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Gattaca

🌟🌟🌟


El futuro ya está aquí y no era más que eso: muchas televisiones de pago y teléfonos móviles en el regazo. 

La mayoría de mis conocidos se volverían a escandalizar si reencontraran “Gattaca” en las plataformas de la tele. Nueve de cada diez espectadores -¡qué digo, noventa y nueve de cada cien!- opinan que el destino está escrito en el medio ambiente y no en nuestros genes. Que es la educación, la disciplina, la que configura nuestras redes neuronales, y que el gen no pinta nada o solo “predispone” de una manera muy sutil, apenas un susurro de la naturaleza enfrentado al huracán indomable de las experiencias. 

Como yo pertenezco al uno por ciento díscolo de la platea, todo esto me parecen paparruchas y engreimientos tontos del espíritu. Creer que podemos modelar a nuestros hijos o a nuestros alumnos no es más que soberbia y ganas de chupar cámara cuando nos enchufan. En medio siglo de vida apenas he conocido a un par de progenitores gestantes y no gestantes -¿es así, Irene?- que asumieron su papel secundario y se limitaron a sus funciones básicas pero altísimas: proporcionar un sustento, un techo, una seguridad, una confianza en las malas rachas de la vida. No es moco de pavo. Luego los hijos son como son, la gente es como es, y nadie puede hacer mucho al respecto. Los genes escriben nuestro destino y luego viene la vida a matizar algunas palabras o algunos giros del idioma. Nada sustancial.

“Gattaca” es una película muy honesta. No lanza mensajes bobos de superación personal. El personaje de Ethan Hawke asciende finalmente a los cielos -literalmente- porque engaña a todo el mundo o es tolerado en su engaño. Él había nacido para ser un subalterno, un paria de la vida, como la mayoría de nosotros, pero su empecinamiento ilegal le llevó a cumplir su sueño de astronauta. Pues muy bien...Yo también podría ligar con la pelirroja más guapa de la comarca si primero atracara un banco y luego me tiñera el pelo de rubio, me pusiera lentillas azules y fardara de peluco y de coche deportivo por ahí. Pero eso no es trascender las limitaciones genéticas. No es "superarse". Es dar el pego.



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Glengarry Glen Ross

🌟🌟🌟🌟🌟

Si un desconocido te sonríe, malo. Y si llama a la hora de la siesta, ponte a temblar. Eso es que quiere venderte algo: un abono a Vodafone o la salvación de tu alma. O quizá una finca en las Glengarry Highlands, como tratan de endilgarnos estos comerciales de la película. 

Nadie saluda afablemente si no es por interés. Si ya tenemos sospechas de los seres queridos -que a veces no se distinguen de los seres interesados- imagínate si te cruzas con estos tipos de “Glengarry Glen Ross”, que colocan terrenos con esa verborrea que les enseñan en las escuelas de economía. En esos antros donde aprenden las debilidades de nuestra psicología para que firmemos en la línea de puntos y despojarnos de los cuartos. 

En 1992 le cogíamos el teléfono a cualquiera porque aún no teníamos el domo de Telefónica, con su pantalla a modo de chivato, y por ahí, por ese anzuelo, nos enganchaban estos desalmados con promociones de la hostia e inversiones milagrosas. Ahora, gracias a la telefonía móvil, ya es más difícil que nos pesquen. O tenemos los números anotados en la lista de contactos, o nos salta el aviso de un teléfono sospechoso. Podemos hasta bloquearlos si nos dan mucho la tabarra. En eso, “Glengarry Glen Ross” ya es como un documental del Canal Historia, uno que versa sobre los vendedores de fincas en la época de Graham Bell. 

Pero también podría ser un documental de National Geographic: uno sobre cazadores con gabardina y úlceras en el estómago. Lo que hacen los comerciales de Glengarry Glen Ross no es muy distinto de  alancear el mamut o de espetar el salmón en el arroyo. Pero como estamos en 1992, y la cosa laboral se ha diversificado mucho en la sabana norteamericana, ahora nuestros muchachos cazan incautos para hipotecarlos por terrenos que no valen una mierda. En el fondo son los mismos cromañones competitivos que salen de buena mañana y regresan de mal atardecer. Sólo hemos cambiado el vestido de pieles por el traje de ejecutivo. La lanza y el cuchillo por la agenda y el maletín.  La evolución no consigue milagros en el plazo de tan pocos milenios. 







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El método Kominsky. Temporada 3.

