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Los que se quedan

🌟🌟🌟🌟


“Todo el mundo es salvaje de corazón y además raro”. Lo decía Lula Pace en “Corazón salvaje” y yo firmo debajo. De hecho, es la frase que adorna el frontispicio de mi Facebook -ahora que Facebook, como el Partenón, ya es una ruina de la Antigüedad. 

La moraleja de “Los que se quedan”, por el contrario, viene a decir que todo el mundo es raro, sí, pero que guarda un corazoncito achuchable en su interior. Y yo, aunque no lo suscribo, porque sé que en el fondo todos tenemos un alma de pedernal, la película me parece cojonuda y casi suelto alguna lagrimita cuando termina.

Es la magia del cine, que no solo te hace creer en galaxias lejanas habitadas por midiclorianos, o en fantasmas de pasillo, o en amores imposibles, sino también en la naturaleza roussoniana de los seres humanos, donde la culpa siempre es de la sociedad o de los otros –“porque nadie me ha tratado con amor”- y nunca de uno mismo, porque la evolución nos hizo así y no nos da la gana de aceptarlo.

Viendo la película me acordé de un profesor que tuvimos en los Maristas de León, el hermano X., que nos daba matemáticas. El hermano X. era despiadado, burlón, inflexible. Exigente como si estuviéramos en un Harvard provincial. Un “old school” al estilo del señor Hunham, también calvorota y falto de sexo para desestresar. Para nada el profesor Keating de “El club de los poetas muertos”, cuyo espíritu, por contraposición, también flota en el ambiente de esta película. 

Pero el último día de nuestra convivencia, porque ya nos íbamos todos al preuniversitario, el hermano X. nos llevó a la sala de audiovisuales, y cuando ya pensábamos que allí escondía los potros de la tortura, nos mostró su colección completa de rock and roll de los años 50, y nos confesó que aquella era la pasión de su vida, tan alejada de los cálculos matriciales. Y nosotros, aunque flipábamos en colores, y nos sentíamos como en el final de una película de Hollywood, sabíamos que allí había gato encerrado, tanto postureo y tantas ganas de enrollarse, aunque luego, la verdad, al minino jamás le vimos los bigotes ni las tres patas. También porque nos daba un poco igual y ya solo queríamos olvidarle.  





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Entre copas

🌟🌟🌟🌟

Hace 100.000 años, en la sabana africana, un antepasado incapaz de reproducirse inventó una técnica diferente para que las hembras se fijaran en él. En vez de pegarse golpes en el pecho, y de jugarse el pellejo en la caza del antílope, probó fortuna con dos versos primigenios, casi guturales, que hablaban de la belleza de un atardecer coloreando el horizonte. Contra todo pronóstico, aquella poesía encendió el corazón de una homo erectus arrobada, y ahí, tras la cópula exitosa que se produjo en unas rocas apartadas, empezó el linaje de los hombres de Cromañón que luego inventaron la literatura, pintaron bisontes en las cuevas y salieron de África para conquistar el mundo y predicar la buena nueva entre los neandertales. Ya no hacía falta ser un bestiajo sin seso para poder reproducirse. Los feos, los bajitos, los raquíticos, los que no tenían ni media hostia para enfrentarse a la presión selectiva de los darwinistas, podían propagar sus genes convirtiéndose en artistas.



    Y así, en una elipsis temporal muy parecida a la que unía el fémur de la charca con la nave espacial en 2001, nos encontramos en los viñedos de California con Miles Giamatti, que es un profesor de literatura que lleva dos años deambulando porque no termina de asumir su divorcio, y vaga por el mundo sin fijarse en otras mujeres, concentrado en dos asuntos que él cree ajenos a los quehaceres del fornicio: la escritura de una novela -esa obsesión tan peliculera por la gran novela americana-y el perfeccionamiento de su paladar enológico, que al parecer es capaz de percibir reminiscencias de queso Cheddar en un Pinot Noir macerado en barrica de alcornoque. Pero los cínicos, los materialistas, los que hemos leídos a los grandes maestros de la sospecha bioquímica, sabemos que todo arte, toda habilidad, toda demostración de sensibilidad, es, en verdad, un postureo que también cotiza en el mercado sexual, tanto como un mentón prominente o como una tableta  de abdominales. Maya, la hermosa mujer que también se da pisto presumiendo de enologías y de literaturas, no va a dejarse engañar por este aparente desinterés del tunante de Miles…



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Downsizing

🌟🌟🌟

Los escandinavos nos han mostrado lo mejor de los tiempos modernos: el bienestar, la socialdemocracia, la mujer liberada de su yugo... El fin de la familia tradicional. Las suecas en bikini bronceándose en las playas. La rubia de ABBA y los goles de Zlatan. 

