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El guerrero nº 13

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En la tradición católica, cualquier empresa que reúna a 13 personas alrededor de una mesa nace con el estigma de la mala suerte. La culpa es de Judas Iscariote, que chafó la Última Cena de Jesús con su evangélica traición; o que le otorgó pleno sentido, según se mire, porque sin su intervención no hubiera realmente sido la última cena. 

Para los vikingos, sin embargo, que vivieron muchos siglos sin ser bautizados, el número 13 era el que recomendaban los augures más prestigiosos para acometer cualquier empresa de las suyas: saquear costas, o descubrir Norteamérica, o enfrentarse a unos subhumanos drogadictos con la ayuda de Ahmad ibn Fadlan ibn al-‘Abbasibn Rashid ibn Hammad, también conocido por Antonio Banderas el Malacitano.

Y es que ellos, los vikingos, son tan distintos a nosotros, las gentes del Mediterráneo... Ni en el número 13 nos ponemos de acuerdo. Sontan superiores en lo fenotípico y tan avanzados en lo social... Da gusto verlos, o visitarlos. Ellos nos ponen verdes de envidia y ellas nos sonrojan con su presencia. Nos ponen verdes y rojos como a tomates. Y sin embargo, hasta comienzos del siglo XX, las sociedades nórdicas eran las más pobres de Europa: rústicas, beodas, congeladas. Lo aprendimos viendo “Pelle el conquistador”. Luego descendió sobre ellos el monolito de Kubrick y alumbraron el Estado del Bienestar y el regalo de la socialdemocracia. Y así siguen, yendo treinta años por delante de nosotros en casi todo. Dice el gilipollas de turno: “Sí, pero hay muchos suicidios en Estocolmo...”. Bueno: aquí directamente nos matan por falta de asistencia. 

Yo estaba convencido, no sé por qué, de que en “El guerrero nº13” salía Sean Connery como jefe del comando vikingo. Una idea absurda, como luego se demostró. Una “inception” de origen desconocido. Nuestro Antonio no es secundario de nadie en esta aventura que podría haberse titulado sin rubor “Los trece samuráis”. Hay mucho del clásico de Kurosawa en esta historia del pueblo aterrado y los guerreros venidos para protegerlo. “El guerrero nº13” es una película más corta, más bestia, más mala también. Dicen los que saben que lleva cortes de metraje como tajos de cimitarra, o como mandobles de espadón.





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Indiana Jones y el dial del destino

🌟🌟🌟🌟


Reunidos en sus despachos, los ejecutivos de Hollywood tomaron una decisión salomónica y en la quinta entrega nos partieron a Indiana Jones por la mitad. La cosa estaba entre dar placer a los veteranos y ofrecer carnaza a la chavalada. Apostar por la aventura clásica o crear otro videojuego con palomitas. Una decisión complicada, porque optar por un público significaba perder al otro en la taquilla, y los chalets de Beverly Hills necesitan muchos jayeres para seguir luciendo su esplendor. 

Si el juicio se hubiera celebrado en vista pública, con los afectados presentes como en el relato de la Biblia, tengo por seguro que nosotros, los veteranos, representados por gente muy juiciosa con canas en las sienes, hubiésemos preferido que Indiana Jones se quedara a vivir con los adolescentes. Que les dieran la quinta entrega por entero, para disfrute de su desconexión neuronal, y renunciar a Indy para saberlo al menos vivo. Total: tenemos las otras cuatro películas para nosotros, y no necesitamos el Dial del Destino para verlas cuando nos pete. Nos basta con una conexión a internet, o con un reproductor de Blu-ray, un aparato en vías de convertirse en otra reliquia más de las ruinas de Siracusa. 

Nosotros, los viejunos, somos los padres verdaderos de Indiana Jones -como aquella mujer era la madre verdadera del chaval- y hubiéramos preferido no verlo a verlo desangrado de esta manera. Las nuevas generaciones, en cambio -los Y, los Z, los millennials, la madre que los parió- hubieran dicho que nada, que a partirlo por la mitad, como al final hicieron los ejecutivos para tenerlos contentos y sentarlos en las butacas: una hora y media de CGI mareante para ellos, y para nosotros las migajas de cuatro apuntes históricos, tres conversaciones sobre el paso del tiempo y dos homenajes lacrimógenos a los orígenes de la saga, para que salgamos del cine entre contentos y llorosos. Cuarenta y dos años, ay, separan del Arca Perdida de la Anticitera de Arquímedes, que son los mismos que separan nuestra adolescencia de nuestro próximo ingreso en la jubilación.

