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El cuarto pasajero

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BlaBlaCar -como enseñan en “El cuarto pasajero”- también se inventó para ligar. La verdad es que no hay aplicación o plataforma que no sirva para encontrar pareja, ya sea como objetivo principal o secundario. Instagram, por ejemplo, que nació con vocación de ser una exposición de arte universal, un gran museo donde unos publicaran sus fotografías, otros sus vídeos  y otros -como este mismo tolai- sus escrituras infumables y underground, se ha convertido en otro campo de batalla sexual donde los machos exponen sus méritos, las hembras sus intereses, y el que anda más listo se lleva el premio gordo escondido por las sábanas. 

Puede que TikTok sea el instrumento que usa Fumanchú para subvertir el orden mundial de los americanos, pero antes que nada es el ágora donde la chavalada se conoce meneando el body o ideando chorradas sin cuartel.  La revolución sexual es más apremiante que la revolución en las barricadas.

(Joder: yo sé de una pareja que se conoció jugando al Apalabrados, que es el juego menos erótico que uno pueda imaginarse a no ser que te salgan  las siete letras de la palabra polvazo o tetamen). 

Hace cuatro veranos yo mismo usé BlaBlaCar para ligar. Pero no con la conductora que me llevaba -que ojalá, porque mira qué era guapa la chica- sino con otra mujer que me esperaba en un pueblo costero de Galicia. Como allí no llegaban los autobuses ni los trenes de la modernidad -y además yo no tengo carné de conducir- tuve que recurrir a la bendita aplicación para que alguien me acercara al nido del amor. Luego resultó que aquella mujer me había engañado con las fotografías, sacadas de un álbum de su juventud, y que además se comportaba como una cabra del Cantábrico, de esas que pastan muy cerca de los acantilados, a punto de despeñarse. Tuve que recurrir otra vez a BlaBlaCar para salir pitando de allí... El conductor que me trajo de vuelta no era Alberto San Juan, sino otro entrenador del fútbol base con el que conversando y conversando fui olvidando la pesadilla. 





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Una pistola en cada mano

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Yo tuve un amigo que de chaval, cuando veíamos el porno clandestino, se excitaba tanto que mientras se acariciaba el bulto del pantalón exclamaba, con un tono de chiste y de gran drama personal a la vez: "¡Dios, quién pudiera tener dos pollas...!" Como si la única que le fue otorgada por Yahvé no le bastara para dar salida a tanto deseo. Como si le superara el número de mujeres que veía en pantalla, o le sobrepasara la temperatura de una caldera interior que necesitaba dos válvulas para aliviar tanta presión acumulada.

    He recordado a mi amigo mientras veía “Una pistola en cada mano”, que es el retrato de varios cuarentones que viven un poco así, con dos pollas asomando por la bragueta. Una es la polla real, con la que cometen sus infidelidades o santifican el lecho conyugal según como vengan los aires del Mediterráneo. Y la otra es la polla virtual, con la que fantasean sus peripecias en paralelo, proezas de machos que merecen un galardón del folleteo.

    Mi amigo de la adolescencia se hubiera alegrado de saber que los hombres -aunque sea de un modo metafórico- sí venimos al mundo con dos pollas disponibles. Y también con dos inteligencias, y con dos de casi todo, como decía Javier Bardem en “Huevos de oro”. La primera inteligencia es la práctica, que nos ayuda a ubicarnos en el mapa y nos permite hacer cálculos aritméticos. Y la segunda es la inteligencia emocional, esa que ni siquiera sabíamos que existía hasta que un buen día la descubrimos leyendo los suplementos del periódico. Por eso somos tan torpes con ella, y por eso las mujeres nos dan mil vueltas en su manejo. Ellas sabían de su existencia desde los tiempos de Maricastaña y no nos dijeron nada del asunto... 

