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La comunidad

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Hace pocos días, en una tertulia de la radio, alguien sostenía que la cantidad mínima de dinero para vivir sin trabajar son dos millones de euros. El tipo -que no era economista, sino periodista deportivo- lo tenía todo calculado por si un día le tocaba el Gordo de Navidad o la herencia de una tía en Venezuela. Aseguraba que unos plazos fijos por aquí y unas letras del Tesoro por allá bastaban no para vivir como un marajá, pero sí para no tener que levantarse a las siete de la mañana y dejarse la vida en un empleo que a él ni le iba ni le venía.

Dos millones de euros son, curiosamente, traducidos al cristiano, 332 millones de pesetas, que son la cantidad exacta de dinero que Carmen Maura encontró bajo aquella baldosa de la cocina. Y estamos hablando de 332 millones del año 2000, con todo lo que ha llovido de inflación y de caradura de los empresarios. Así que fíjate: como para que la comunidad de vecinos no anduviera loca perdida tras las bolsas del dinero. 

“Prefiero el tiempo al oro”, cantaba Serrat en su himno de los locos. Y yo, que soy miembro de la cofradía, usaría esa pasta gansa para comprar tiempo de reloj y tiempo de calendario. Tempo para pasear, para leer, para ver más películas. Tiempo para tomar cafés en las terrazas. Y tiempo, también, para perderlo alegremente. Ser rico para convertir el tiempo en algo mío e inviolable. Para no tener que prostituirlo ante ningún empresario ni ante ninguna administración. Ser millonario no para vivir como tal, sino para quedarme a solas con mi tiempo, tan sagrado como los dioses de las escrituras.

Eso es lo que me más me jodía mientras veía esta obra maestra de Álex de la Iglesia (la única, por cierto, que ha parido): que estos imbéciles de la comunidad iban a dilapidar la pasta gansa como garrulos cejijuntos: en cochazos, en relojes carísimos, en vueltas al mundo sin sentido... Joyas y memeces. Abrigos de zorra y lujos de cabronazo. Gastos estrafalarios y presunciones de gañanes. Un puro despilfarro. 

(Sporting-Real Sociedad X: uno de los momentos míticos del cine español).





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Perfectos desconocidos

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El que esté libre de pecado que saque el teléfono móvil y lo muestre sin tapujos. A pantalla descubierta. A ver quién tiene cojones, u ovarios. Ése es el desafío que aceptan los siete comensales de "Perfectos desconocidos": poner los teléfonos sobre la mesa y contestar las llamadas y los mensajes que vayan surgiendo con el altavoz puesto y los textos a la vista. Un juego más divertido que el Scattergories, o que el intercambio de parejas, para amenizar la velada de los amigos que ya se conocen –o creían conocerse. 

Pero un juego mucho más peligroso, ojo, porque de las discusiones del Scattergories se sale indemne, y del intercambio de parejas, pues mira, una vez aceptado, que salga el sol por Antequera. Pero de la exhibición pública del teléfono pueden salir vientos y tempestades como de la caja de Pandora. Rayos que parten en dos los corazones entrelazados.

Este juego de los perfectos desconocidos no es apto para sepulcros blanqueados. Y nuestros teléfonos móviles son, en verdad, sepulcros blanqueados, hechos a imagen y semejanza de sus dueños. Están tan puliditos por fuera como podridos por dentro. Por eso cada aplicación trae su veneno y su antídoto, su perdición y su remedio. El teléfono móvil es el receptáculo moderno de nuestra alma impura y contradictoria, y por eso el cacharro pesa 21 gramos más de lo que anuncian en los folletos. Los secretos que antes llevábamos en el cuerpo ahora los llevamos en el adminículo, como un disco duro en el que hemos hecho copia de nuestro yo inconfesable.

En las entrañas de los teléfonos móviles hemos creado un pandemónium de gentes que en la vida real se odian entre sí, que no quieren saber nada la una de la otra. Que son incompatibles en la vida real pero vecinos en la agenda virtual. En la versión 13.5 de nuestras latas de sardinas, apiñados contra natura, moran la esposa y la amante, la suegra y la nuera, el facha y el rojo, el hijo reconocido y el hijo por reconocer. El amor y el examor. El amor paralelo o el negocio ultrasecreto. La ruindad de lo que somos, pero también la verdad sin aditivos.



