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Modelo 77

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“Modelo 77” -¡cachis la mar!- no es un biopic sobre la chica Playboy de 1977, sino una movida que sucedió ese mismo año en la cárcel Modelo de Barcelona, donde se hacinaban los presos comunes y los presos políticos a la espera de que la democracia concediera una medida de gracia.

Imposible concebir dos espacios más distintos que la mansión de Hugh Hefner y la cárcel Modelo. En la casa Playboy todo está muy limpio, o lo limpian nada más derramarse, mientras que en la prisión no hay más que mierda, y mugre, y chinches, y fulanos muy desaseados. En la casa de Hugh te dan por el culo con todas las garantías sanitarias -y también, suponemos, con todo el consentimiento dictado por la ley- mientras que en la Modelo te pillan en cualquier lado con la polla esté como esté, y el culo se ponga como se ponga. 

Ese es el primer pensamiento terrible que se nos viene a los hombres cuando pensamos en la cárcel: que no te va a salvar ni Dios de la enculada, aunque ya no sé si es un mito cinematográfico o una tradición que sobrevive en 2023. Porque luego, la cárcel en sí, aunque sea una inmensa putada, y también tengas que cuidarte de los navajazos en el patio, no deja de ser una especie de retiro monacal, con sus horarios marcados, sus comidas, sus talleres y sus ocios. Hay biblioteca, y gimnasio, y tele para ver el fútbol, y una sala para el vis a vis si tienes a alguien esperándote fuera, aunque la habitación que te habilitan y la suite nupcial del señor Hefner no sean exactamente el mismo paraíso de lo sexual.

Por lo demás, “Modelo 77” es una película difícil de seguir porque no tienes ningún personaje al que agarrarte. Va de unos presos comunes -chorizos, navajeros, gente antipática o peligrosa- que pretenden apuntarse a la Ley de Amnistía para regresar al callejeo. Como si pertenecer al Partido Comunista fuera lo mismo que desfalcar los fondos de una empresa o asaltar viandantes con la navaja. A mí, por lo menos, no me parecen delitos comparables. De hecho, lo primero, ni siquiera es un delito. Como estar en la cárcel ahora mismo por ser independentista catalán. Hay cosas que nunca cambian.  


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Apagón

🌟🌟🌟


El día que caiga el viento solar sobre La Pedanía será el primer día de mi muerte. No sé los días que sobreviviré, pero sin duda serán pocos. La lucha será a muerte, y yo, a muerte, no dispongo de las armas necesarias. ¿Qué usaré cuando haya que acojonar, agredir, matar..? ¿Libros arrojadizos? ¿DVDs como cuchillas de Batman? ¿Mi perro peligroso, que se llama Eddie y apenas levanta 6 kilos con sus patitas? Pobre Eddie, también. En la serie “Apagón” nadie se acuerda de los animales. Ellos, que no usan teléfonos móviles ni queman carburante para moverse, serán las primeras víctimas de la ausencia de electricidad.

Cuando los jinetes del apocalipsis vengan a cerrar los supermercados, ellos, mis vecinos, que ahora son muy amables y me regalan los tomates que les sobran, se volverán lobos para el hombre y se armarán con la lupara para defender a tiro limpio sus huertos y sus viñedos, sus castaños y sus cerezos. Todo ese monte que poseen. En el bar se quejan todo el rato: dicen que son pobres, que no tienen para nada, que los socialistas les roban a manos llenas, pero luego resulta que viven en casas heredadas, que solo van al super a comprar papel higiénico, que se mueven por la vida con unos todoterrenos de la hostia donde cargan las cosechas sin fin y los animales abatidos.

Ellos, mis vecinos, no dudarán en apretar el gatillo cuando nosotros, los desheredados de la tierra, los funcionarios que solo sabíamos hablar en jerga y administrar gilipolleces, nos aventuremos a robarles un higo que cuelga o un racimo que se descuelga. Las tomateras valdrán entonces tanto como el oro, sino más. Nos asesinaremos -nos asesinarán- por darle un mordisco a una manzana podrida o a una calabaza yaciente. La comida de los cerdos será ambrosía y motivo de celebración. Ser funcionario valdrá tanto como ser rata de alcantarilla o paloma que defeca. 