Es por eso que en el mundo real, como en el mundo de la película, los hombres siempre quedamos un poco ridículos cuando hablamos de sentimientos. Balbuceamos, dudamos, nos contradecimos. Se nos ve poco sueltos, poco cómodos, como si hiciéramos pinitos en un idioma desconocido. Pero últimamente lo estamos intentando, y nos esforzamos, y hay mujeres que eso lo valoran mucho. Toca perseverar.




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Sentimental

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No tener sexo es malo para la salud. Nueve de cada diez médicos no pertenecientes al Opus Dei aconsejan su práctica cotidiana. Y con mucha piel al descubierto, siempre que sea posible.

A según qué edades, el no-sexo es nefasto para el rendimiento del corazón: el rendimiento cardíaco, y también el amatorio. El sexo es la certificación notarial de que todo va bien en la pareja. Porque es sano, y gozoso, y mantiene la relación a la temperatura indicada en el envase. El sexo alarga la fecha de caducidad. Ratifica los acuerdos. Firma los armisticios con una fiesta. El sexo nos devuelve la inocencia del mono y la simplicidad de la vida. El sexo es un argumento filosófico de primera categoría. Es la prueba del nueve. El algodón que nunca engaña. La constatación de que aún nos queda cuerda para rato, aunque enfilemos el declive.

De cualquier modo, lo peor de no tener sexo es que en el silencio de la noche, si vives en comunidad, oyes follar a los vecinos y eso multiplica por dos el desamparo. Yo una vez conocí una pareja que follaba sin ganas, sin quererse, sólo por no oír joder a los de al lado. “Que no se diga”, decía él. “Que los vecinos no tengan nada que murmurar”, decía ella.

Quizá no haya parejas más tristes, más conscientes de su fracaso, que aquellas que no follan mientras escuchan el jolgorio al otro lado del tabique. O por encima de sus cabezas. Al otro lado de la felicidad. Y viceversa: quizá no haya parejas más entusiastas, más entregadas al gozo de jadear, que aquellas que follan sabiendo que al otro lado hay una pareja que los envidia. Una que desearía intercambiar los papeles. O que perdida la vergüenza propondría formar un cuarteto de cuerda en la cama redonda y acogedora.

De todo esto, y de alguna cosa más, va “Sentimental”, que es sexo oral, jodienda aplazada y pareja derruida. 






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Cardo

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María, la Cardo, y Franco, el Asesino, tan alejados en el tiempo y en la circunstancia, coinciden en que son de esas personas que dejan pudrir los asuntos a ver si se resuelven por sí solos. Es lo que cuentan del Generalísimo, en las biografías, que cuando se encontraba con un problema insoluble en las matanzas programadas, o en los consejos de ministros, aconsejaba dejarlo correr y que el tiempo decidiera. No le fue mal... Es lo mismo que hace María en la serie, que se pega un hostión con la moto, y un hostión con la justicia, y decide que bueno, que huyendo hacia delante, a todo correr, tragando pastillas y ahogando el teléfono en los inodoros, todavía queda un resquicio para la esperanza. ¿Y si en ese entretiempo de abogados que llaman, de amigas que preguntan, de familiares que se preocupan, viniera un cataclismo a joderlo todo pero salvarla a ella: el meteorito, el tsunami, la revolución de las masas...? Pero a María, al contrario que al dictador- porque Dios es de derechas y nunca está con el pobre ni con el desvalido- la estrategia le sale más bien rana.

