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La red social

🌟🌟🌟🌟🌟

Cuando Facebook todavía se llamaba The Facebook y aún no había traspasado los ámbitos universitarios, un amigo le preguntó a Mark Zuckerberg si conocía el estado sentimental de Fulana de Tal para iniciar una maniobra de aproximación.

-No lo sé -le respondió Zuckerberg-. No la conozco lo suficiente. Las chicas no van por ahí con un cartel de "Disponible" o "No disponible".

Y en ese mismo instante, sin llegar a terminar la frase, traspasado por el mismo rayo de lucidez que electrocutó a Arquímedes en su bañera, Zuckerberg comprendió realmente para qué iba a servir Facebook, su niño bonito: no para conectar gustos y experiencias, no para hacer el mundo más grande, no para socializar ni para vender entradas de los conciertos, sino para conocer la predisposición sexual de las personas. Facebook sería una hermosa pradera de color azul donde desplegar la cola de pavo y bichear un poco al personal. La más antigua y poderosa de las intenciones humanas. Todo lo demás es perifollo y disimulo. 

Zuckerberg -que a decir de la película desarrolló Facebook para impresionar a una chica que le abandonó- comprendió que los usuarios iban a usar su herramienta para celebrar la danza de los sexos. Primero serían cien, pero si la cosa tenía éxito, luego ya serían mil millones. Los dólares también.

Hace unos meses, en Instagram, que es la hija bonita de Facebook ahora que la matriz original ya solo la usamos los carcas y los despistados, apareció una nueva red social llamada “Threads”. El algoritmo secreto detectó que yo escribo mucho y mal y me puso en contacto con otros fracasados de la novela: gente que se autoedita, que pena por las editoriales, que se queja de que nadie hace ni puto caso... Y yo me dije: hostia, qué raro, una herramienta cultural, de hermanamiento literario... Realmente una red social y no una red sexual. Pero el engaño apenas duró una semana. Ahora, ya presentados todos, hemos vuelto a lo de siempre: tías buenas que claman por un hombre de verdad y amargados literarios que exhibimos las plumas mustias a ver si alguien se apiada (sexualmente) de nosotros. En realidad, todo es el universo de Tinder expandido.





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Steve Jobs

🌟🌟🌟🌟


Calias:  ¿Sabes, Licón, que eres el más rico de los hombres?

Licón:  ¡Por Zeus!, yo eso no lo sé.

Calias:  ¿Pero no te das cuenta de que no aceptarías los tesoros del gran Rey a cambio de tu hijo?

Licón:  ¡En flagrante me habéis cogido! Soy, al parecer, el más rico de los hombres.

    Esto lo contaba Jenofonte en “El banquete” de Sócrates, y como es un libro que he leído hace poco -porque si no de qué- lo he recordado mientras veía “Steve Jobs”. La idea central de la película es que Steve Jobs, al contrario que Licón, no tenía que elegir entre los tesoros del Gran Rey y el orgullo de ser padre porque él ya poseía ambas cosas, y podía hacerlas compatibles. Steve Wozniak le habría dicho, en su lenguaje de ingeniero, que ambos regalos de la vida no suponen un dilema binario. Que no son excluyentes. Que se puede ser el puto jefe en Cupertino y el padre molón en la intimidad. Un genio del progreso y un payasete que sopla la tarta de cumpleaños.

    Pero como tal cosa no sucede -porque Steve Jobs a veces sufre problemas de programación -aparece el drama personal, el desgarro emocional, y Sorkin aprovecha las aguas revueltas para hacer una obra de teatro cojonuda, estructurada en tres actos, y ambientada, precisamente, en los teatros donde Jobs presentaba sus ordenadores revolucionarios. Es allí, en el camerino, mientras Jobs memoriza las prestaciones y practica la sonrisa, donde sus esclavos le van recordando que el césar es mortal, y que sufre debilidades, y que tal vez debería recordar que los seres humanos que le quieren, o que le admiran, o los seres humanos en general, no son sistemas operativos que puedan arreglarse con un reset o con un par de voces al ingeniero.