🌟🌟

En algún momento crucial que ahora no recuerdo- y que quizá me pilló buscando una Coca-Cola en el frigorífico, o haciéndole una carantoña al perrete- El metódo Kominsky pasó de ser una comedia mordaz y molona, con diálogos que a veces daban ganas de anotar en el cuaderno para presumir luego de ellos como si fueran propios, a un drama sobre los problemas de la tercera edad que no necesita ser emitido en una plataforma de pago, o ser buscado como un tesoro en los outlets de internet. Porque como esta tercera temporada de las andanzas de Mr. Kominsky hay dos o tres truños cada día en las cadenas generalistas, allí donde aún quedan huecos de programación entre los anuncios.

Es verdad que en El método Kominsky siguen saliendo Michael Douglas y Kathleen Turner haciendo como una segunda parte imposible de La guerra de los Rose, dado que los Rose, si mal no recuerdo, murieron en mitad de su proceso de divorcio, tan jodido y amoral. Pongamos, entonces, que Douglas y Turner están en la tercera parte de Tras el corazón verde, pero ya retirados de la selva, claro, jubilados de la lianas y los tantarantanes, él reducido a un soplido y ella inflada en una bocanada. Pero ni aún así, ni siquiera por los viejos tiempos, ellos -¿elles?- consiguen remontar el vuelo de las tramas, rodeados de personajes medio bobos o medio listos, a saber, planos y huecos, nada incisivos en lo que dicen, o en lo que callan, como si hicieran una serie de no sé, yo mismo, soltando vaguedades y tonterías sobre la vida, en la cola del pan.

De todos modos, tampoco descarto que mi súbito distanciamiento con El método Kominsky no sea un asunto climático, un desfallecimiento de la atención provocado por las altas temperaturas que estos días azotan la meseta. No es lo mismo ver una serie en invierno, con la mantita, la sopita, los chuzos de punta cayendo al otro lado de la ventana, que verla ahora en verano, refrito, sudando, rascándote las picaduras de los mosquitos. Tanteándote las agujetas del cuello, ahora que diez meses después te has lanzado de nuevo a la piscina, moviendo los brazos al tuntún, descoordinado, cagándote en todo, como un Moussambani cualquiera de los Juegos Olímpicos de La Lorza.




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El método Kominsky. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟

Me gustaría llegar a la edad provecta con un amigo que se pareciera mucho a Norman o a Sandy -estos dos pájaros coñones que protagonizan El método Kominsky-, y recrear en la vida real esta serie que hace comedia con las arrugas y las próstatas, los gatillazos de la senectud y los preavisos de la chochera. Pero creo que lo llevo crudo, la verdad, porque ya no son edades para hacer amistades íntimas y perdurables. Una como ésta, que te permita coger el teléfono a las tantas de la madrugada para comentar que estás con una bella señora -o señorita-, y confesar que te has escondido en el cuarto de baño fingiendo un no sé qué y que no, que no se te levanta, que te estás tragando la hombría presumida durante la cena romántica y que a ver qué puede hacerse con el asunto: si respirar hondo y tranquilizarse, si evocar eróticos recuerdos de la juventud, o si ganarle tiempo al principio activo del Viagra contando chistes en la cama, o prolongando los prolegómenos, o a saber qué otros palomos sacados de la chistera del mago veterano. Una amistad que luego, en otros momentos menos cómicos -que también los hay en El método Kominsky-  te deje llorar en su presencia a lágrima viva, sin pedir permiso ni perdón, porque se te ha ido otro ser querido y estás roto por dentro, y sabes que la muerte va aligerando la lista de pedidos para llegar al tuyo ya no muy tarde, como un cliente inquieto en la cola del McDonald’s.



    Pero ya no es tiempo para estas conquistas. Las amistades de tal calibre vienen forjadas desde la infancia, o desde la mili, de cuando existía la mili y los que no la hicimos perdimos esa oportunidad histórica de la confraternidad bajo la bandera, y bajo los efectos del calimocho cuartelero. De la infancia me quedan conocidos de tomarse un café, resumir el último año en media hora y empezar a sentir que la confianza plena no tiene cabida ni oportunidad. De ahora, de ahora mismo, sólo podría tomarme estas confianzas con un amigo al que quiero más que a las pesetas. Vendría, si se lo pidiera, al cuarto de baño imaginado en la madrugada y me pasaría los remedios necesarios por el ventanuco, silenciosa y clandestinamente. Pero hay un problema: mi amigo ya casi está en la edad de los señores Kominsky, y yo todavía transito por la edad ilusoria que no es otoño ni juventud. Ni yo sabría aconsejarle sobre los achaques traicioneros de los años, ni a él se le ocurriría pedir ayuda a un pipiolo como yo.



