y gilipollas para la vida en general.

Gustavo, en la película, es un fotógrafo de éxito que trata de conquistar la línea del cielo al otro lado del Atlántico, vendiendo su trabajo para la revista Life. El primer día que aterriza en Nueva York, la visión del skyline le llena de optimismo y le dibuja una sonrisa: allí arriba, en la terraza, sólo tiene que estirar el brazo para tocar las nubes algodonadas y sonrosadas que se enredan, juguetonas, justo por encima de las Torres Gemelas. Gustavo, además, ha venido a Nueva York a ligar, porque le han dicho -o lo ha deducido por las películas- que las americanas son más liberales, y están más predispuestas a meterse en la cama con un veinteañero que ya sufre la emigración del cabello hacia su bigote. Pero su entusiasmo se diluirá en apenas unas semanas: sus fotografías no despiertan gran entusiasmo en el mundo anglosajón; la única mujer que le hace caso es otra española exiliada, también perdida en sus propias avenidas; y lo de aprender inglés se convierte en una tortura diaria, y absurda, en la que cada vez entiende menos diálogos, y no más.

Quizá por eso, también, me siento muy identificado con su personaje, porque su generación, como la mía, aprendió un inglés de chichinabo, torrefacto, tan sucedáneo y bajo en calorías, que cuarenta años después de versiones subtituladas todavía no hay manera de entender un carajo, cuando los actores aceleran el verbo. Más que una tara, ya es un complejo, una autosugestión. Quizá una psicosomatización de aquellas clases de inglés en el colegio.  Y sin el inglés, hoy en día, como sucedía en 1983, es imposible tocar el cielo: ligar en la playa con una mujer extranjera queda descartado; emigrar a los países civilizados, también; y disfrutar del buen cine sin tener que leer los rotulicos, una tarea imposible.




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La vida alegre

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Ahora nos reímos mucho de Ana Obregón cuando inaugura el verano con un posado playero que da un poco de vergüenza ajena,  pero hace treinta años no nos reíamos tanto cuando lucía su palmito en la televisión, o en las películas, y nos quedábamos emplastados contra el televisor jurando que era la tía más buena de España, y de parte del extranjero. Ana, Anita, la Obregón, sin los Siete, era una actriz cotizada incluso en Estados Unidos, donde llegó a ser damisela rescatada en un episodio mítico del Equipo A.

Gracias al condensador de fluzo, esta tarde he aparcado el Delorean junto al dispensario que regentaba Verónica Forqué en La vida alegre, comedia de Fernando Colomo que sigue la pista a varios gonococos que pasan de cama en cama hasta llegar a los genitales del ministro de Sanidad. Una comedia de la movida madrileña, alegre, descocada, con travestís de grandes tetas e infidelidades de escasa importancia. Y con Antonio Resines antonioresinando más que nunca, con su cara de panoli y sus titubeos de macho desbordado. Y por allí, por los pasillos del ministerio, correteaba Ana Obregón con sus vestidos ceñidos y su sonrisa pomular, interpretando -o eso- a una auxiliar administrativa que sólo sirve para elevar la moral de la tropa, tan guapa y tan resalá que a uno le ha dado por embarcarse en la nostalgia al terminar la película, y descubrir, una vez más, que la memoria flaquea, y se inventa cosas que nunca existieron. Porque yo estaba convencido de que Ana Obregón era la famosa Carolina que abría el Libro Gordo de Pedrete en la parodia de Pedro Ruiz: ¡Qué buena estás, Carolina! Un latiguillo de admiración sexual que todavía hoy nos sale automáticamente de la boca, o del pensamiento, o de la omisión incluso, cuando conocemos a una nueva belleza, se llame como se llame.