No es casual, por tanto, que en la ficción de Downsizing ellos sean los primeros en tomar la medida más eficaz para salvar al planeta: miniaturizarnos. Mientras inventamos las naves que nos lleven a Marte para dejarlo todo como un lodazal, ellos piensan que lo mejor es ir pasando desapercibidos. Como el increíble hombre menguante de aquella otra película, el que luchaba contra la araña armado de una aguja. La solución está en hacernos tan pequeños que una galleta María nos dure una semana completa. Que un vaso de agua nos baste para ducharnos. Que la mierda de todo un año quepa en una sola bolsa de basura. Sin operaciones, sin rayos catódicos, con una simple inyección que provoca un leve dolor de cabeza. Tecnología nórdica a su alcance.


  En las películas, los escandinavos así reducidos forman comunas New Age en los fiordos de sus geografías, y con una sola maceta de marihuana tienen para ir flipados el resto de la película. Hay algo de Vickie el Vikingo en esas casas de madera a orillas del mar. Pero los americanos, cuando saben del invento, prefieren sacar las calculadoras del bolsillo y buscar un beneficio empresarial. Ellos son así. Si los suecos se hacen pequeños para vivir en La Comarca de los Hobbits, los americanos lo hacen para instalarse en un campo de golf con mansiones a su alrededor. Como jubilarse en Florida, pero antes de tiempo, y sin tener que cotizar. 

    Pero claro: en toda utopía humana siempre hay alguien que limpia la mierda, que repasa el retrete, que maneja el mocho de la lejía. Y el ciclo de los ricos y de los pobres vuelve a empezar. Algunos se miniaturizaron con la esperanza de vivir como pachás y se encontraron sirviendo a los mismos tipos que servían en Grandelandia. Los americanos son incorregibles. Y me temo que el ser humano también. Un ejemplar reducido de El Capital ya empieza a venderse en las librerías clandestinas de Pequeciudad...



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The trip

🌟🌟🌟🌟🌟

Con todos los gastos pagados por The Observer -que en la pérfida Albión viene a ser como el suplemento dominical de El País- Steve Coogan y Rob Brydon recorren el norte de Inglaterra en un viaje gastronómico del que luego habrán de rendir cuentas con inteligentes comentarios. 

    Podría decirse que The trip es una road movie con mucha niebla en el parabrisas y mucha hierba en el paisaje. Pero sería inexacto. Porque las road movies llevan implícita la noción de cambio: del paisaje, que se muda, y de los personajes, que se transforman, y aquí, en The Trip, cuando termina la película, los personajes de Coogan y Brydon  -que hacen de sí mismos en un porcentaje que sólo ellos y sus biógrafos conocen con exactitud- regresan a sus vidas civiles con los mismos planteamientos que dejaron colgados cinco días antes. 

Si cambiáramos los restaurantes pijos de Inglaterra por las bodegas vinícolas de California, The trip sería un remake británico de Entre copas, la película de Alexander Payne. La comida y la bebida sólo son mcguffins que sienten en la mesa a dos hombres adentrados en la crisis de los cuarenta. Las dos películas parecen comedias, pero en realidad no lo son. En The trip te ríes mucho con las imitaciones que Coogan y Brydon hacen de Michael Caine o de Sean Connery, o con las versiones de ABBA que cantan a grito pelado mientras conducen por las carreteras sinuosas. Hay un diálogo genial sobre qué enfermedad estarías dispuesto a permitir en tu hijo a cambio de obtener un Oscar de la Academia. Pero también se te ensombrece la cara cuando charlan en los restaurantes sobre la decadencia inevitable de sus energías, sobre el esplendor perdido en la hierba de su sexualidad.

Rob:       ¿No te parece agotador andar dando vueltas, yendo a fiestas y persiguiendo chicas...?
Steve:      No ando persiguiendo chicas.
Rob:         Sí, lo haces.
Steve:      No las persigo. Lo dices como si yo fuera Benny Hill.
Rob:      ¿Pero  no te parece agotador, a tu edad?
Steve:     ¿Te parece agotador cuidar un bebé?
Rob:       Sí, me lo parece.
Steve:     Sí... Todo es agotador después de los cuarenta. Todo es agotador a nuestra edad.