De todos modos, nada que objetar. Yo también pertenezco a este gremio de avestruces que esconden la cabeza esperando que los problemas se los lleve el tiempo, o caduquen según lo marcado en el envase. ¿Cobardía? No sé... Más bien falta de recursos. Inoperancia. No poseer nunca la llave que desface los entuertos. Es muy fácil llamarnos cobardes a los que así transitamos por la vida. Si va en el carácter, no hay solución, y nadie es culpable de nada. Ni María -que, por cierto, no tiene nada de cardo-, ni el Hijoputa, ni yo mismo. Y si no va en el carácter, son lecciones de vida, y uno va aprendiendo a bofetones. Así que nada que reprochar. Y nada que reprocharse. La vida es un enredo, una media verdad, una media mentira, gente que te lía y gente que se deja liar. Un malentendido, la parte por el todo, una cháchara incesante... Se va liando la madeja -y la madeja de Cardo es cojonuda- y al final, cuando quieres desenredar los hilos, lo mejor es eso: salir de fiesta, o ponerse una serie en el ordenador, y esperar a que amanezca.





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Reyes de la noche

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La única guerra que yo he vivido como combatiente es justamente ésta: la Guerra de las Ondas. La que se cuenta en “Reyes de la Noche”. Una guerra civil que enfrentaba a dos Españas radiofónicas a las doce de la noche. Tuvo lugar en la Península Ibérica, a finales del siglo XX, y ha llovido tanto desde entonces -bueno, cada vez llueve menos- que aquello ya parece la guerra del general Espartero, o el desembarco en Alhucemas.

Yo era combatiente, ya digo, y además encarnizado, hombro con hombro en la trinchera de José Ramón, que entonces era el viento fresco y la radio divertida. Hasta que de tanto fingirse su némesis, J. R. se acabó convirtiendo en su mortal enemigo. Yo por entonces era un converso, un traidor de García. Yo, como otros tantos, me había venido de Sylvania a Freedonia a echarme unas risas, y a desprenderme de la trascendencia. Qué me importaba ya el último escándalo de la Federación, o la última corruptela del Ministerio de Deportes, si sólo quería divertirme y pasar las noches en vela.

Dejar a José María García fue casi como dejar a un padre. En mi niñez, mi padre, el biológico, cuando venía de trabajar, cenaba en la cocina, y ponía Supergarcía en la hora cero para enterarse de la última cagada del Madrid, que era lo que a él le levantaba la moral tras estar 16 horas al pie del cañón en otra guerra muy diferente: una guerra de comer, de llegar a fin de mes. La lucha de clases... Yo le esperaba remoloneando por la casa, disimulando con los deberes, y me sentaba un rato en la cocina para escuchar el programa. Así fue cómo me hice de García. Su voz -familiar, histriónica, inconfundible- me acompañó hasta la llegada en falso de la madurez. Con García viví mil desgracias deportivas y un puñado de momentos eufóricos. Una vez que vino la Vuelta a España a León, mis amigos y yo nos grillamos una clase para verle a él, no a los ciclistas. Le adorábamos... Pero luego se volvió un tiranuelo sin gracia y hubo que matarlo. Metafóricamente, claro. Y entonces cruzamos las líneas enemigas, para desertar.

Con el tiempo también terminé desertando de José Ramón, pero eso ya son guerrillas, más que guerras, y además incruentas, y muy civilizadas, que no darían para hacer una serie de televisión.



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Loco por ella

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Del mismo modo que Orfeo bajó a los infiernos para rescatar a Eurídice de entre los muertos, Adri, el enamorado de la película, bajó al manicomio para rescatar a Carla de entre los locos. Los mitos griegos se reciclan una y otra vez en nuestra cultura. Incluso en las propuestas de Netflix, tan modernas y tan molonas. Esto sucede porque en realidad las historias de amor se reducen a tres o cuatro arquetipos. O a solo dos, como sostenía Marcel Pagnol: un hombre encuentra a una mujer; si follan, es una comedia, y si no, es una tragedia.

