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En cuerpo y alma

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Cuando alguien busca pareja para “compartir sus sueños” no se refiere, obviamente, a los sueños oníricos, que son muy personales, y además nos importan más bien poco, sino a los diurnos, que son los que de verdad conforman la vida: la casa en el campo, o la prole que corretea, o el gozo sexual que florece. 

    Nadie se toma la expresión al pie de la letra salvo los autistas, que tienen dificultades para entender las metáforas y los dobles sentidos, y viven sin amor mientas esperan que alguien comparta sus sueños en un sentido literal. Alguien que sueñe exactamente lo mismo cada noche, en una sincronía que sólo podría obedecer a las leyes de la metafísica. O al paroxismo de lo romántico.

    En cuerpo y alma es una película de género fantástico –aunque los mataderos de Budapest y los barrios proletarios parezcan muy reales- que juega con la posibilidad de que, efectivamente, dos autistas que vivían condenados a la soledad y a la masturbación descubran por azar que sueñan exactamente lo mismo. Más aún, que tienen sueños complementarios, pues él sueña que es un ciervo que baja al arroyo a abrevar, y ella que es la cervatilla que le contempla desde el otro lado de la orilla. Y no sólo una noche, sino todas las noches, desde que empezaron a cotejar sus recuerdos, en una sintonía espiritual que a cualquier persona normal –y cuando digo normal digo a las que no creen en el Destino y cosas así- haría sudar de espanto y obligaría a pedir el ingreso en una institución mental.

 O eso, o preguntarle a su interlocutor que dónde está la broma, y el cachondeo, que no termina de pillarlo. Pero los dos autistas de En cuerpo y alma, tan literales y enamoradizos, tan crédulos y solitarios, se creen a pies juntillas este entrelazamiento cuántico que atenta contra las leyes de la lógica. Qué pensaría de todo esto el abuelo Sigmund, que también era austrohúngaro, como nuestros dos ciervos silvestres, aunque de otra época, y con otro temperamento.





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