    Estos esclavos, ya que están en la faena, también aprovechan para recordarle que el césar a veces se equivoca. Incluso en asuntos que no están relacionados con los sentimientos. Que el “campo de distorsión de la realidad de Steve Jobs” no es un invento sardónico de la prensa, sino un campo magnético impenetrable que le aísla de los demás. Mientras ellos se lo dicen, Steve se descojona.





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Being the Ricardos

🌟🌟🌟


He tardado varios minutos en entender de qué iba “Being the Ricardos”. Y no lo he hecho yo solo -que ya no estoy para esos triunfos- sino apoyándome en la Wikipedia con el ojo derecho, mientras con el ojo izquierdo seguía las evoluciones de los personajes. Y mientras leía -con el tercer ojo, en un ejercicio de malabarismo que ese sí, muchos quisieran- los subtítulos que respetaban la dicción original de Javier Bardem, por aquello de la nominación al Oscar y de formarme una opinión.

La película de Aaron Sorkin es un producto cultural muy poco exportable. Una cosa de americanos hecha para americanos. Y ni siquiera para todos, porque solo los ancianos pueden recordar aquel lío de Lucille Ball con el comunismo, y aquel lío de su marido con las prostitutas. Es como si aquí rodáramos una película sobre Dinio y Marujita Díaz... Bueno, no, que estos no tenían un show en directo. O no, al menos, uno programado semanalmente.  Mejor una película sobre Bárbara Rey y Ángel Cristo, que salían mucho por las teles en blanco y negro. Una película idiosincrática que estrenaríamos sin más explicaciones en Arkansas, o en Cincinnati, esperando que el público entendiera y atara cabos. O sea: un imposible cultural.

Porque además, al inicio de la película, hablan de una tal Desi que tú presumes un personaje femenino como aquella chica de “Verano azul”, pero que luego resulta ser Desiderio, Desiderio Arnaz, el marido de Lucille. Una Lucille Ball que también sale al principio de la película y no terminas de asumir que ella sea la protagonista del enredo, porque según la publicidad ella está interpretada por Nicole Kidman, y resulta que aquí la encarna una muñeca hinchable muy parecida a Nicole, sí, pero en verdad un ser inanimado diríase todo hecho de algodón, y de poliuretano.  

Es un despiste total, ya digo, hasta que te vas haciendo con los nombres, y con los jetos, y al final vas entendiendo que “Being the Ricardos” fue el precedente catódico del reality show de Alaska y Vaquerizo en la MTV: una puesta en escena de la propia vida matrimonial solo que con las censuras de la época: sin sexo, sin drogas y sin majaderías.



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El presidente y Miss Wade

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La crónica oficial del noviazgo entre el príncipe Felipe y Leticia Ortiz dice, más o menos, que Felipe la vio un día presentando el telediario de La 1 -y que conste que yo me enamoré de ella primero, cuando presentaba el informativo de la CNN- y que se dijo a sí mismo: “Majestad, esa mujer, para usted”. Lo demás fue coser y cantar: llamó a Pedro Erquicia, organizaron un sarao en su apartamento y allí, entre las risas y las copas, mientras sonaba la música y se repartían los canapés, Felipe se acercó a Leticia para preguntarle si algún día le molaría ser la reina de España.

Las crónicas del Reino no cuentan si Leticia tuvo dudas, si se vio abrumada por tan alto ofrecimiento. Es como si nos insinuaran que ninguna mujer podría resistirse. ¿Qué mujer iba a decirle que no a un tío tan guapo, tan alto, con los ojos azules, con el futuro resuelto, dueño de un chalet incomparable en las afueras de Madrid? Decía Jerry Seinfeld que a los hombres no nos importa el trabajo de las mujeres siempre que sean guapas, y estén  predispuestas, pero que a las mujeres sí les importa mucho el nuestro, y que por eso nos inventamos nombres rimbombantes para adornarlo, tecnicismos y polladas. Y Felipe -que en la versión corta ya era el príncipe de España- con la versión larga de títulos y soberanías las dejaba patidifusas.