(En realidad eran tres estrellas las que puse en la calificación, y no cuatro. La última es mi lagrimita de despedida).






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Competencia oficial

🌟🌟🌟🌟


Dos hombres meando el uno al lado ya son competencia oficial. Un duelo de espadachines. Esgrimistas del pene con la punta redondeada, aunque disimulen la escaramuza o sonrían con cortesía. Dos pollas colindantes invitan a la medición automática de las dos dimensiones. Es tan primigenio como casi inevitable... Yo, por ejemplo, tan pudoroso como nací, no soy de los que miran, pero sí de los que se siente observado. La otra, la tercera dimensión, que es determinar quién mea más lejos, siempre queda truncada por la distancia al urinario, que es fija para todos. Y aun así, de la potencia del chorro, se pueden sacar algunas conclusiones.

Quiero decir que para los hombres todo es campo de batalla. Competencia oficial o soterrada, según el contexto. Lo que vemos en la película es una competencia a cara de perro -o de simio- entre dos actores con un ego descomunal, aunque uno diga no tenerlo y el otro se ría de poseerlo. Da igual: son hombres, y todo es vanidad entre los hombres. Banderas y Martínez compiten por algo simbólico: la fama. El aplauso de la crítica y un lugar en las enciclopedias. Pero si hubieran tenido la misma edad, habrían competido todavía con más ferocidad. A lo simbólico hubieran añadido lo concreto, lo sexual, el entrechoque de cornamentas. El hombre, lo sepa o no lo sepa, lo necesite o no lo necesite, siempre está peleando en ese escenario.

En las piscinas de verano, por ejemplo, los hombres se tantean de reojo la barriga, la musculatura, la prominencia del paquete...  Mientras el ojo de los desparejados -o de los infieles- controla el panorama femenino, el otro ojo establece comparaciones raudas con los posibles rivales. Es el cálculo del mono, que apenas dura una ráfaga de pensamiento. Yo mismo, que me declaro pasota y no beligerante, objetor de conciencia en estas lides, reconozco que a veces me asaltan esas competencias súbitas y estúpidas. Pero yo sé que el culpable es Max, mi antropoide anterior, que se golpea su pecho peludo mientras el mío se aplasta sobre la toalla, en la lectura, o flota en el agua, mientras nado.





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Laberinto de pasiones

🌟🌟🌟


Mi viaje en el tiempo -el primero que haría si Marty McFly me prestara su DeLorean- tendría como destino el Madrid de la Movida. Aterrizaría, o aparcaría, en una calle de 1980, un sábado por la noche, para entrar directamente en el garito y codearme con aquellos rebeldes que abrieron camino, que vivieron a tope, que derrocharon la alegría y el desenfreno. Me quedaría con ellos y ellas hasta que el cuerpo dijera basta, de copas, de cuchipandas, de movidas, hasta las tantas de la mañana. Y luego a empalmar, a reírme, a tentar la suerte sexual, y en un momento de respiro juntar el valor para decirles que vengo del futuro, de La Pedanía, y que los admiro, que los envidio profundamente, desde que era un adolescente provinciano. Ellos me tomarán por un emporrado, claro, y tras darme una palmadita en la espalda me llevarán al chocolate con churros, y luego al Rastro, al disco, al fanzine, a lo que surja, y luego a dormirla, o a gozarla, en la buhardilla con vistas a los tejados en el centro de España, que entonces también era el centro del mundo. 

    Sobre esa predilección histórica no tengo ninguna duda. Cuando preguntan a la gente por el viaje que harían al pasado, a todo el mundo le da por querer a conocer a Jesucristo, a 50 grados a la sombra, en Jerusalén, que seguramente olía a meados y a muertos sin desclavar de las cruces. O eso, o conocer a los Césares, que vaya gilipollez también, por lo mismo de antes, una Roma mugrienta, y maloliente, y salvaje. No sé qué se les ha perdido en esos tiempos tan cutres como mitificados.

