Sólo quince kilómetros en
línea recta separan Corleone de Prizzi, en la isla de Sicilia. Lo he mirado en
Google Maps. Son los mismos, más o menos, que separan la influencia de los
Corleone y los Prizzi en la ciudad de Nueva York. Como si los viejos
patriarcas, don Vito y don Corrado, cuando huyeron de sus terruños, se
hubieran traído la isla consigo y hubieran calcado incluso las distancias,
aunque en Nueva York los límites no vengan marcados por los valles y las
montañas, sino por las avenidas rectilíneas y los puentes espectaculares.
Los Prizzi, como los Corleone, también
poseen casinos en Las Vegas, acciones en los bancos, recaudadores de impuestos
en los bajos fondos... Matones que liquidan a todo el que se va de la lengua o
sisa más de lo permitido. Cuando el trabajo es más delicado de lo normal, de
los que no pueden dejar huella o no pueden fallar a la primera, los Prizzi
depositan su confianza en Charley Partanna, que es un psicópata de gatillo frío
y sonrisa inalterable. Charley no lleva la sangre de los Prizzi, pero ha sido
ahijado como tal, juntando los dedos índices que sangraban.
Pero esto, por supuesto, sólo es una declaración de intenciones, antes de que vengan los negocios a incordiar. Los Partanna y los Prizzi no comparten los talantes, y eso, a la larga, será una fuente de problemas. Los Prizzi guardan un celibato casi monacal para que el pito no interfiera en el raciocinio, y sólo de vez en cuando, presumimos, echan mano de sus amantes para desfogarse los instintos. Charley Partanna, en cambio, es un pichaloca que tiene otro gatillo muy fácil dentro de los calzoncillos. Cuando conozca a Irene Walker -la rubia irresistible que lo mismo asesina para los Prizzi que les roba sus recaudaciones-, Charley perderá el oremus de sus fidelidades y ya no sabrá a qué carta quedarse.
En “El honor de los
Prizzi”, la mafia sólo es el telón de fondo de un drama más viejo que el cagar:
la tragicomedia del hombre atrapado entre sus deberes y sus instintos.