En la película de hoy se produce un hecho parecido: el presidente Shepherd es un hombre encantador, guapo y progresista, con unas canas la mar de interesantes, muy parecido -pero mucho- al actor Michael Douglas, y cuando conoce a Annette Bening en una reunión de trabajo tarda dos segundos en decirse a sí mismo, como el príncipe Felipe: “Ésta, señor presidente, para usted”. Finalizada la reunión llama al FBI, averigua su número de teléfono y le basta con soltar un par de gracietas para conquistarla. El proceso es tan fulminante que apenas ocupa diez minutos en el metraje. El resto son líos y recursos dramáticos. Pero yo me pregunto, todo el rato, si Annette se enamora del hombre o del presidente. Si se enamoraría del señor Shepherd si éste, con las mismas cualidades, y la misma bonhomía, fuera el kiosquero de su barrio.



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Algunos hombres buenos

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No sé a qué viene tanto escándalo, la verdad, porque nosotros nos pasábamos la vida aplicando códigos rojos en el colegio. Y no: tampoco venían en ningún libro de texto, ni en un reglamento de régimen de interior, como quería demostrar Kevin Bacon en el juicio, que hay que ser gilipollas de remate, el jodido Footloose...  

El código rojo estaba en el aire, en el derecho consuetudinario de los patios. Se venía aplicando desde tiempo inmemorial, desde la época de los romanos, supongo, cuyo colegio estaba bajo el nuestro, a diez o quince metros de excavaciones. Nosotros no lo llamábamos “código rojo”, ni de ninguna manera; no teníamos un nombre para definir el castigo colectivo que se aplicaba sobre un tontolaba que perjudicaba la marcha del grupo. Ese tolili que cuando el profesor decía: “Al próximo que se ría, castigo general”, se reía; ese mentecato que cuando la seño decía: “Si vuelvo a oír el chirrido de una silla, no salimos hasta las seis”, movía la silla porque le quemaba el culo en el asiento, o simplemente por joder, porque era tonto de remate, o ya hacía prácticas para la sociopatía política en el PP. Ese mamonazo que cuando el director entraba en clase y todos nos poníamos de pie, él se quedaba sentado, perdido en Babia, o en la Inopia, o mirando a las apabardas, y entonces, cuando el director terminaba de comunicarnos lo importantísimo que venía a decirnos, le decía bien alto al tutor o a la tutora: “Que me escriban cien veces, TODOS, por culpa de aquel señorito -y le señalaba con un golpe de mentón- “Debo levantarme cuando el señor director entra en mi aula porque así son los caballeros maristas, gente educada y respetuosa”, y nosotros, hasta que el dire salía por la puerta, conteníamos el gesto, pero cuando se perdía por el pasillo mirábamos al chiquilicuatre con cara de odio apenas contenido.

Luego, en el recreo, nos reuníamos en corrillos, y nos cagábamos en sus muertos, y decíamos: “Éste se va a enterar...”, y le aplicábamos el código rojo de no dejarle jugar el partidillo, de impedirle cambiar los cromos, de no chivarle nada en el próximo examen en el que se viera apurado. Sí, yo también ordené algún código rojo en mi mocedad, como el coronel Jessep en la película.





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El juicio de los 7 de Chicago

 🌟🌟🌟🌟

No sé si veré Antidisturbios, la serie que ahora cacarea Movistar + a todas horas. Me huele a blanqueo, a oportunismo. Quién sabe si a componenda con la autoridad competente. Como cuando los americanos entran en guerra y de pronto sus películas cantan las excelencias del ejército. Ojalá me equivoque con todo esto, cuando ceda a la tentación. Porque Rodrigo Sorogoyen me tira mucho...

    De vigilar el toque de queda se encarga ahora la policía normal, pero dentro de nada, cuando la gente se quede sin trabajo, habrá que enviar a los antidisturbios a poner orden en las manifas, y al gobierno le preocupa mucho la mala imagen que van a dar con las porras en mano. Me imagino de qué va la serie: los antidisturbios son, en el fondo, buena gente, tipos normales como usted y como yo, pero cuando salen a trabajar se ven en el brete de ahostiar o de ser ahostiados, y no tienen otro remedio. Me imagino que habrá un personaje que será un bestia, otro que será un tipo decente, y otro que anda ahí ahí, en tensión emocional, porque se acaba de divorciar y no encuentra otra cama en la que relajarse. No sé...