    Yo querría estar en Madrid, en los Madriles, hace 40 años, porque siento que el calendario y la geografía me hurtaron esa posibilidad. Nací demasiado tarde y demasiado lejos. Y cuando tuve edad para ir a vivir a Madrid, porque me lo ofrecieron, verdaderamente, unos amigos muy salados, no me atreví. Además hubiera dado lo mismo: hacia 1990 ya sólo quedaban los rescoldos, los locales cerrados, los tirados de la heroína. La Movida ya era historia cuando yo pude haberla vivido. Hay quien dice que no fue para tanto. Bueno... Me hubiera gustado comprobarlo por mí mismo.





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Conocerás al hombre de tus sueños

🌟🌟🌟

Los personajes de Conocerás al hombre de tus sueños saltan de un amor a otro sin red, porque ellos son guapos, y ricos, y ellas mujeres muy hermosas, y no tienen por qué aguantar a nadie que no les satisfaga plenamente. No están para hacer concesiones, ni para contar hasta diez en las refriegas. Aquí todos juegan en la Primera División de los amores, y en Primera División la exigencia es máxima, y nadie se anda con tonterías. Al primer error, te envían al banquillo; al segundo, te traspasan a las ligas menores. Es un mundo implacable que siempre busca la perfección. Citius, altius, fortius... Más pasta, más belleza, más sexo satisfactorio...  La gente atractiva es así, caprichosa e inconformista. Pero se lo pueden permitir, claro, porque la buena genética les regala muchas balas para probar y equivocarse. Cuando las cosas del corazón se tuercen, se miran al espejo, o se tantean la billetera, se pegan un chute de autoestima y piensan: “Que pase el siguiente, o la siguiente”, y chascan los dedos, y de pronto ¡chas!, alguien a la altura de su exigencia aparece a su lado, como por ensalmo. Como pasaba en aquella canción de Álex y Christina, que también hacían ¡chas! y obtenían un premio instantáneo. Ella era Christina Rosenvinge, claro, hablando de las reinas de Roma, tan guapísima, y tan moderna, y tan inteligente que se queda uno embelesado, oyéndola hablar...

    Como  todos los actores y todas las actrices son gentes escogidas por su belleza, las películas muestran un mundo exclusivo al que casi nadie pertenece, y que pocas veces entendemos. Los que vivimos en la realidad somos por lo común gente fea, o gente que ni fu ni fa, y a veces nos choca que un tipo, por ejemplo, esté casado con Naomi Watts y se ponga a espiar a la vecina de enfrente, que no es que esté mal, ni mucho menos, pero que ya son ganas de enredar, cuando te ha tocado la lotería y te gastas toda la pasta en comprar nuevos décimos, a ver si te vuelve a tocar. Son cosas así, de rascarse uno la cabeza, incrédulo, lo que hace que Conocerás al hombre de tus sueños sea una película escurridiza, básicamente incomprensible. Una película que además no termina, y lo deja todo en suspenso, como si a Woody Allen le hubiera entrado la vagancia, o nos quisiera hacer una metáfora de la propia vida, que también se acabará con todo inconcluso, y con casi todo por saber.




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Dolor y gloria

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Entre que Antonio Banderas se conserva bastante bien -que por algo es Antonio Banderas-, y yo, Alvaro Rodríguez -que por algo soy el ciudadano anónimo- me conservo bastante mal, los doce años que separan nuestros nacimientos casi se quedan diluidos en el dibujo de nuestras caras, y cuando le veo en la primera escena de Dolor y gloria, con la barba ya casi toda blanca, y la expresión de hastío, y la quejumbre vital de su personaje que ahuyenta a los allegados, siento una inmediata y dolorosa identificación con él. Como si en las primeras escenas fueran a contarme el desvarío de mi propia vida: la parálisis del escritor y la tortura de las noches. La incertidumbre y el miedo. La amargura de saber que uno pierde el tiempo y desperdicia los regalos. La espera impaciente de los tiempos mejores... Y, sobre todo, los fogonazos cada vez más frecuentes que rememoran la infancia, esos que asaltan al personaje de Salvador Mallo cuando se adormila o cuando se empastilla, y que también me asaltan a mí desde que empezó el baile, en los paseos y en los ensueños, delatando mi edad no avanzada, pero sí avanzando sin piedad. Las magdalenas de Proust que se hornean ya casi con cualquier excusa: un olor, un nombre, una brisa de la tarde que me retrotrae a otras tardes olvidadas...