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El cuarto pasajero

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BlaBlaCar -como enseñan en “El cuarto pasajero”- también se inventó para ligar. La verdad es que no hay aplicación o plataforma que no sirva para encontrar pareja, ya sea como objetivo principal o secundario. Instagram, por ejemplo, que nació con vocación de ser una exposición de arte universal, un gran museo donde unos publicaran sus fotografías, otros sus vídeos  y otros -como este mismo tolai- sus escrituras infumables y underground, se ha convertido en otro campo de batalla sexual donde los machos exponen sus méritos, las hembras sus intereses, y el que anda más listo se lleva el premio gordo escondido por las sábanas. 

Puede que TikTok sea el instrumento que usa Fumanchú para subvertir el orden mundial de los americanos, pero antes que nada es el ágora donde la chavalada se conoce meneando el body o ideando chorradas sin cuartel.  La revolución sexual es más apremiante que la revolución en las barricadas.

(Joder: yo sé de una pareja que se conoció jugando al Apalabrados, que es el juego menos erótico que uno pueda imaginarse a no ser que te salgan  las siete letras de la palabra polvazo o tetamen). 

Hace cuatro veranos yo mismo usé BlaBlaCar para ligar. Pero no con la conductora que me llevaba -que ojalá, porque mira qué era guapa la chica- sino con otra mujer que me esperaba en un pueblo costero de Galicia. Como allí no llegaban los autobuses ni los trenes de la modernidad -y además yo no tengo carné de conducir- tuve que recurrir a la bendita aplicación para que alguien me acercara al nido del amor. Luego resultó que aquella mujer me había engañado con las fotografías, sacadas de un álbum de su juventud, y que además se comportaba como una cabra del Cantábrico, de esas que pastan muy cerca de los acantilados, a punto de despeñarse. Tuve que recurrir otra vez a BlaBlaCar para salir pitando de allí... El conductor que me trajo de vuelta no era Alberto San Juan, sino otro entrenador del fútbol base con el que conversando y conversando fui olvidando la pesadilla. 





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Las brujas de Zugarramurdi

🌟🌟🌟


Igual que todos los hombres tenemos algo de cabrones, todas las mujeres tienen algo de brujas. Como el aquelarre de Zugarramurdi -viene a decir la película- hay uno en cada pueblo; y gilipollas como estos atracadores, uno por cada nacimiento varonil.

Los hombres, en efecto, somos seres muy limitados. Y ser científico de prestigio o premio Nobel de Literatura no te salva de la quema. Eso solo son habilidades del Homo faber. En cualquier cosa que tenga que ver con lo sentimental, los hombres solo conocemos la línea recta para ir del punto A al punto B. Se nos da muy mal disimular, y se nos dan de puta pena las sutilezas. No acertamos ni una cuando nos ponemos intuitivos. Cuando creemos que las mujeres están del derecho, ellas están del revés, o viceversa. Somos unos menguados del análisis psicológico. Puede que sea porque no las miramos mucho a la cara, y sí a los cuerpos, y se nos escapan las señales enigmáticas de los ojos, que a veces confirman y a veces desmienten. Es mentira que las mujeres sean un misterio: lo que pasa es que nosotros somos medio imbéciles.

Las mujeres, en cambio, vienen al mundo con un sexto sentido. Vanos a llamarlo arácnido, o transdimensional. Un superpoder, en cualquier caso. Nos damos cuenta muy temprano cuando comprobamos que nuestras madres no nos miran, sino que nos leen. Nos traspasan. Su visión binocular no converge en nuestra en piel, sino en un punto interior que unos llamarían alma y yo prefiero llamar cámara de los secretos. Las mujeres nos... radiografían. Las amantes y las examantes; las candidatas y las desconocidas. Cuando nos calan y nos salvan, las llamamos brujas buenas; cuando nos escanean y nos hunden, las llamamos brujas malas. Pero los juicios morales, ya sabemos, son muy discutibles y particulares. Nosotros, por nuestra parte, solo las deseamos. Somos brujos de un solo conjuro, que solo conoce un único fin. 





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Veneciafrenia

 🌟🌟🌟


En Venecia pasa justo lo contrario que en La Pedanía: allí los que dan po’l culo son los turistas, mientras que aquí los que dan po’l saco son los autóctonos, que no conocen el silencio en las calles ni las normas de urbanidad. Hablo así en general, claro. Si en las viñas del Señor hay de todo, aquí, en las viñas de La Pedanía, también vive gente que podría pasar perfectamente por nórdica o centroeuropea a poco que creciera unos centímetros decisivos.