La tierra es para quien la trabaja, decían los viejos anarquistas. Y es verdad. Cuando llegue el fin del mundo -a no ser que caiga un meteorito y lo pulverice todo- ellos, los agropecuarios, serán los supervivientes que protagonizarán la próxima entrega de “Mad Max”.



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El hombre de las mil caras

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Algo falla en El hombre de las mil caras cuando en un momento de la película empezamos a sentir pena por Luis Roldán, ese hombre. Le vemos tan enamorado de su señora -y quién no estaría enamorado de una señora como Marta Etura-, le conocemos tan asustado por su futuro, tan arrinconado en ese piso-zulo de París donde Paesa y sus adláteres lo engañan como a un laosiano, que la simpatía empieza a ganarle terreno a nuestra repulsa. Tanto es así que casi dan ganas de levantarse del sofá para besarle la calvorota a este ladronzuelo tan entrañable: un tipejo que entre la alopecia, la barriga incipiente y la cara de tonto bien podría ser cualquiera de nosotros, los infortunados de la vida. 

    Pero uno se rehace rápidamente de esta compasión innoble, de este humanismo inadecuado, y vuelve a cagarse en las muelas de este funcionario que arrambló con los dineros públicos, y se llevó la pasta gansa, y lejos de devolver lo robado contrató al hombre de las mil caras para que se lo pusiera a buen recaudo en Singapur.


    Roldán es un chorizo, un delincuente, un chiquilicuatre de la corrupción noventera. Nosotros veníamos a ver una película de malos muy malos urdiendo sus trapicheos, sus puñaladas por la espalda; el espectáculo siempre fascinante de ver cómo trabajan los fontaneros del Estado y los especuladores del sistema, que son tipos que suponemos de hierro, de sangre de horchata, verdaderos "nasíos pa' robá" que tienen su aplomo y su prestancia. Y cuando nos encontramos a este hombre que duda, que llora, que casi se arrepiente de haber metido la mano en la caja, que es tan débil y tan poca cosa como cualquiera de nosotros, nos sentimos un poco contrariados. Nosotros veníamos a ver hombres muy hombres, decididos, el reverso tenebroso de nuestra triste figura, y nos encontramos con un Luis Roldán abrazado a su maletín como un niño se agarra a su cartera escolar. 

También nos encontramos a Francisco Paesa, el verdadero protagonista de la película, viviendo de prestado en un chalet de Las Rozas como si la dueña le hubiera puesto un piso de mantenido, y no al revés. Está visto que incluso los ladrones, y los liantes de altos vuelos, tienen poco glamur en nuestro país.






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Grupo 7

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Las grandes obras que nos legaron los antiguos se hicieron gracias al trabajo de sus esclavos, que trabajaban de sol a sol a cambio de un mendrugo de pan, y de un cazuelo de agua. Con el paso de los siglos, gracias a los avances humanitarios, los emprendedores los fueron sustituyendo por trabajadores mal pagados que ahora recibían amenazas en lugar de latigazos, y un cacho de carne en las fiestas de guardar. Con esta mano de obra se construyeron las catedrales, la Gran Muralla China, las vías férreas, el canal de Panamá... Y en nuestro país, como quien dice ayer por la mañana, el Escorial, o las obras del Bernabéu, o el Valle de los Caídos. Ahora mismo, en los emiratos del Golfo, un ejército de hormigas asiáticas construye los grandes rascacielos del desierto y los futuros campos del Mundial de fútbol, en condiciones laborales que harían enfurecer otra vez al abuelo Marx, si éste se levantara de su tumba londinense.