Me he tirado una hora buscando el nombre de la auténtica Carolina, que en los vídeos de Youtube, efectivamente, hace honor al inmortal requiebro, pero en internet todo son nostalgias sin provecho, añoranzas de pajilleros con acné. Datos, ni uno. Ni en los archivos de RTVE he sido capaz de encontrar a la verdadera Carolina, que abría el Libro de Pedrete con una delicadeza manual que ya anticipaba placeres prohibidos y muy reposados.



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¿Qué fue de Jorge Sanz? 5 años después

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Hace cinco años que dejamos a Jorge Sanz con la pierna rota en Guatemala y las cosas no parecen haber cambiado gran cosa. Ni en la vida real -donde Sanz sigue protagonizando películas olvidables, culebrones para marujas y un único papel reseñable en Vivir es fácil con los ojos cerrados- ni tampoco, por lo que se ve, en la ficción atribulada de ¿Qué fue de Jorge Sanz?, donde nuestro héroe sigue buscando una oportunidad en los proyectos de directores modernos y molones, olvidado y repudiado a partes iguales.


    David Trueba ha decidido no rodar una segunda temporada de la serie, sino retomar el personaje cada cinco años, en largometrajes que sean como reencuentros fugaces. Como esos que tenemos con el viejo amigo en el café, o con el olvidado familiar en el funeral. El experimento de ¿Qué fue de Jorge Sanz? ya lo probó François Truffaut con el personaje de Antoine Doinel, o, salvando los formatos, Richard Linklater con el muchacho Mason de Boyhood. Original o no, la ocurrencia de Trueba y Sanz nos sabe a poco a los seguidores de la serie original, que esperábamos otros seis capítulos llenos de coñas y tragicomedias, de ficciones y realidades que nos dejaran largo rato ante el ordenador, separando el grano de la paja. 

    ¿Qué fue de Jorge Sanz? 5 años después se nos ha pasado en un suspiro, entre risotadas y reflexiones, y sólo de pensar que no habrá más desventuras de Jorgito hasta dentro de un lustro nos sumimos en un hondo pesar. Y no sólo porque ya echamos de menos a un personaje que se ha convertido en amiguete y referencia, sino porque vete tú a saber, dentro de cinco años, donde andaremos todos. Y si andaremos, siquiera, por este valle de las lágrimas. Trueba y Sanz han prometido llevar al personaje hasta el final, hasta el asilo de ancianos, recordando los viejos éxitos con una mantica sobre las piernas. Está por ver quién llegará el último al desenlace. Quién será el primer ausente en la reunión. Si alguno de ellos, o nosotros, que los contemplanos, y nos partimos la caja.




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¿Qué fue de Jorge Sanz?

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Cuando Canal + estrenó la comedia ¿Qué fue de Jorge Sanz?, fuimos muchos los que nos preguntamos: "¡Hostia, es verdad! ¿Qué fue de Jorge Sanz?" Para los que no vemos series españolas, ni seguimos la serie Z de nuestro cine, el actor llevaba años desaparecido de la cinefilia, desde que interpretara al falangista recalcitrante de La niña de tus ojos

    El otrora niño prodigio y adolescente picarón, mancebo follador de Amantes o de Belle Époque, seguía viviendo en los DVDs de nuestras estanterías. Pero el adulto treintañero moraba en las catacumbas de los proyectos, en los márgenes abismales de la industria. Nunca le tuvimos por un actor excelso, la verdad, con ese porte que siempre le delataba como Jorge Sanz; con esa dicción que a veces era difícil de entender. Pero era un tipo al que le teníamos simpatía, con esa sonrisa de pícaro que volvía locas a las mujeres, y a nosotros nos despertaba una envidia muy sana, de tío que se lo montaba dabuten en los famoseos de Madrid.

    Corría el rumor -no confirmado en ninguna fuente de internet- de que Jorge Sanz era un falangista verdadero, uno que el 20-N peregrinaba a la tumba de José Antonio a corear consignas y jurar amor por España. Y eso, la verdad, nos distanciaba un poco del personaje. "Si es así, que le den", pensábamos con maldad. Pero la serie de Canal + tenía muy buena pinta, con David Trueba en el guión y en la dirección, y con Jorge Sanz arrastrándose por los escenarios, y por la vida, en una farsa autobiográfica que bebía directamente de nuestras comedias preferidas: Larry David, la pionera, y Louie, la dignísima sucesora. 