    Pero la identificación con Antonio Banderas apenas dura unos minutos: el personaje de Salvador Mallo es, claramente, un alter ego de Pedro Almodóvar, y eso, de algún modo, rompe la magia que se había creado al principio. Hay cosas que me conmueven y otras que no, en Dolor y gloria, como sucede en cualquier película donde el auteur expone su alma en el escaparate. Almodóvar es un tipo al que yo admiro sinceramente, desde los tiempos de La Movida, porque tuvo un par de huevos, agitó la coctelera, sobrevivió a los excesos, y desde el cutrerío más absoluto y la locura más sarasona fue construyéndose una filmografía que para bien y para mal, para la videoteca y para el olvido, siempre nos dará que hablar en las tertulias. Pero su vida, y mi vida, transcurrieron en dos galaxias que distan años luz, alejadas por una generación completa, por una geografía antipodal, por una rebeldía que en mi caso fue inexistente. Alejadas por la experiencia sexual, por el mundo recorrido, por el talento del artista verdadero que a él le recorre las venas y a mí siempre se me queda en el tintero, coagulado.

(Y sí: es cierto lo que dice el alter ego de Pedro Almodóvar. El amor no basta para salvar a la persona que amas).



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La ley del deseo

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Hay algo muy visceral que me une a Pedro Almodóvar cuando habla de amores y desamores. De deseos satisfechos o contrariados. Y no me importa que sus películas las protagonicen, por lo general, homosexuales atribulados que buscan su lugar y su oportunidad. La ley del deseo es la misma para todos. De otros directores veo sus películas y no termino de conectar con sus amantes celosos o perseguidos por las dudas. Les entiendo, pero no les siento. No se me eriza el vello ni se me descompone el gesto. Ninguna lagrimilla se asoma a mis ojos. Y eso que a veces la circunstancia es muy cercana, muy personal, casi un calco de mis tribulaciones. Pero esa no es la cuestión: los amantes que retrata Pedro Almodóvar son cárnicos, tridimensionales. Veraces. Se les enciende la cara de deseo o se les apaga la sonrisa de tontos como yo mismo vivo el amor a este lado de la pantalla. Almodóvar sabe de lo que habla y sabe como exponerlo. Yo sintonizo con sus criaturas lo mismo cuando lloran de felicidad que cuando lloran de desconsuelo. Noto que algo se me revuelve en las tripas cuando en las suyas revolotean las mariposas, o se presienten las tragedias.

    Los amantes que se lían y se deslían en La ley del deseo huelen a sudor, rezuman fuego, sonríen complacidos, se reprochan con carácter. Tienen miradas de anhelo y miradas de odio. Me los creo. Y me emociono. Y aunque a mí no me va la vaina de sus personajes y la película se cae a veces por el terraplén del culebrón, me sorprendo a mí mismo dándole vueltas a mis propios amores. A mis desamores más bien, que últimamente me traen por la calle de la amargura. 



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Laberinto de pasiones

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Hace cuatro millones de años nuestros antepasados vivían el paraíso perdido de la promiscuidad entre los árboles. Los primates intercambiaban dos o tres gruñidos de protocolo y se entregaban sin culpa a los placeres de la selva. Las palabras follar y follaje comparten una etimología que se remonta a esos tiempos que todavía no conocían la posición erguida, ni el destierro en la sabana. 

