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Agnès Jauoi y
Jean-Pierre Bacri son dos cineastas del otro lado de los Pirineos, exmujer y
exmarido, y residentes en París. En España sólo son conocidos por los asiduos a
los festivales de cine, y por los afrancesados que sobrevivimos en provincias. Nosotros somos los descendientes de aquellos que sobrevivieron a las purgas sangrientas del siglo
XIX, las que encabezaron los curas y los bandoleros contra nuestros indómitos
tatarabuelos. Ellos huyeron de la corte de Madrid y se refugiaron en las montañas
del norte, alimentados por bellas aldeanas que luego retozaron con ellos en los
pajares, y se convirtieron así en nuestras recordadas tatarabuelas. De ahí
venimos los renegados ibéricos que aún nos asomamos al cine francés de vez en
cuando, a ver qué producen, llevados por la curiosidad de lo europeo, de lo
bien hecho, y también, por supuesto, para rendir homenaje a nuestros
antepasados perseguidos por el rey Deseado. Porque ellos soñaron con una España más culta y menos católica, y me ofendo mucho cuando escucho la expresión gabacho,
porque yo me siento gabacho de espíritu, y escandinavo de vocación, y español sólo
porque me obligan.
Agnès Jaoui, que firma
las películas como directora, y Jean-Pierre, que aparece siempre como
co-guionista, tienen la extraña habilidad de escribir historias en las que uno,
como espectador, queda absorbido por unos diálogos naturales, nada afectados,
que pronuncian personajes como usted y como yo, de carne y hueso, recién
salidos de la cama o de la compra del supermercado. Son franceses atrapados en
la perplejidad de la vida, enredados en las mil revueltas de las costumbres,
indecisos en el amor, perturbados por el trabajo. Los personajes de Agnès y
Jean-Pierre son neuróticos de pronóstico leve que navegan con nosotros el río cotidiano. Ellos son como el compañero que te cuenta
una neura, como el amigo que comparte una preocupación. En Un cuento francés, que es la cuarta
película firmada en común por la expareja, no sucede nada trascendental. Nadie
muere, nadie enferma, nadie termina en la cárcel por un delito que
nunca cometió. No hay hermanos drogadictos, ni hijos parapléjicos, ni abortos
traumáticos. La vida de estos parisinos es el coñazo habitual de todos los
días: tres momentos fugaces de risa o de placer perdidos en la bruma gris que
borra los contornos. Un cuento francés
no se puede recomendar a nadie contando lo que en ella sucede, porque todo es banal,
anecdótico, cotidiano. Nos lo sabemos de cabo a rabo, los transeúntes de la
vida. Pero ojo: por debajo de la trivialidad nadan tiburones que de vez en
cuando salen del agua y lanzan dentelladas muy peligrosas.