    Si la serie española iba a ser la mitad de buena, ya merecía la pena el esfuerzo de sentarse. Y pardiez que fue la mitad de buena, y más aún: ¿Qué fue de Jorge Sanz? es la perfecta descojonación de un personaje. Sanz se ríe de sí mismo a mandíbula batiente, vulnerable y jeta, venido a menos y echado p'alante. Polígamo y padrazo, ingenioso y bobalicón, intuitivo y metepatas. La contradicción perfecta que después de seis episodios nos dejó con la duda de dónde empezaba un Jorge Sanz y dónde terminaba el otro.  Del falangista joseantoniano, por cierto, nada se supo, a pesar de la bronca -¿real, inventada?- de Juan Diego Botto en el AVE a Barcelona.
  




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El vuelo de la paloma

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Cuánto nos reíamos, en los años ochenta, de los fachas... En las películas españolas los ridiculizaban  como espantajos risibles del pasado. Y nosotros aplaudíamos felices y liberados. Qué tontos fuimos.

    Termino de ver El vuelo de la paloma, comedia entrañable del dúo García Sánchez y Azcona, y una insidiosa melancolía se instala en mi ánimo. Aquí se ríen de un fascistilla que regenta la Asociación de Amigos del Tirol, y que se pasa todo el día asomado al balcón, lanzando proclamas, exhibiendo banderas, riñendo a los artistas porque ya no ruedan películas como las de antes, como Raza, o ¡A mí la legión!, o Los últimos de Filipinas... Cuánta risa nos daban entonces los fachas, sí. Cuando de jóvenes íbamos al cine pensábamos que estos tipos ya eran toro pasado, carne de carcajeo, fantasmones sin susto. Pensábamos que España era un país definitivamente moderno, liberal, europeo. Eran los años de la movida, del revolcón, de los armarios abiertos. Los socialistas siempre ganaban las elecciones. Chanchullaban, mentían, traicionaban los principios, pero también construían hospitales, y escuelas, y repartían condones entre los jóvenes, aunque muchos no llegáramos ni a estrenarlos, perdedores eternos en la ideología ancestral de las mujeres guapas.

    En los años ochenta pensábamos que todo el monte era orégano. Qué poco sabíamos.... Sólo cuatro años después de estrenarse El vuelo de la paloma, un admirador de los viejos tiempos, con mostacho falangista y cara de mala hostia, gobernaba este país con una máscara de sonrisa falsa que te helaba la sangre. Luego se le subió la megalomanía hasta el bigote, y envuelto en banderas y en himnos militares nos llevó al borde del abismo moral. Desaparecido del panorama, creímos que su presencia sólo había un mal sueño, la psicosis colectiva de un puñado de votantes engañados. Y alegres y triunfantes volvimos a reírnos de los fachas, de los derechistas carpetovetónicos, de los pijos de Nuevas Generaciones. De las rubias con mechas que sabían perfectamente cuanto costaba un bolso de Loewe y no tenían ni puta idea de lo que costaba un kilo de tomates. Cuánto nos volvimos a reír de ellos, sí.

     Y de repente, en una cascada vertiginosa de acontecimientos que todavía no hemos acertado a digerir, unos fulanos dejan de pagar sus hipotecas en Estados Unidos y por arte de magia los tenemos otra vez aquí, aprovechando la ruina y la depresión, a los nietos de los fachas, a los hijos de los fachorros, trajeados, engominados, melifluos, riéndose ahora de nosotros: de los progres, de los rojos, de los perdedores de la historia, de los tontainas del buen corazón, de los ignorantes de la vida.





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