    Pero yo venía a hablar de El juicio de los 7 de Chicago, casi se me olvida... Se me ha ido la pinza porque en la película de Aaron Sorkin -basada en hechos reales- los antidisturbios de Chicago reparten una buena somanta de hostias entre los manifestantes que iban a la Convención Demócrata de 1968, a pedir que cesaran los bombardeos en Vietnam. Luego, por supuesto, los condenados, los que se sometieron a este juicio político y demencial, fueron los rojos que agredieron a las porras con sus cráneos, y a los gases con sus lágrimas. Una pura provocación. Terroristas de manual. Pero todo esto es archisabido. Mola, pero no aprendes nada nuevo. A mí, en la película, lo que me sigue maravillando es la capacidad de la izquierda para autodestruirse. Para estar todo el puto día a la greña, consumiendo energías, desviando el objetivo. Discutiendo sobre el sexo de los ángeles. Es un espectáculo fascinante. Lo mismo en la América de Nixon que en la España de la Transición, donde la izquierda, ay, siempre es transitoria...




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Molly's Game

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Cuando Aaron Sorkin se pone en modo verborreico me cuesta seguirle. Y en Molly’s Game sus personajes no paran de hablar: sobre póker, sobre chanchullos financieros, sobre traumas psicoanalíticos de la mocedad. Sin espacios en blanco, sin pausas para respirar, como gángsters de Chicago que ametrallaran las palabras. 

    Ésa es la primera discapacidad que hoy vengo a confesar: que yo presumo de ser un seguidor incondicional, pero si tengo que decir la verdad, de todo lo que dicen sus personajes no me entero de la misa la media. Les pillo algunas ocurrencias, algunas gracias, porque tampoco soy un estúpido integral, y con esas pequeñas perlas voy construyendo el mito de nuestra estrecha relación: él escribiendo cosas para inteligentes y yo aspirando a la inteligencia de comprenderlas. Pero es falso. Sólo me tiro el rollo para que los cinéfilos fetén, los seriéfilos con pedigrí, caigan de vez en cuando por estas páginas.

    Tras el sueño reparador que me ha curado la jaqueca, he tenido que venir a internet para deshacer el enredo argumental que tenía en la cabeza. Para atar cabos y poner en orden cronológico esta historia tan verídica como inverosímil de Molly Bloom, la esquiadora olímpica, la estudiante en Harvard, la timbera del póker, la millonaria precoz, la amiga de los cineastas, la consejera de los forrados, la víctima de la mafia, la hiperinteligente operativa y la –quizá- deficiente emocional.

      Molly’s Game, además, se me atraganta porque en ella concurren, como en un chiste sobre el colmo de los colmos, otras dos discapacidades que han lastrado gran parte de mi vida, y gran parte, también, de mi cinefilia. La primera es que no entiendo los juegos de cartas. Sólo me quedo con los muy idiotas, o con los muy simples, los que se enseñan a los niños para que vayan metiéndose en el vicio.  La otra discapacidad es en realidad el compendio de unas cuantas: la sordera, la mudez, la estulticia, el no dar pie con bola cada vez que Jessica Chastain aparece en una pantalla. Y más si lo hace pintada para la guerra, con la mirada agresiva, y los pechos altivos y apretados. Y esa voz que derrite montañas, y evapora mis océanos…





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La guerra de Charlie Wilson

🌟🌟

    Después de muchos siglos viviendo en la Edad Media, en Afganistán, a finales de los años setenta, llegó al poder un gobierno de corte progresista que prohibió la usura, promovió la alfabetización y separó la religión del Estado. Una pandilla de reformistas que aprovecharon el impulso para perseguir el cultivo del opio, legalizar los sindicatos y establecer un salario mínimo para los trabajadores. Comunismo puro.

    Finalmente, para terminar la faena, porque estos tipos parecían tan peligrosos como insaciables, promovieron la igualdad de derechos para las mujeres, que llevaban viviendo en el ostracismo agropecuario desde los tiempos de Alejandro Magno y su esposa Roxana -la mujer afgana más famosa de la historia hasta que apareció aquella muchacha en la portada del National Geographic. Luego aprobaron leyes tan alarmantes para la mujer como la no obligatoriedad de usar el velo, el derecho a conducir libremente un vehículo o facilitar su acceso al mercado laboral y a los estudios universitarios. Unos rojos de mierda, ya digo.