    Grupo 7 cuenta la historia de los esclavos que contribuyeron con su curro a la pompa modernizadora de España. Mientras los obreros se jugaban el tipo en los andamios de la Expo de Sevilla, construida a mayor gloria de nuestra monarquía, ellos, los integrantes de este cuerpo policial que pateaba las peores calles y los peores tugurios, limpiaban de drogadictos los futuros barrios que iban a transitar los turistas. El Grupo 7 no existió como tal, aunque está inspirado en brigadas que se dedicaron a parecidos tejemanejes. Pasados de la raya, o intachablemente constitucionales, estos tipos, por lo que se ve en la película -los apartamentos exiguos donde viven, o los bares cutres donde alternan- no parecían recibir un gran sueldo por arriesgar el pellejo cada mañana, persiguiendo a tíos por las azoteas o entrando a saco en apartamentos de mala muerte. Me imagino que las doce pagas, la extra de Navidad y el plus de peligrosidad. Y poco más... Con lo que falta -que el abuelo Marx, siempre tan técnico, llamaba plusvalía- otros se hicieron de oro a cuenta de la gloria nacional. Finalizada la Expo de Sevilla, los drogatas regresaron a sus ecosistemas naturales, como las aves migratorias, y los pabellones y recintos se fueron oxidando y derrumbando. Tanto trabajo para tan exigua fiesta. 




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La isla mínima

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Estos escritos -además de mal escritos- jamás tendrán muchos seguidores porque siempre llegan con retraso a la película, cuando las polémicas ya son rescoldos en la chimenea. Hace mucho tiempo que uno dejó de ir al cine porque aquí, en provincias, en los sistemas exteriores de la galaxia, no existen los refugios de educación que sí hay en Madrid o en Barcelona, donde los buenos aficionados se repantigan en su butaca y disfrutan de la película sin preocuparse de los moscardones. En estas periferias todavía sin romanizar, los cines son como la plaza del pueblo, como la cafetería de la esquina. Como el piso de estudiantes en plena fiesta de viernes por la noche. 
    Los neuróticos no tenemos reposo posible en esas situaciones, y todo nos molesta, y nos distrae, y las películas pasan ante nuestros ojos como telón de fondo de nuestra frustración. Es por eso que uno espera impaciente los estrenos en DVD para ponerse al día, a ver si las almas generosas los ripean, y los ofrecen en la red a los sedientos y a los hambrientos.


De La isla mínima, que es la última gran película del cine español, ya se ha escrito de todo, y con mucha enjundia. Sesudos analistas y agudos lectores han diseccionado en ella la España Profunda, el tardofranquismo resistente, el retraso secular del campo andaluz. El tránsito doloroso y poco limpio de la dictadura policial a la democracia de las leyes. A casi nadie se le ha escapado que La isla mínima bien podría ser el True Detective andaluz, con esos paisajes de las Marismas que a ojos de profano medioambiental tanto se parecen a los meandros del Mississippi. Con esa pareja de detectives atrapados en un paisaje irreal, como de ensueño, o de mentira, en el que las vistas son diáfanas pero nada se adivina ni se concreta. Donde los fantasmas personales se aparecen aprovechando la monotonía del paisaje. Sería muy estúpido por mi parte -y muy aburrido para el lector- volver a repetir argumentos tan conocidos.



Lo que a mí me deja La isla mínima es un desasosiego geográfico, un prurito de vergüenza propia. Hace unos minutos que he subsanado mis ignorancias en el Google Maps, pero en el momento de la película, mientras los detectives recorrían los canales, yo, en el sofá, me revolvía intranquilo porque era incapaz de localizar en el mapa mental las Marismas del Guadalquivir. Uno sabía que estaban ahí abajo, a la izquierda, después de Sevilla, siguiendo el curso del gran río, pero luego he descubierto que colindan con el Parque Nacional de Doñana, que uno hacía mucho más al Oeste, casi en la raya de Portugal... Y me duelen, me duelen muchísimo estas cosas, porque uno, con dos cervezas de más, o con dos siestas de menos, se pone a presumir de culto ante ciertas amistades, y sin embargo, en estas cuestiones de la geografía sureña, ando tan perdido que me salen los sonrojos. 
Ahora, gracias a la película, por lo menos ya sé dónde queda la Isla Mínima, que para más cojones no era una isla, sino un cortijo.




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