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I'm Here
Dado que los seres
humanos tenemos un sistema inmunológico particular, los amantes que quieren
entregarse literalmente el corazón o los riñones sólo pueden hacerlo
simbólicamente, en las rimas de sus poesías. Como mucho, juntar las yemas de
los dedos sangrados por una navaja. Es una jodienda, sí: entre los anticuerpos,
los glóbulos blancos y los grupos sanguíneos incompatibles, el empeño de cederse
órganos vitales se vuelve casi imposible, y por eso quienes se aman han de
conformarse con intercambiar fluidos en los arrebatos. Hay quien se bebe, quien
se come, quien se apura hasta el paroxismo, pero en realidad ninguna pieza es
intercambiable, y eso es como el límite biológico establecido para la pasión.
Recuerdo, de pronto, que
de niños sí entregábamos nuestro corazón al niño Jesús cuando rezábamos: “Jesusito
de mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi corazón: tómalo,
tómalo, tuyo es, mío no”, y nos golpeábamos el pecho como si quisiéramos arrancarlo
de cuajo, a lo Mola Ram en el Templo Maldito, y dárselo a aquel rubiales celestial
que al parecer los coleccionaba, y que por ser divino de la muerte no tenía
problemas de rechazo en su organismo angelical.
Los robots, en cambio, cuando se entregan
al amor, no sufren estas barreras infranqueables de la química orgánica. Quizá,
por eso, en el cortometraje de Spike Jonze, Sheldon y Francesca se aman más de
lo que nunca se amaron dos seres humanos. Cada vez que Francesca -tan guapa
ella, pero tan accidentada- sufre una amputación irreversible, Sheldon le cede
una parte de su cuerpo con el simple gesto de desatornillarla y de volver a
atornillarla. Sin dolor, sin esfuerzo, pero con el menoscabo de su propia
movilidad. Sheldon se quedará primero manco, y luego, cojo, y ya finalmente incorpóreo,
con la cabeza como único sustento. Pero una cabeza feliz, de ojos risueños,
porque Francesca, a su lado, está bien, completa, funcional, y eso es lo único
que le importa.
Silencio
🌟🌟🌟
Silencio cuenta la historia de un sacerdote jesuita,
el padre Rodrigues -antepasado mío por la rama portuguesa- que es incapaz de apostatar de su fe ni aunque
lo maten. Ni aunque maten a toda su grey delante de su celda. Cabezón como él
solo; terco como buen Rodrigues, o Rodríguez, que se precie. O quizá sólo un hombre
temeroso de Dios, contable puntilloso de los pros y los contras de sus actos:
porque qué es la vida para un creyente, aunque sea miserable y dolorosa, si se la
compara con la eternidad a la diestra de Dios Padre. Qué es la tortura del
cuerpo al lado del gozo del alma.
Silencio transcurre en Japón, en el siglo XVII, en la
época de las persecuciones religiosas, cuando los shogunes y los samuráis no se
andaban con hostias, valga la expresión. Al cristiano primero le daban la
oportunidad de abjurar, pisando una efigie de Jesucristo, o de la Virgen María,
colocada en el suelo, pero si el hombre se empecinaba, o la mujer no se
atrevía, rápidamente les aplicaban una tortura -no china, sino japonesa, pero
igual de refinada- que desembocaba en una muerte atroz para servir de
escarmiento. Pero al padre Rodrigues, que ha venido a Japón para rescatar al
padre Ferreira, que al parecer se ha casado y vive tan feliz entre los nipones,
todos estos sufrimientos causados por su mera presencia, por su cabestro empeño
en seguir predicando, son como las agujetas en la luna de miel: un pequeño
fastidio, en comparación con el gran placer junto al Amado.
Qué distinta, ay, es la fe de mi antepasado de la que yo tuve
siendo niño, reo de la catequesis, y alumno de los Hermanos Maristas. Mi fe en
los milagros de Jesús, y en la virginidad de María, se esfumó como se vino,
haciendo puf una mañana lluviosa de domingo. Aquel día de mis once años puse la
tele en el salón, vi que empezaba el programa “Tiempo y marca”, y decidí, al
contrario que Enrique IV de Francia, que los deportes minoritarios bien valían
abandonar una misa. De pronto me pareció más importante aprender los entresijos
del voleibol, o del hockey hierba, que asegurarme una plaza en el Cielo, con lo
caras que están ahora en la reventa. Y así sigo.
Hasta el último hombre
Hasta el último hombre no es una película antibelicista. No hagan caso de la publicidad. El soldado Desmond Doss, que se presentó desarmado en la batalla de Okinawa, no es moralmente superior a sus compañeros. Gibson le regala una hora entera de metraje para que entendamos su posición moral, su cabezonería de feligrés seducido por el quinto mandamiento. Asistimos con curiosidad a su infancia traumática, a sus amores gazmoños, a sus juramentos sagrados hechos sobre la Biblia. A su vida ejemplar de la América Profunda. Gibson siente simpatía por su protagonista, y hasta entiende su posicionamiento pacifista, pero pasada la primera hora de cortesía, cuando empiezan a caer los pepinazos sobre la isla de Okinawa, su objeción de conciencia valdrá tanto como la psicopatía de sus compañeros que se creen Rambo y siegan soldados japoneses como quien trabaja en la era armado de guadaña. Todos los soldados son necesarios para ganar la guerra, es el mensaje final de la película, y poco importa que antes de abandonar la trinchera le recen al dios Marte bañados en sangre, o al dios del Advenimiento bañados en santidad.
A Gibson, además, lo que realmente le motiva es la víscera desparramada, el brazo cortado, la cabeza abierta, la pierna gangrenada. La rata que se come el cadáver agusanado. La truculencia y el asco. La sangre que salta y empapa los uniformes. Y a veces, incluso, en exceso narrativo, la propia cámara que filma las carnicerías. Los debates éticos sólo le sirven de excusa narrativa para armar la película. Hasta el último hombre es un remake encubierto de La Pasión de Cristo, solo que ahora los mártires son más terrenales y más americanos, y ya no tienen por enemigos a los judíos sibilinos del siglo I, sino a los japoneses malvados del siglo XX, que en manos de Gibson vuelven a ser unas caricaturas lamentables que sólo saben matar y poner ojos de trastornados.