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Nebraska

🌟🌟🌟🌟

Las familias reunidas son el infierno en la Tierra. No caben más estupideces, más engreimientos, más mentiras por metro cuadrado que las que se apiñan en un banquete, o en la cafetería de un tanatorio. A uno, cuando iba a estas cosas, siempre le ahogaba el aire, el calor, el ansia de huir... Así que dejé de presentarme. Nadie me echa de menos, y lo mismo me sucede a mí con los demás.
Uno, en los últimos años, sólo sabe de las grandes familias gracias a las películas. Sobre todo de las familias norteamericanas, que uno se topa prácticamente todos los días, lo mismo en los dramas que en las comedias. Podría hacer una tesis doctoral sobre este asunto sin tocar un solo libro, ni consultar un solo especialista. Casi podríamos decir que es mi tema, y tal, pues he frecuentado familias catódicas desde la más tierna infancia, desde Con ocho basta o La casa de la Pradera. Allá en América he conocido familias de todos los colores, de todos los credos, de todas las geografías. Jamás he probado el pastel de cerezas, ni la mantequilla de cacahuete, pero sé de sobra a qué saben estos productos, porque a fuerza de imaginarlos han dejado huella en mi paladar.


Alexander Payne -al que en este blog se profesa una admiración especial-  jamás sigue las huellas que otros han ido dejando. Lo suyo es adentrarse por los caminos personales, a riesgo de hacer el ridículo, o de perderse en vericuetos. Él es, por fortuna, un senderista experimentado que siempre llega a la posada por el camino más insospechado, y te regala anécdotas y fotografías que otros más previsibles no pudieron conseguir. Payne es consciente de que los cineastas americanos, cuando se ponen a contar el asunto de las familias taradas, se quedan  muy cortos o muy largos. O nos presentan gentes desestructuradas al borde de la psicopatía, o se regodean en otras que parecen recién caídas de la imbecilidad. El espectador medio no se ve representado en ninguno de los dos casos, porque las familias del cine americano son constructos del propio cine, que se han ido alejando con el tiempo de lo real.
En Nebraska, Alexander Payne tira por la calle de en medio, que es la calle de lo normal, y nos presenta a una familia problemática pero pacífica en la que es muy difícil no verse reconocido,  y no reconocer a unos cuantos sujetos que forman parte de nuestra  propia parentela. Me gustaría entrar en detalles, pero no puedo. Sonrío varias veces cuando me topo con los tíos y primos que viven en Hawthorne, Nebraska: sus eternas conversaciones sobre los coches y las distancias recorridas en ellos me traen a la memoria viejas convivencias. Se parecen tanto, la América Profunda, al Noroeste Ancestral...




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Election

🌟🌟🌟🌟

El sexo se va filtrando poco a poco en las películas que comparto con mi hijo. A medida que él va sumando años -y que yo los voy multiplicando- los personajes de la pantalla también se van haciendo mayores, maduros, sexuados. Por mucho cuidado que uno ponga en estos asuntos, la propia deriva de nuestra cinefilia nos lleva a estas playas donde las chicas y los chicos ya retozan semidesnudos y se esconden entre los árboles. El lejano rumor del erotismo se ha convertido en agua que repiquetea sobre nuestro tejado. Ha llegado el tiempo de los primeros torsos femeninos, de las primeros chistes inequívocos, de los primeros actos eróticos que mezclan los ropajes con las pieles. Qué lejos nos quedan ya el Pato Donald y Buzz  Lightyear, los Power Rangers y los amigos de Pikachu...


 

            De vez en cuando, en el desarrollo de una comedia, o en el reposo de una batalla, una pareja de amantes inicia el ritual del desnudo, y se regala arrumacos en decúbito prono y supino. Mientras les dura el arrebato sexual, un silencio espeso se adueña de nuestro salón, y los chuic-chuic de los besos y los mmms-mmms de los retozos resuenan amplificados e incómodos. El retoño no se corta y protesta: " a ver si acaban", o "vaya rollo", o "dale p'alante con el mando". Cosas así. Con sus amigos se partiría el culo de risa y no le quitaría ojo a la pantalla. Conmigo se rasca una pierna o aprovecha para darle un tiento a la lata de refresco. Yo, por mi lado, me concentro en la pantalla y trato de sonreír como un padre moderno y liberal. Pero soy consciente de que me sale una sonrisa de estúpido, de hombre culpable pillado en falta. 