Si nos atenemos a las palabras de Marcel Pagnol, Loco por ella es una comedia porque Adrián y Carla follan, y además lo hacen a lo grande, tan jóvenes y estupendos. Pero el asunto no es tan sencillo como parece, y aquí don Marcel, al menos, tendría que reconocer el asomo de una duda. Carla es una chica guapísima, intrépida, vital... El sueño de cualquier picaflor que desea encontrar el tulipán definitivo. El problema es que Carla vive internada en un sanatorio mental, diagnosticada de trastorno bipolar, y lo mismo te arrastra a la fiesta, y te echa el polvo del siglo, y te deja hipnotizado con su mirada de gata inteligentísima, que al día siguiente, secuestrada por su mal, prefiere no saber nada de ti, y te fulmina con la misma mirada, con el humor vuelto del revés, y el alma enturbiada, y la depresión acuchillando tras sus pupilas...

Aun así, Adri, tras visitar el lado oscuro de la luna, decide que la relación le compensa. Que lo bueno de Carla vale muchísimo más que lo malo de Carla. Que en ella hay más luz que sombra, y más oro que mierda.  Algunos espectadores llaman a este cálculo amor, y echan la lágrima viva en la última escena. Yo también, ojo, porque la historia me roza, y me desempolva memorias muy lacerantes. Pero es mi yo romanticón y tonto del culo el que llora. El otro, el racional, el que una vez también bajo a los infiernos en una operación de rescate, sabe a ciencia cierta que Adrián se ha equivocado con las matemáticas. Que ahora está poseído, excitado -enamorado, vale-, y se cree capaz de sortear las tormentas cuando lleguen. No sabe lo que le espera...




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Vamos Juan

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Lo primero que haría Juan Carrasco como ministro de Sanidad sería preguntar si esto del coronavirus no puede tratarse con un antibiótico, que mira que hay muchos, e incluso de amplio espectro, en los stocks de las farmacias, y que mientras llega la vacuna, pues bueno, vamos matando al bicho con amoxicilina, o con lo que sea, para no ir creando hábito o dependencia, que algo de eso ha leído en un suplemento dominical…. Juan Carrasco, además, se haría la pregunta en voz alta, con micrófonos delante, sin haber consultado primero con un asesor, o haberse documentado antes en internet, o en el Libro Gordo de Petete, porque Juan es así, impulsivo, echao p’alante, un hombre del pueblo que no teme hacerse las preguntas del pueblo.



    Juan Carrasco es un merluzo que podría desempeñar su cargo sin saber distinguir un virus de una bacteria, porque lo suyo no es el conocimiento, o la investigación, sino el trapicheo político que quita y otorga los cargos. Un populista sin formación, sin ideología, que tiene una carrera como la tenemos muchos otros, sepultada en el olvido, intrascendente para desarrollar el sentido común con el paso de los años. Y además, todo el mundo sabe que el verdadero trabajo ministerial lo hacen los subsecretarios, y los funcionarios de tropa, y que a un político como él, limitadito y campechano, le basta con seguirle el rollo al presidente, rodearse de asesores que le recojan justo antes de estrellarse, y, por encima de todo, lo primordial, darle muchos palos a la oposición, a poder ser irónicos y refinados, que eso siempre divierte mucho al votante infatigable.

    Por fortuna, Juan Carrasco es un político de ciencia-ficción, y todas sus trapisondas como ministro, o como aspirante a fundar un nuevo partido, se quedan dentro de la tele, en una tragicomedia que es de reírse mucho por las noches. Luego, al despertar, el dinosaurio del virus sigue ahí, y en la vida real comparece en rueda de prensa un ministro que al menos mide las palabras, es educado en las respuestas, y se ve que ha estudiado lo que le preparan sus asesores. El fantasma de Juan Carrasco se difumina por las mañanas con el primer café, pero no se va del todo, porque la membrana que separa a los políticos reales de los ficticios es muy permeable, y a veces se producen unas ósmosis terroríficas que dejan la televisión hecha un colador. Como cuando se infiltraron los fantasmas traviesos de Poltergeist



