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La vaquilla

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La primera vez que vi “La vaquilla” fue con catorce años, en casa del amigo más querido del grupo. Y era el más querido porque era el único que tenía un VHS: un cacharro Philips de la hostia, negro como el monolito de Kubrick, y con poderes tan mágicos como aquél. El último grito en tecnología, como se decía en los anuncios de entonces. Un invento de los americanos que su padre había comprado en Madrid en un arranque de “estos son mis cojones”, y a precio, precisamente, de huevas de esturión.

Corría el año 86 u 87, y aquel VHS se convirtió en el tótem de nuestra cinefilia. En el salón del amigo fundamos una iglesia a la que íbamos siempre que podíamos, cuando la esclavitud de los Maristas nos dejaba algo de tiempo libre. Su padre siempre estaba en viaje de negocios, como aquel yugoslavo de la película, y su madre, como todas nuestras madres, vivía la otra esclavitud de las labores del hogar, así que casi nunca pisaba por aquel terrirorio sagrado, que era nuestro Reino de los Cielos, o nuestro Paraíso Terrenal.

Por aquel VHS pasaron todas nuestras neuras adolescentes: las películas de Rambo, las cafradas de Chuck Norris, las comedias de los hermanos Marx... Las películas porno -si no había moros en la costa- que el tipo del videoclub nos detectaba en el mostrador pero dejaba pasar con una sonrisa de comerciante comprensivo. Veíamos cine clásico y cine palomitero, cine maravilloso y cine execrable. Europeo y americano, español y de la Cochinchina. Éramos infatigables y pantagruélicos. Cien años de historia del cine se acumulaban en las estanterías del videoclub, gritando “¡Descúbreme!”....

Y en uno de aquellos lotes metimos un día “La vaquilla”, porque decían en la publicidad que te partías de risa con ella. En el salón del amigo estaba representado todo el arco parlamentario de la Transición: estaba yo, que era más rojo que los tomates, y un chaval facha, que era hijo de falangista, y un rarito que ya entonces se declaraba “ácrata de las costumbres”. Y el dueño de la casa, claro, que siempre fue un ultracentrista del baricentro. Ver “La vaquilla” y reírnos con la mitad de sus chistes -porque la otra mitad se nos escaparon, de lo torolos que éramos- fue nuestro Pacto de la Moncloa. En aquellos sofás, alrededor del VHS totémico, se juntaron qué sé yo, cuatro Españas, para tratar de entender aquellas dos de la guerra.



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Sesión continua

🌟🌟🌟🌟

Reconozco que a Luis José Garci le he dado mucha caña en este blog. Y más que le daré como siga por estos derroteros, morreando el bigote del Aznar, o la barba de Rajoy, que parece un fetichista de los vellos peperiles. 

    A quien yo tenía en mucha estima era a su hermano gemelo, el otro José Luis, el que en sus años mozos rodó varias películas que todavía aguantan el tirón -las mejores- o son un documento de la época -las menos afortunadas. Luego, por desgracia, a José Luis le dio un ictus, o se fue de misionero al Amazonas, y sus películas, aunque venían firmadas con su nombre, ya estaba claro que no le pertenecían: cursis, relamidas, aburridas a más no poder. Ahora sabemos que fue su hermano Luis José el que perpetró tales desmanes, un tipo ramplón, almibarado, que se hizo habitual en las tertulias de la radio, y en las fiestorras de la Moncloa, bailando chotis con la Botella.

    Pero hace unas semanas, cuando todo el mundo rellenaba su quiniela para los Óscar, regresó José Luis del exilio, o de la enfermedad, y proclamó que Mad Max: Fury Road era su película favorita. José Luis, el cineasta con criterio, había vuelto de las sombras... Y yo, para darle la bienvenida, decidí poner en el reproductor Sesión continua, una película suya de los viejos tiempos. Una rareza que con sus imperfecciones sigue siendo un canto de amor por el cine. Adolfo Marsillach y Jesús Puente hablan de sus vidas, de su amistad, de su fracaso como padres y de su nulidad como maridos. De sus sueños casi amortizados. Me deprimo despacio, que es la película dentro de la película, sólo es el mcguffin que utilizan para dar rienda suelta a sus cinefilias. La vida misma es para ellos un mcguffin, una excusa cojonuda para hablar de cine hasta la madrugada. José Manuel Varela y Federico Alcántara son dos alineados que me resultan muy familiares. Dos desertores de la realidad que encontraron la vida lejos de sí, en las pantallas.



Marsillach [borracho, pero lúcido]: ¿Tú sabes por qué nos hemos hecho mayores sin darnos cuenta?
Puente [más borracho aún]: No me acuerdo
Marsillach: Pues por una cosa muy sencilla. Porque nosotros no hemos vivido.
Puente: ¿Ah, no?
Marsillach: No. Nos han vivido. Siempre hemos vivido vidas que no eran nuestras vidas, porque en nuestras vidas sólo hay historias...
Puente: ¿Tú estás seguro... tú estás seguro de eso?
Marsillach: Completamente, Federico. Somos irreales. Vivimos en estado de película.



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