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Argo

🌟🌟🌟

En las películas donde el personaje tiene que pasar un control aéreo o policial para salvar la vida, y todo depende de poner cara de panoli y saber reprimir el baile de San Vito, siempre hay un momento en el que yo, cowboy de ciudad, aventurero del sofá, intrépido de mi pedanía, me meto en su piel gracias a las neuronas espejo y me descubro cagado de miedo, cagado literalmente, digo, en la cola de los pasaportes, o meado en los pantalones, pillado in fraganti por la mala relación de mis esfínteres con los centros de control. Son los milagros que obran esas jodidas neuronas, que convierten cualquier película en una experiencia personal...




    A lo largo de mi vida me ha parado la Policía Municipal dos o tres veces para asuntos tontos, de calado muy menor, y en esos trances me he vuelto tartaja perdido, tonto de remate, vecino desaliñado que despierta sospechas cuando sólo se trataba de llevar al perro con correa, o de verificar un censo municipal. Yo sería el típico imbécil que por hacer la gracia, destensados los nervios, en una situación de riesgo peliculera, se despediría diciendo arriverdeci al soldado que acaba de apartar la barricada, cuando se trataba, justamente, de disimular que uno no era italiano... En fin, gilipolleces por el estilo que me condenarían a durar nada y menos en cualquier conflicto bélico y diplomático, como éste que cuentan en Argo.

    Me pone muy nervioso, muy acomplejado de mí mismo, esa escena en la que los seis rehenes han de memorizar sus nuevas identidades en el plazo de una noche. Una biografía completa, inventada, que incluye nombre de los padres, amigos de la infancia, lugares de estudio, notas obtenidas, primeros amores, currículum laboral, pasta de dientes preferida… Yo sería incapaz de memorizar todo eso bajo presión, temeroso de perder la vida en una confusión tonta ante el miembro barbudo de la Guardia Revolucionaria. Uno no está hecho para la vida aventurera, jamesbondiana, como la que llevaban estos tipos en la embajada de Teherán, cuando el ayatolá empezó a tocar la pirola de los americanos, que cantaban los de Siniestro Total.


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El método Kominsky

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En la prensa digital de cada mañana, después de las noticias del día y de los análisis en profundidad, aparecen los artículos que podríamos llamar del buen vivir: consejos para comer bien, para quemar las calorías, para conocer rincones geográficos por un módico precio. Y, sobre todo, recetarios para llevarse bien entre los seres humanos, que somos muchos y muy complejos. Sobre este azaroso cohabitar se habla mucho de sexo, casi siempre de sexo, del que se hace mal, o no se hace, o soñaríamos con hacer en un mundo idílico entre las sábanas. Luego, en espacios más reducidos, aparecen los artículos paternofiliales y maternofiliales, que chacharean sobre esa ciencia inextricable que es la llevanza entre la familia. Porque en realidad, por mucho que aconsejen los expertos, el vínculo genético obedece a leyes particulares, subjetivas, que muchas veces no encuentran acomodo en los manuales.



    De la amistad, sin embargo, que es la otra vinculación que nos ata al género humano, y nos impide hacernos ermitaños en lo alto del monte, se habla muy poco en los periódicos. Y muy poco, también, en los productos audiovisuales, que hoy en día son mayormente series, infinitas series que se estrenan cada día para dar de comer a esa industria mastodóntica de los platós de rodaje. Los americanos han hecho mucha sitcom de compañeros de piso, que siempre es una amistad algo ficticia, práctica, para no matarse cada día porque alguien dejó abierto el frasco de mermelada o no limpió una zurrapa de mierda en el retrete. Luego la vida coloca a cada uno en su sitio y de aquellas cohabitaciones de juventud casi nunca queda nada. Nadie se ha atrevido a retomar a los personajes de Friends veinte años después porque posiblemente ya ni se hablen, ni sepan nada los unos de los otros, la mitad en Boston y la mitad en California.

    De la amistad propiamente dicha, de la que sobrevive a los años y a los matrimonios de cada cual, a los hijos que abandonan el nido y a los achaques que van minando la salud, se rueda muy poco material, y uno, que no está tan lejos de la edad provecta, y que siempre ha soñado con una amistad longeva y a prueba de avatares, ya echaba de menos una serie como El método Kominsky, una tragicomedia que sigue al señor Kominsky por los avatares de su vida despistada, porque este hombre, siempre ajetreado y con la cabeza en otro sitio, no lee o no asimila los consejos de la prensa digital, y su relación con la mujer que ama, o con la hija que adora, es claramente disfuncional. Pero la otra pata de la mesa, la que le sujeta a su viejo y avejentando amigo Norman, está hecha como de roble, como de acero reforzado, y gracias a ella Kominsky no va caminando por la vida como una vaca sin cencerro, que dijo -en inmortal metáfora- aquella mujer tan sabia de La Mancha.


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