 Si en “Veneciafrenia” hay un veneciano loco que se carga a los turistas que desembarcan de los cruceros, en una película que se titulase “Pedaniafrenia” -ahí dejo la idea- el asesino sería un peregrino que iría exterminando a todos los paletos que se encuentra por el Camino: al que pasa con el quad a toda hostia por una zona de limitación de velocidad; al que adelanta a los caminantes con una moto que lleva el tubo de escape recortado; al que tiene su finca hecha una pura cochambre de zarzales y basura; al que lleva el perro peligroso suelto y no hace ni ademán de sujetarlo cuando coincides; al que pega voces en la terraza del bar como si se le hubiera jodido el termostato de los tímpanos; al que tala los árboles que daban sombra porque le molestan las pelusas que sueltan en primavera; al que no deja pasar el cable de fibra óptica por la fachada de su casa y jode a todos los que viven más allá...  No sé: toda esa gente que hace de La Pedanía un rincón idílico cuando lo miras de lejos, pero una comuna de orates cuando te metes en su tráfago.

Si los turistas en Venecia son una peste, aquí los peregrinos son gentes silenciosas y respetuosas que tiran sus cosas a las papeleras y saludan siempre con una sonrisa. Gente de paso que no molesta para nada y da de comer a los bares que se encuentran en la ruta. Una nota multicolor en el paisaje rural de los viñedos. La conexión de La Pedanía con el resto del mundo. Yo ni les noto tras la doble ventana que me protege del mundo. Cuando bajo a la calle agradezco que sean ellos -y no los del tambor de hojalata- los que pasan frente a mi puerta haciendo chac, chac con sus bastones.





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30 monedas

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El Bien y el Mal no existen. Sólo, quizá, en los contextos escolares, cuando la seño corrige los exámenes o revisa los deberes. El bien y el mal -como metáfora de su relativismo, y de su cercanía- siempre se han escrito con el mismo bolígrafo de color rojo. O de color verde -como hacía una profesora mía de la  EGB- para que el examen corregido no pareciera una carnicería en la ausencia de saberes. El verde, definitivamente, era un color más ecológico y compasivo.

Lo otro, la pugna de la Luz contra la Oscuridad -que es el tema que anima a los buscadores de las 30 monedas - es un maniqueísmo tonto que ya no se sostiene, aunque sirva para hacer series tan entretenidas como ésta.  No existen ni Dios ni el Demonio. O, como aseguran los cainitas, el Demonio sólo es un funcionario al servicio del primero. Ya lo cantó Joaquín Sabina mucho antes que el padre Vergara: “Cómo decirte, que el cielo está en el suelo, que el bien es el espejo del mal / Cómo decirte, que el cuerpo está en el alma, que Dios le paga un sueldo a Satán.”

El Bien y el Mal se deciden por mayoría parlamentaria, por normalidad estadística, por consenso de la civilización, pero no son valores absolutos. Lo que ahora nos parece un crimen, hace siglos era el mandato de los dioses bondadosos. Puede que ahora nos sintamos orgullosos de algunas conductas que dentro de algún tiempo causen espanto en nuestros descendientes. Quién sabe. Para agarrarnos a una certeza ética que recorra todas las épocas, sólo tenemos una moral natural de andar por casa, que viene a ser más o menos la misma que heredamos de los monos: cuidar la prole, colaborar en comunidad y defender lo que es nuestro. El Bien y el Mal, como mucho -y quizá ya es bastante, todo un logro evolutivo- residen en el milagro empático de nuestras neuronas espejo. En un puñadico de bioquímica que cabe en la yema de un dedo.

30 monedas, la serie, empieza como un huracán divertidísimo. Todo es cachondo y terrorífico a partes iguales. Marca de la casa. Luego la cosa se estanca porque era imposible mantener un ritmo tan delirante. Para compensar, Álex y Jorge nos muestran el cuerpo desnudo y palpitante de Megan Montaner en varias escenas de sexo artístico, exigido por el guion, lo que anima -al menos a este espectador- a no desistir en el empeño. Por fin, en el último episodio, esperábamos asomarnos al Averno verdadero y sólo vimos a un Antipapa saludando desde un balcón de la provincia de Segovia. Bajonazo.





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