    A los conservadores de dentro, y a los demócratas de fuera, no les pareció nada bien que este ejemplo reformista cuajara en Afganistán, así que hubo un contragolpe de Estado: tiros y arrestos, cárceles y venganzas, hasta que la Unión Soviética decidió intervenir en el asunto. Y se metió en el avispero. Los soldados de Brezhnev venían a poner orden en un país amigo, sí, pero también aprovecharon la refriega para avanzar posiciones geoestratégicas hacia el Golfo Pérsico. Una pandilla de pastores armados de kalashnikovs nada podían hacer contra el Ejército Rojo y sus vehículos blindados, así que la guerra parecía un paseo militar para los malos de la película. 

    A los americanos, este pifostio les pilló armando contrarrevolucionarios en las selvas de Centroamérica, donde sus muchachos asesinaban a cualquiera que pronunciara la expresión "reforma agraria" o  "justicia para los pobres". Y ahí, en ese pasmo, en esa duda militar, empieza La guerra de Charlie Wilson, que cuenta cómo un congresista mujeriego, vividor, sólo pendiente de los cabildeos de Washington y de los asuntos locales de su Texas natal, se cayó un día del caballo camino de Kabul y dedicó su fe democrática a dotar de armamento pesado a los muyahidines que resistían en las montañas.


    La película, por supuesto, es un pastiche propagandístico pensado para el pueblo norteamericano. El planteamiento del guión -irreconocible en Aaron Sorkin- es tan infantil, tan esquemático, que sonroja a cualquier espectador medianamente informado. Es todo tan estúpido y tan maniqueo que al final de la película, con los soviéticos ya en retirada, ningún personaje se para a pensar qué van a hacer ahora con los fanáticos muyahidines armados hasta los dientes. Es como si la realidad, tozuda, fuera por un lado, y la película, aunque basada en hechos reales, pareciera colgada de una nube de algodón.



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The Newsroom. Temporada 2

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Me topo, en los canales de pago, con un documental que aborda los entresijos periodísticos de The Newsroom. Uno un poco viejuno, de cuando estrenaron la serie en Canal +. En él, varios periodistas españoles expresan su opinión sobre la utopía de Aaron Sorkin. Les parece estupendo y tal, como no podía ser de otro modo. Ellos también sueñan con una información objetiva y guerrillera, libre de cortapisas e intereses partidistas. No nos explican, por supuesto, la razón de que ellos sólo puedan soñar ese periodismo y no practicarlo. No nos dicen quiénes son los patrones les coartan, los jefes que les vigilan, los anunciantes que les acojonan. Qué partido político les envía cada mañana un argumentario para seguir sembrando la desinformación y la falacia. Entre su triste realidad de paniaguados y la alegre rebeldía de los personajes de Sorkin, media un abismo de explicaciones que nadie, por supuesto, nadie va a a ofrecernos ante la cámara.


    Es una gran farsa, este documental del Canal +. Pero resulta, al mismo tiempo, muy educativo. Uno de los personajes entrevistados es Antonio Caño, que por aquel entonces era corresponsal de El País en Washington. Le sacan a la palestra por su condición de hombre de PRISA, y por su amplio conocimiento de la  política americana. Caño, como todos los demás, es un rendido admirador de la serie. Caño, como todos los demás, no explica por qué su empresa no tiene un informativo como el de ACN. Dos años después, este fulano será llamado a filas por Juan Luis Cebrián para dirigir El País desde Madrid. Y dirigirlo, en este caso, es redirigirlo. Un eufemismo para hacer limpia, poner orden, rendir pleitesía... Acabar con cualquier atisbo de rojerío, de socialismo, de librepensamiento sedicioso. De traicionar a los viejos lectores, que desertamos en manada y todavía no hemos regresado. De volver indistinguible este diario de todos los demás. Incluido el de Mahruenderrr. Ver ahora, con tres años de retraso, a Antonio Caño hablando maravillas del periodismo que se practica en The Newsroom, es una ironía del destino. Una broma macabra de los calendarios. 



