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Pacifiction

🌟🌟 


Puede que “Pacifiction” sea una obra de arte, no digo que no. Así lo aseguran al menos nueve de cada diez críticos consultados. Ellos hablaban, incluso, de que era la mejor película española del año. Hace unas semanas, las revistas especializadas parecían el firmamento boreal con tanta estrella que le colocaban.

A mí, sin embargo, “Pacifiction” me ha parecido un rollo macabeo. Un ejercicio de estilo, de “auteur”, de “vamos a rodar una cosa muy rara”.  Los paisajes de la isla de Tahití son acojonantes, eso sí. Pero las tahitianas ya no tanto, y no comprendo por qué, cuando salían tan majas en otras películas de la Polinesia. ¿No era precisamente en Tahití donde se aprovisionaban los rebeldes de la “Bounty”...? Algo ha debido de pasar en los últimos 200 años -el plástico flotante, o las pruebas nucleares- pero en “Pacifiction” las tahitianas están feas, hombrunas, dopadas con testosterona. Es que ni eso te anima a reposar la mirada.

En "Pacifiction" sale mucho Sergi López, que es ese actor no-actor siempre tan campechano, y también Benoît Magimel, el objeto sexual de aquella pianista enloquecida que se pirraba por sus huesos. La de Schubert al piano, sí... La que cogía la cuchilla y ¡zas!, sí... Quiero decir que no es una película hecha entre cuatro amigos. Se le ve una cosa, una intención, un afán lánguido de complacer. De hecho, yo ya había visto otra película de Albert Serra, “La muerte de Luis XIV”, que tampoco era la petardada del siglo. Era una película aburrida, y estirada, pero nunca te alejabas del lecho mortuorio del Rey Sol por ver qué pasaba a continuación, todo morbo y ganas de cotillear.

Quizá por eso me animé a ver “Pacifiction”: por el recuerdo de Luis XIV, que ya ves tú, la inexistente conexión. Pero no, desde luego, porque estos cinéfilos de las revistas pontifiquen una cosa o la contraria.  En provincias ya nadie les sigue. En provincias nos fiamos más de lo que nos recomendamos entre nosotros. Ya nos conocemos, y sabemos de nuestras limitaciones, y las llevamos con jocosa resignación.



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La muerte de Luis XIV

🌟🌟🌟

Según la teoría cinematográfica de Ignatius Farray, La muerte de Luis XIV es una obra maestra porque cuenta exactamente eso, la muerte de Luis XIV, el ocaso último del Rey Sol, y no se desvía ni un centímetro de lo que anuncia en el título. 

    No hay tiempo ni intención de contar guerras de religión, batallas de frontera, litigios con el Papa. Nada veremos de Versalles ni de París. Nada de sus reinas amadas ni de sus amantes amantísimas. Nada de los embajadores españoles que siempre quedan como malotes. En la película de Albert Serra sólo asistiremos a la lenta agonía de Luis XIV postrado en su cama. La muerte monda y lironda. Una one room movie por donde pasan los médicos que le atienden, los familiares que le lloran, los cortesanos que escuchan sus últimas voluntades. Y también el heredero de la corona, un bisnieto que ha sobrevivido a las fiebres y a las viruelas, a las gripes y a las bacterias, en esos tiempos donde cualquiera podía morir de cualquier cosa, y a cualquier edad. 

    Luis XIV ha tenido la soberana fortuna de llegar a los setenta y siete años venerables, pero le ha llegado su fin, como a todo quisqui. La muerte no distingue al rey en su trono del labrador en su jergón. La muerte no sabe de absolutismos absurdos ni  economías perversas.  Ella fue la primera que enarboló la bandera de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Desde los tiempos inmemoriales todos fuimos muy democráticos bajo su guadaña.


      La muerte de Luis XIV, en algún momento del metraje, pasa a convertirse subrepticiamente en La medicina en tiempos de Luis XIV, que es el asunto más discutido de los que rondan por su lecho. En la estancia privada del monarca, como si se tratara de una convención de matasanos, se dan cita y discuten con alta erudición los partidarios de la sangría venosa, los filósofos del humor corporal, los mercachifles del elixir milagroso. Doctores perplejos de Versalles y eruditos confundidos de la Sorbona parlotean y se pisan la palabra con aristocrática educación. Ellos no lo saben, claro, pero son unos inútiles de tomo y lomo que con cada medida que adoptan aceleran la muerte del Rey. Se iba a morir igual, eso está claro, pero en los tiempos modernos aún hubiera tenido tiempo para enviar otro ejército contra los españoles, u otro recaudador de impuestos contra los pobres, u otra embestida de su pelvis contra la favorita de turno. 

    El Rey Sol, desde el cielo de los reyes, todavía les está pidiendo explicaciones por robarle la última alegría.


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