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El Rey

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Reconozco que soy un pesimista que siempre escribe que el mundo no cambia, y que las estructuras del poder nunca se mueven. Pero sé que en realidad no es así. En tiempo de los césares, Alberto San Juan y su cuadrilla habrían sido crucificados a lo largo de la Vía Apia como Espartaco y sus bolcheviques con taparrabo, por haber ofendido al emperador con el estreno teatral de El Rey, que es la obra antiborbónica que aquí se presenta en formato de película. En ella se deslizan, se insinúan -¡y hasta se dicen!- cosas tan graves de quien ya es rey emérito y ex cazador de elefantes, ex amante de bellas señoritas y ex huésped sempiterno de las jaimas de la Arabia, que uno, por fuerza, por mucho que despotrique contra la democracia imperfecta y la ley mordaza de los cojones, ha de reconocer que algo se ha movido desde que Suetonio escribiera Vidas de los doce césares vigilando de reojo la entrada de los pretorianos.



    Alberto San Juan habrá pensado: Juan Carlos se nos muere en cualquier momento, de cualquier caída tonta o de cualquier disparo accidental, sin ninguna Clínica Quirón en quinientos kilómetros a la redonda, y a ver quién es el guapo que estrena una obra crítica cuando los telediarios abran con la fanfarria, los periódicos lamenten a ocho columnas y se instauren 19 días de luto oficial y 500 noches de ostracismo para quien ose recordar que don Juan Carlos -el primero, y de momento el único-, es un personaje real con más sombras que luces. Con más cosas por explicar que las explicadas hasta la saciedad. Ésas mismas que en el obituario nos recordarán los panegiristas de la campechanía hasta que se les agote la baba en la impresora…

    Alberto San Juan es un guerrillero simbólico de la Sierra Maestra, pero tiene los pies en el suelo, y la cabeza en su sitio, y sabe que nuestra generación nunca verá los papeles desclasificados, o filtrados por algún Garganta Profunda apellidado Pérez o García. En el país que inventó la Chapuza Nacional, sorprende que el único éxito de la T.I.A. de Mortadelo y Filemón sea éste. Precisamente éste. Manda cojones.



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Alejandro y Ana: lo que España no pudo ver del banquete de la boda de la hija del presidente

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En el año 2002, cuando España era una marea azul de votantes del PP y el fin de la Historia parecía cernirse sobre nuestros dominios, los izquierdistas menos perspicaces y más derrotistas -entre los que llevo largos años militando- pensábamos que la boda de Ana Aznar iba a ser la fiesta inaugural de un Cuarto Reich que duraría mil años y lo que nos rondaría la morena.

Los Aznar, en el bodorrio, rodeados de los mamporreros más granados de nuestra sociedad -algunos tan ansiosos de bajarse los pantalones que ya llegaron a la ceremonia con ellos en las rodillas- estaban prolongando una dinastía que iba suceder a los Borbones y rememorar a los Austrias, y reivindicar el buen nombre de los Trastámaras que acabaron con el moro y crearon la unidad indisoluble de la Patria. Los rojos más pesimistas estábamos convencidos de que Aznar I el Fundador, a fuerza de ganar elección tras elección -porque la gente ya parecía definitivamente idiotizada, y todos se creían parientes de Gordon Gecko porque compraban pisos sobre plano- aboliría la democracia entre una salva de aplausos del Congreso y más tarde del populacho, como ocurría en La venganza de los Sith cuando el senador Palpatine tomaba la palabra para cargarse a la República.

    Entre los amigos hablábamos medio en broma medio en serio de exiliarnos a Francia, a Canadá, a Tegucigalpa Oriental, no a Cuba, precisamente, que allí hace un calor de la hostia y hay muchos mosquitos en los cañaverales. Y en esas estábamos, en el año XXVIII de la Restauración Borbónica, I de la Monarquía Paralela de los Aznar-Botella, cuando los guerrilleros dialécticos del grupo Animalario parieron esta burla sacramental, esta caricatura despiadada, y gracias a ella empezamos a intuir, con una sonrisa todavía forzada, con un optimismo todavía embrionario, que los Aznar-Agag y los miembros de la Corte iban a instaurar un Reich Ibérico que terminaría cayendo por el propio peso de la soberbia. Apenas duraron dos años más en el poder...



