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El graduado

🌟🌟🌟🌟

El personaje más jugoso y enigmático de El graduado no es Benjamin Braddock, cuyo punto de vista es el único que conocemos en toda la película. Su omnipresencia hace que la señora Robinson permanezca un poco entre las sombras, como una mujer de motivaciones mal explicadas. Las sexualidades de Benjamin son de manual, de primer curso de ser hombre, y no hace falta ser muy avispado para comprender su fálica simplicidad: con una carrera terminada y un futuro halagüeño, la seducción de la señora Robinson es para él, básicamente, un rito de iniciación, y un orgullo de macho madurado, aunque al principio él haga gestos, y le entren sudoraciones, y casi no sepa ni quitarse los calzoncillos... 
Y le abrume la posibilidad de un escándalo si llegaran a destaparse tales comercios carnales.


    Con el paso de los meses, Benjamin, relajado en la tumbona de su piscina, comprenderá que está disfrutando de sexo a cambio de... nada, porque con la señora Robinson están descartadas las cuestiones más peliagudas del amor, que son la vida en común y el compromiso a largo plazo. Nada de aniversarios, de cenas románticas, de quebraderos de cabeza para que el amor no se disipe o se ponga en cuestionamiento. Para esas cosas ya está el señor Robinson; o estaba, más bien, porque el matrimonio de los Robinson, aunque indisoluble, lleva años interpretándose en dormitorios separados, como dos obras de teatro paralelas que sólo coinciden en un par de decorados reincidentes: la cocina y las fiestas del alto copete.

    Es ella, la señora Robinson, la que merecía otra indagación, otra exégesis. Otra escena aclaratoria que El graduado no quiere o no puede entregarnos. A Miss Robinson la entendemos al final, devorada por los celos, destronada -o mejor dicho, desencamada- por su propia hija. Pero la entendemos a medias, porque no sabemos cuánto hay de amor y cuánto de capricho en su deseo atravesado y a contracorriente. Cuánto de fascinación por la juventud y cuánto de “abuso” de la juventud. Cuánto de un polvo de despecho, de un corte de mangas, de un desahogo de la sexualidad postergada. No entendemos su obcecación imposible, su capricho condenado por el contexto. Es, quizá, el único gran pero que se le puede poner a este clásico que no ha sufrido ninguna erosión del tiempo. Tan moderno y provocador como el primer día.


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El hombre elefante

🌟🌟🌟🌟🌟

Todos los animales que he tenido se murieron con una dignidad ejemplar. Heridos de muerte por la enfermedad, o por la vejez que tocaba a su fin, se retiraron a su cunita, o a su rincón en el sofá, y allí suspiraron por última vez sin que nadie les oyera. Todos se fueron sin molestar. En vida fueron alegres, cariñosos, amigos gamberros que jamás se separaron en los juegos o en los paseos. Pero llegado el momento del adiós, prefirieron ahorrarse las miradas a los ojos, o los quejidos lastimeros. El mal trago de las despedidas. Aprovecharon una ausencia, una película, una modorra en la siesta, para irse como llegaron: un buen día, sin avisar.

    Así es como muere también John Merrick en El hombre elefante. Arropado en su cama, dormido como un bebé, ahogado por el peso de su propia deformidad. Sin dar noticia de sus intenciones a quienes le cuidaban y sostenían. Al igual que los animalicos que yo tuve, Merrick no quiso darse el pisto de las grandes palabras, ni de las barrocas despedidas. Reconciliado con el mundo, sintió que por fin había encontrado la paz, y que con esa paz quería poner punto fina. Él, que tanto había sufrido. 

    En el más allá del más acá sólo le quedaban un puñado de días buenos: lo demás iba a ser dolor, decadencia, más deformidad todavía, y no quiso pasar el trance de morir gemido a gemido, ni que aquellos a los que tanto quería lo pasaran con él. Merrick también era un animal desvalido, uno que de joven vivió enjaulado, humillado, expuesto a la curiosidad de las gentes, como un cachorro en el escaparate de la tienda. Una criatura de Dios al que un buen día rescató el doctor Treves para hacer de él un objeto de estudio, y más tarde un ser humano con dignidad. En el iTunes, mientras escribo, suena el adagio para cuerdas de Samuel Barber, y yo no soy capaz de contener la pequeña lágrima que resbala por la mejilla. Otra vez. 


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