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The Newsroom. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟

La ciencia-ficción que consumo estos días no es sólo la galaxia muy lejana de Star Wars. Y no estoy muy seguro, además, de que Star Wars sea realmente una ficción... Del mismo modo que otros creen en la multiplicación de los panes o en la intervención de la Virgen María en los partidos de fútbol, yo estoy en mi derecho de tomarme en serio a Luke Skywalker como el poderoso Jedi que trajo el equilibrio a la galaxia. Yo creo en la Fuerza como otros creen en el rayo divino, o en la infalibilidad del Papa, asuntos todos relacionados con la fe, con el capricho de las entrañas, y a ver quién es el guapo que me quita la ilusión.


         No tengo mucha fe, sin embargo -porque estos sí que son personajes inverosímiles, porno duro de la ficción dramática- en los periodistas que pululan por The Newsroom, ahora que estoy repasando la serie de Aaron Sorkin. En estos tiempos de telediarios manipulados, de tertulias vocingleras, de periódicos censurados por los magnates -y los mangantes-, uno acude al informativo imaginario de ACN a sabiendas de que Aaron Sorkin ha planteado una utopía de periodistas íntegros. Un sueño reconfortante pero imposible. En el mundo real, los chicos de MacKenzie son una especie en extinción que asoma las cabezas en ciertos reductos de internet, donde libran la guerra armados de tirachinas. También hay periodistas honrados dentro de la prensa dirigida, pero están solos, y atemorizados. Les da vergüenza lo que hacen, lo que obedecen, lo que se ven obligados a escribir o a investigar, pero el paro es muy jodido, y suele haber hijos y exesposas que alimentar. 

    La ficción mayúscula que imaginó Aaron Sorkin es que estos héroes vivan todos bajo el mismo techo, en el prime time de las noticias, y que un capítulo tras otro se las arreglen para desafiar al share, a la mentira, a los propios dueños de la emisora, que quieren cargárselos y no encuentran el resquicio. Se necesita mucha fe para dejarse llevar por esta serie ejemplar.







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The Newsroom. Episodio piloto

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Nos quedará, para los restos, como un momento seriéfilo al que regresar una y otra vez, el discurso de Jeff Daniels sobre “Por qué América ya no es el mejor país del mundo”. La denuncia de Aaaron Sorkin contra el naufragio de los ideales americanos, supremacistas, siempre algo chulescos, no tiene desperdicio. No se había escuchado una diatriba así contra los yanquis desde aquéllas que soltaban los puertorriqueños de West Side Story

    Después de ver el episodio completo, he superado mi vagancia homersimpsoniana y en esfuerzo supremo, impropio ya de mis años y de mis grasas, me he levantado del sofá para proveerme de bolígrafo y anotar, palabra a palabra, las verdades que como dardos allí se sueltan. Son tres minutos de alta política que hubiese firmado el mismísimo Cicerón ante el senado de Roma. Hay que estar muy lúcido, y muy ágil, y vivir con un metrónomo metido en la cabeza, para estructurar estas parrafadas que escribe Aaron Sorkin. El envidiado, Aaron Sorkin. Para acertar no sólo en el fondo, sino en la forma, maravillosa, inalcanzable para los escribanos sin talento.







    Sin embargo, esto no ha sido lo mejor en el estreno de The Newsroom. Hay diez minutos fulgurantes, hacia el final del episodio, en los que uno asiste boquiabierto al entramado oculto de un informativo emitido en directo, con una noticia bomba que hay que ir confirmando y desgranando a toda prisa para no ser pisados por la competencia. Hay periodistas que recopilan, responsables que deciden, redactores que resumen, diseñadores que dibujan, técnicos que reajustan... Un presentador que va recibiendo por el pinganillo nueva información que anota en las breves pausas. Todos frenéticos, histéricos, atropellados, y sin embargo, certeros.  Unos profesionales del medio. The Newsroom, para mi gozo, es una nueva entrega de National Geographic sobre cómo el homo sapiens trabaja en lo suyo. Ver a esta gente me reconcilia con la especie humana. Mi misantropía encuentra en las personas inteligentes o talentosas el bálsamo momentáneo de una tregua. Son gentes difíciles de encontrar a este lado de la pantalla, en este mundo real de la carne y el hueso donde la estupidez es la medida habitual del pensamiento... 