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Las ovejas no pierden el tren

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Treintañeros que luchan por salvar su matrimonio. Cuarentañeros que ya lo han perdido tras la refriega. Otoñales que aún no han apagado la última llama del deseo. Emparejados que no quieren desemparejarse, y desemparejados que buscan al emparejador que los vuelva a emparejar. Un trabalenguas de personajes que se buscan para el amor y no siempre se encuentran. Que a veces sólo se rozan, o chocan con tanta energía que se abrasan. O que simplemente no se entienden. Amantes -y aspirantes a amantes- que se engañan y son engañados con la mejor de las intenciones. Y niños por el medio. Y ancianos a los que cuidar. Y las apreturas económicas. Y los hombres, que son de Marte, y las mujeres, que proceden de Venus. La jungla de la jodienda, que no tiene enmienda, como dice el proverbio. La soledad de la cama, que es más llevadera en verano, pero muy jodida de soportar en invierno. El miedo a que pasen los años y llegue la enfermedad, y la demencia, y el amor exultante ya se vuelva del todo imposible. El sueño extinto de una plenitud perdida. La búsqueda de la última oportunidad, o de la penúltima, si hay un poco de suerte. Madrid y sus madrileños enamoradizos.

     Esto es, grosso modo, Las ovejas no pierden el tren, una película que así presentada parece contener grandes honduras y grandes filosofares, pero que en realidad es una tragicomedia que hemos visto cien veces en el cine nacional. Amores tópicos y desamores típicos que solventan un grupo de actores -y de actrices- que tienen el jeto preciso, el carisma contrastado, la presencia magnética. Y poco más. Te quiero, ya no te quiero, no puedo quererte, ojalá te quisiera. Margaritas que se deshojan. Margarita se llama mi amor, y también mi desamor. Rodríguez Garcés. Ovejas que salen y entran de los rebaños, y que temen perder el último tren del amor. Acojonadas perdidas.




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Días de fútbol

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La canícula, que en rigor es este infierno que va del 15 de julio al 15 de agosto, es también la travesía del desierto de los días sin fútbol. De las Eurocopas o los Mundiales que ya terminaron, cuando los hubo, y de las ligas innúmeras que todavía no han comenzado para llenarnos la vida y centrarnos la cabeza, a los hombres sin provecho: la liga española, para comparecer bien informado en los bares; la liga inglesa, para entretener las sobremesas del domingo; la liga local, para compartir el bocadillo con las amistades. Y las más importante, la liga de los chavalines, en la que uno hace de entrenador para enseñar lo poco que sabe, y no pasar por el fin de semana como un auténtico impresentable del tiempo dilapidado.



    Ahora tocan los días sin fútbol, sí, aunque en rigor siempre hay fútbol que llevarse a los ojos, porque el fútbol es ubicuo, incesante, nuestro pan y circo de cada día, y cuando no hay competiciones serias están los partidos de pretemporada, y los bolos veraniegos, y los encuentros amistosos entre las parroquias locales. Pero este fútbol de la canícula es un fútbol de mentirijillas, de baja intensidad, que sólo satisface a los más chalados, y a los más desesperados. Yo, por fortuna, también tengo esto del cine para huir de la obsesión, y de los días vacíos, y para presumir ante las mujeres de que tengo dos aficiones, fíjate bien, dos, y no como otros hombres que todo lo fían a la poesía, o a la música barroca, o a las altas finanzas, que serán muy interesantes, y muy atractivos, unos tipos de la hostia, pero sólo tienen un divertimento en la vida, uno solo, estrechos de miras, mientras que yo tengo dos, dos de todo, como decía Javier Bardem en Huevos de oro.