         Otras veces -las peores- el erotismo que yo recordaba inocente se muestra en realidad atrevido e inflamado, y maldigo mi falta de previsión o mi falta de memoria. El diablillo de mi hombro izquierdo me recuerda que son asuntos naturales de la vida, recorridos obligatorios en esta tarea de ser padre. Pero el angelito del hombro derecho, que es el gusanillo de la conciencia, me reprende por dar lugar a estos momentos embarazosos, en los que una chica, por ejemplo, como hoy en Election, se agacha ante su novio y desaparece por el lado inferior de la pantalla mientras el maromo pone cara de imbécil y empieza a sonreír... No se ve la mamada, pero, es obviamente, una mamada. Una que yo no recordaba después de haber visto la película tres veces. Una felación que sólo se sugiere y se deja a la imaginación de cada cual, pero que resulta sorprendente en una película que no viene recomendada para menores de trece años, por mucho que los trece años de ahora valgan tanto como los veintiséis tacos de entonces. El retoño y yo nos hemos quedado de piedra durante esos segundos interminables. Luego, al final de la película, nos hemos felicitado por el buen desarrollo de la función, pues Election es una comedia modélica que ya anticipaba el talento sarcástico de Alexander Payne. Pero ninguno de nosotros mencionó, y nunca mencionará, el asunto de la mamada. Ahí estaba, cada vez que cerrábamos los ojos, como un fotograma clavado en el reverso de los párpados. 




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Los descendientes

🌟🌟🌟🌟

Hacía más de cinco meses que no entraba en un cine, desde aquella ocasión en que Pitufo y yo fuimos a ver Super 8. Todo un récord de absentismo para mí, que antes era el okupa de las salas. En mis tiempos mozos me dejé sueldos enteros por las taquillas de media España, cuando vivía en las ciudades, cuando estaba de vacaciones, cuando visitaba a un familiar de las Chimbambas. Veía casi todo lo potable, casi todo lo premiado, casi todo lo recomendado.

Pero esa época ya pasó. Ahora parezco uno más de esos carrozas que se casaron, tuvieron hijos y abandonaron la costumbre sin nostalgia ni remordimientos. Vivo rodeado de ellos, pero no soy uno de ellos. Yo no abandoné las salas de cine: a mí me echaron de ellas. Los que no paraban de hablar, los que no paraban de masticar, los que no paraban de hacer ruido con las bolsas. Los que no paraban de soltar gracietas, de ir al servicio,  de consultar sus teléfonos móviles. Los que iban con los niños y los dejaban corretear por los pasillos; los que iban con la abuela sorda y le iban gritando la trama; los que iban en pandilla y confundían el espacio público con el salón de su casa. Los que trabajaban allí y consentían el lamentable espectáculo. Los que estaban a mi lado y jamás secundaron mis airadas protestas. Los que luego escuchaban mis razonamientos en las tertulias y decían que yo era el malo de la película, intransigente y maniático. Me echaron todos ellos, sí.

 A toda esta gente le importaba una mierda el cine, y sin embargo, fui yo, que era el que más lo amaba, quien tuvo que desistir. Me echaron, como quien dice, de mi propia casa. Porque los cines eran eso, mi hogar, mi segunda residencia, el lugar donde yo pasaba las vacaciones de mí mismo. Los cines eran mi fumadero de opio, mi refugio en las montañas, mi velero alejado de la tierra firme y de los humanos insoportables. Los cines eran algo más que mi propia casa, porque yo, en mi casa, me limitaba a vivir, pero en ellos soñaba. Era feliz.

Hoy he tenido suerte. En la sesión de las cinco sólo éramos seis personas: tres loros acartonados que iban a ver a Clus (sic) Clooney, una pareja de mujeres de mediana edad con pinta de maestras de primaria, un pobre hombre sentado al fondo de la sala, y yo mismo, a dos filas de distancia del cogollo central, temeroso de que en cualquier momento comenzara el parloteo y se desencadenara la tormenta. No ha sido así. Apenas unos murmullos educados en los títulos de crédito inciales, y luego, el silencio. Supongo que Clus les parece tan guapo a las mujeres que las deja boquiabiertas, incapacitadas transitoriamente para articular sonidos. Bendito seas, Yors.



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