Los milenios arborícolas fueron muy locos, y muy descocados, una época de absoluto desenfreno que los libros sagrados quisieron borrar de nuestra memoria, asegurándonos que no descendíamos de aquellas bestias lujuriosas, sino que habíamos sido creados de un barro nuevo e inmaculado, insuflado de alma y de altos valores etéreos. Hubo que esperar mucho tiempo para que el abuelo Darwin desmontara tales patrañas, y nos volviera a colocar en la rama correcta del gran árbol de la vida.  Pocas décadas después, la ciencia vino a demostrar que sólo un puñado de genes sin demasiada trascendencia nos separa de esos suertudos bonobos que todavía fornican a lo grande encaramados a los árboles. Unos primos carnales que todavía siguen de fiesta a las tantas de la madrugada, mientras que nosotros, "dignificados" por el trabajo, nos seguimos levantando muy temprano para derribar y reconstruir civilizaciones.


    Pero no todo ha sido sufrimiento y castidad para el homo sapiens. En cualquier época siempre hubo guerrilleros que trataron de revivir el sexo sin trascendencias, el placer sin remordimientos. Unos subversivos que fueron quemados, ahorcados, desterrados, maldecidos, sin que su llama fogosa llegara a extinguirse. Uno de estos risorgimentos del amor libre y locuelo lo vivimos no hace mucho en la Movida Madrileña, donde nativos y manchegos, mediterráneos y cantábricos, se juntaban en ciertos locales para celebrar la juventud y la alegría de vivir. Antes de que los dioses vengativos les enviaran el virus terrible de la muerte, y la fiesta tuviera que aplazarse sine die entre nostalgias y tragedias, Madrid se convirtió en un verdadero laberinto de pasiones que Pedro Almodóvar, protagonista y cronista de aquellos excesos, dejó retratados en esta película inclasificable de príncipes moros y golfas enamoradas. Una cosa que no tiene ni pies ni cabeza, ni orden ni concierto, pero que se ve con una sonrisa en la boca, y con una envidia en la mirada: la de quien no pudo vivir aquellos tiempos por edad, y por lejanía. Y porque uno, en el fondo, es un monógamo -aunque monógamo sucesivo- muy tradicional.


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Bajarse al moro

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A lo mejor soy yo, que con las canas me dejo llevar por la nostalgia, pero tengo la impresión de que este país era más feliz hace treinta años, cuando Fernando Colomo rodaba comedias como La vida alegre, o Bajarse al moro, películas imperfectas, y muy poco oscarizables, pero que traslucen una España jovial y esperanzada. Es un cine simpático, entrañable, que te contagia el buen rollo para toda la tarde, como si el humo de los porretes traspasara la pantalla e inundara esta habitación donde siempre han regido las buenas costumbres. A mi pesar...

    En los tiempos de Bajarse al moro no llevábamos ni dos años siendo europeos, y nos llovía el maná que arreglaba las carreteras y construía los polideportivos. El Mercado Común -que decíamos entonces- era la madrina que nos regalaba cinco mil pelas cada vez que le dábamos un beso, y la fuente no parecía tener fin. Ahora la fuente fluye en sentido contrario, y somos nosotros los que metemos dinero por el caño para no ser devueltos al cutre mundo de la peseta. En los años ochenta, además, para tenernos entretenidos y no mirar donde no debíamos, los exsocialistas nos trajeron el avance social, y el progreso de las costumbres, y España se llenó de arte, de rock, de cine guarrindongo. El sexo pasó a ser una celebración de los sentidos, y los curas una banda terrorista contraria a la alegría. Aparecieron los condones, y los tangas, y los trujos, que en Bajarse al moro son el mcguffin que anima el cotarro, y sólo los más descerebrados, y los más marginales, cayeron en los excesos que otros usaron como propaganda contra Epicuro. 

El resto de españolitos -mientras los políticos nos engañaban para construir un mundo peor- vivía un sueño de fiesta perpetua que casi llegamos a creernos. Incluso yo lo soñaba, con mis dieciséis años provincianos.  Yo veía las películas de Fernando Colomo y de otros pecadores de la pradera, en León, tan lejos del Moro, y era como mirar la fiesta por el ojo de la cerradura, anticipando los placeres que aquellos tipos habían conquistado. Luego la fiesta se dio como se dio, porque una mala tarde la tiene cualquiera, pero eso ya es material para otra confesión, y para otra película.




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