    A mí me pasa como a estos infelices de Días sin fútbol, la película de David Serrano, que llevan vidas inanes, insatisfactorias, no trágicas pero tampoco ejemplares, y que encuentran en el fútbol una fantasía en la que refugiarse del trabajo, del desamor, del otoño de los espejos. El fútbol es una casilla del parchís donde la realidad no puede comerte. Un baile de disfraces en el que puedes enfundarte la camiseta de Brasil y jugar a ser un dios del balón, y labrarte un poco la hombría, coño, y la autoestima, y la fraternidad entre los fracasados, que es un consuelo muy bonito que llena los bares y anima las barbacoas. Qué haríamos los hombres simples sin el fútbol, nosotros que olvidamos lo que leemos, que enredamos lo que aprendemos, que llegamos con la lengua fuera para cumplir con nuestro trabajo. Que no vamos a irnos a Nigeria con la ONG ni a Miami con el jet privado. Que nos llega el fin de semana y de repente nos asusta tener cuarenta y ocho horas por delante sin yates con rubia, ni París con pelirroja. Nosotros que enfrentamos la canícula como quien transita el desierto del Sáhara, buscando el agua fresca de un pitido inicial que inaugure el circo y abra la escapatoria. Y mientras tanto, para ir sobreviviendo, los oasis de las películas.
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Airbag

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Airbag es el corte de mangas que Juanma Bajo Ulloa y sus compinches le dedicaron al cine español de la época, el de la Guerra Civil y las chatinas, los muermos de Garci y las comedias tontonas del happy end. Una gamberrada que yo celebré en su tiempo con grandes carcajadas, pero que que casi había olvidado por completo, salvo las apariciones estelares de Manuel Manquiña, of course, que entre el “muy profesional” y “las hondonadas de hostias” y la “sub machine gun” se hizo un hueco para siempre en nuestro lenguaje populachero. Las veces que no habré dicho yo lo de las hondonadas, o lo del muy profesional, poniendo acento gallego incluso. Airbag, a su modo ibérico y jamonero, viene a ser una tarantinada ambientada en los desiertos prostibulares de Euskadi. Aunque aparenta ser un despelote –y es, de hecho, un despelote- la película lanza sus dardos contra la Iglesia, contra la burguesía, contra la política, contra el nacionalismo rancio, y eso, al viejo jacobino que rasguña estos escritos, siempre le estremece un poquito el corazón.



         Me estaba gustando Airbag, sí, a pesar de que las críticas contemporáneas hablaban de un esperpento, de una aberración para el cinéfilo de pro. Uno repasa los periódicos de la época y es para echarse a temblar. Y yo, la verdad, mientras trataba de conciliar el sueño a los 30 grados centígrados de esta puta habitación, no entendía la razón de tanto ensañamiento. La primera hora de Airbag es divertida, intrépida, gamberra a más no poder, y además sale mucho María de Medeiros, que es una actriz portuguesa que siempre me encendió el amor hispano-luso que llevo dentro. Pero claro: luego llega la segunda mitad, y la película ya no es un despelote, sino un desparrame. Los chistes de derriten, las tramas se difuminan, los actores se dedican a hacer el indio de acá para allá. Airbag 2, si pudiéramos llamarla así, tal vez se merece tales anatemas y excomuniones. Pero sin pasarse, coño, sin pasarse, que el primer rato era muy de agradecer, y nos ha dejado imágenes y concetos muy arraigados en nuestra memoria. 

Pazos: Interesante no, Carmiña, estresante




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Gente de mala calidad

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Me gustaría encontrarme cara a cara con el fulano que en algún sitio de internet, o en alguna columna de la prensa, llegó a escribir que Gente de mala calidad era la gran comedia española de nuestros tiempos. Me gustaría gritarle cuatro cosas a la cara, a este juntaletras seguramente paniaguado por la productora. A este timador del tiempo libre, que es un bien tan preciado en el otoño de la edad. 

Son decenas, centenares, las grandes películas que uno todavía no ha visto, y que están ahí, en los canales de pago, en las estanterías de las tiendas, en las programaciones de madrugada, esperando su oportunidad. Son miles de horas que uno espera y atesora como agua de mayo en la sequía general de la vida. La vida es corta, terriblemente corta, y uno, que desgraciadamente no puede ganarse la vida yendo a festivales para ver todo lo que se produce, necesita que le orienten y que le recomienden. Uno, con los años, ha aprendido a distinguir los juicios serenos de las opiniones pagadas. Uno se sabe los tics, los tufillos, las afirmaciones que no cuadran. A veces, sin embargo, una información errónea elude todos los filtros, y se salta todas las aduanas. Y da lo mismo que tengas el olfato desarrollado de un perro policía. Siempre hay una tarde tonta, un momento de inatención, una prosa demoníaca que te embauca con artes sibilinas para luego dejarte en la mano un truño maloliente con dos moscas volando alrededor. Ocurre de Pascuas a Ramos, pero ocurre.

Y eso que yo, sólo con el título, me las prometía muy felices con Gente de mala calidad. Pocos habrá más irresistibles para un misántropo incorregible... Me ilusionaba ver una película que orbitase sobre el principio filosófico de que toda la gente, incluido quien esto suscribe, es, efectivamente, de mala calidad. Una cosa como de Billy Wilder, vamos, trasladada al siglo XXI de la España caída en desgracia. Diez minutos de metraje me bastaron para comprender que las intenciones no apuntaban tan alto, sino que se trataba, simplemente, de mostrar a gente haciendo el indio por la calle, ideando gamberradas, puteando al prójimo, sableando al amigo, sin un guión digno de tal nombre.





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Casual Day

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Veo, en la sobremesa, llevado por el hilo conductor de Juan Diego, otra comedia vitriólica que lleva por título Casual Day. Viene a ser una versión hispánica de las películas americanas de ejecutivos, con sus puñaladas traperas, sus ambiciones materialistas, su enriquecida y miserable vida de acumuladores de capital, sólo que aquí se ponen ciegos a chuletones y a vinazo de la tierra, no a caviar ni a champán francés. Tampoco aquí las putas son como las de Manhattan, rubísimas y de lujo, sino bielorrusas de segunda categoría que malviven en el puticlub del pueblo. Juan Diego hace de jefe de toda esta camarilla. De puto jefe, más bien, carcamal de colmillo retorcido que hace y deshace a su antojo dentro de la empresa. Es un hijo de puta memorable. Y su segundo de a bordo, Luis Tosar, tampoco le va a la zaga. Llegas a dudar de que estos dos señores, Juan Diego y Tosar, no sean así en la vida real. Lo bordan, lo clavan. Todos conocemos a un hijo de puta que nos supera en jerarquía: a nuestro profesor, a nuestro jefe, a nuestro entrenador, y son así, como los recrean estos dos actorazos, aterradoramente exactos: la sonrisa, falsa; la educación, exquisita; el discurso, petulante; los escrúpulos, ausentes; las intenciones, maléficas; las motivaciones, espurias; los remordimientos, nulos; las arengas, ridículas.

            Me ha vuelto a gustar mucho, Casual Day. Más que la primera vez. Hay películas que, como el buen vino, maceran en el recuerdo y van cogiendo cuerpo y trascendencia. Se quedan ahí, en la cabeza, durante meses, o durante años, dando vueltas por el inconsciente, depositando su semilla de sabiduría. Y luego, cuando las vuelves a ver, no sólo recuerdas tal escena, o tal diálogo, o lo guapa que era tal actriz, sino que reconoces la película como propia, como si te hablara en tu mismo lenguaje. Porque ya es, realmente, parte de ti, de tu aprendizaje, de tu discurso neuronal. De tu modo de pensar, y de vivir.






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