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El ala oeste de la Casa Blanca. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟

El ala oeste de la Casa Blanca es el paradigma de lo que uno considera una serie ejemplar. De las vidas privadas de sus personajes apenas conocemos nada: no sabemos si follan mucho, si follan poco, si tienen hijos secretos, si han discutido con la parienta, si la criada les planchó mal la camisa. Sólo del presidente Barlett, pues es imprescindible para la buena marcha de los guiones, conocemos algunos asuntos de alcoba, o algunas naderías de sus aficiones personales. Del resto del elenco sólo sabemos que al empezar cada episodio están ahí, en los pasillos, en los despachos, en las tripas acristaladas de la Casa Blanca, tratando asuntos de la más alta importancia. Nos importa un bledo si cagan, si aman, si van de vez en cuando al peluquero. Todos los espectadores cagamos, amamos, vamos de vez en cuando al peluquero. Esa parte de la vida ya nos la sabemos, y es muy aburrida, y no merece la pena insistir en ella. Todo lo que tengamos en común con estos asesores presidenciales es redundancia y pérdida de tiempo. Lo interesante es verlos trabajar en una labor que nosotros jamás desempeñaremos, porque requiere de paciencia, de estudios, de sabiduría, de un buen juicio inalcanzable. De un cinismo a prueba de bomba, también. Viéndolos en acción soñamos que somos como ellos, inteligentes y abnegados, decisivos y trascendentes. Lo que nos fascina es su oficio, no su vida, que presumimos tan gris como la nuestra: las compras y la suegra, el aseo y los gritos, el mal sueño y la cara de asco.




           

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Moneyball

🌟🌟🌟🌟🌟

Visto desde la distancia de un océano, el béisbol parece un deporte absurdo, una pachanga que juegan cuatro gordos en un campo triangular armados de cachiporra y máscaras protectoras como de Hannibal Lecter. Me juran, los más pro-yanquis de mis conocidos, que el béisbol es un deporte con todas las de la ley, apasionante y estratégico, con carreras y sudores que te empapan la camiseta, o el polo ese raro como de misa de domingo que llevan. A veces, ante su insistencia, en las noches más tontas del año, uno intenta seguir algún partido de béisbol en los canales de pago, pero siempre me topo con figuras estáticas que parecen formar parte de un belén, y que de pronto, por causas incognoscibles, corren en solitario como si les hubiese pegado un siroco. Hay, además, cien pausas para la publicidad, o para el comentario experto, que me acaban sacando de quicio. Se pongan como se pongan mis conocidos, el béisbol no es un deporte exportable a la cultura europea.

Moneyball es una película sobre el mundo del béisbol, la historia real de cómo Billy Beane, mánager de los Oakland A's, creó un equipo mítico con los cuatro duros de presupuesto que el dueño le concedió. Aunque los personajes hablan de béisbol a todas horas, y uno, desde su ignorancia, y desde su desdén, no sabría distinguir a un catcher de un pitcher, Moneyball ha resultado ser una película fascinante. Un guión suculento lleno de frases imborrables y diálogos endiablados que firma, una vez más, Aaron Sorkin. Yo amo a este tipo, joder...

Moneyball es la lucha heroica de dos tipos, Billy Beane y su experto en análisis Peter Brand, por cambiar el sistema entero de ojeadores y fichajes. Donde los otros especialistas veían a jugadores desastrados y sin futuro, ellos, armados de ordenadores y de sentido común, supieron encontrar a tipos que pedían a gritos una oportunidad.  Juntaron el buen ojo con la buena suerte y construyeron un equipo imposible, que batió el récord de victorias seguidas en las Grandes Ligas. Quien esto escribe no terminó de saber muy bien por qué ganaban tantos partidos, porque las explicaciones son dadas todas en germanía. Pero uno se deja llevar, y termina tan emocionado como el más entusiasta seguidor de este deporte de la garrota. El truco está en olvidarse de que Moneyball va sobre béisbol, e imaginar que uno está viendo a Rinus Michels implantando el fútbol total. A Arrigo Sacchi marcando la línea del fuera de juego a cuarenta metros de la portería. A Pep Guardiola ganando las Copas de Europa con un equipo quimérico formado sin delanteros. Moneyball es béisbol, pero podría ser cualquier otro deporte. Podría ser fútbol, por ejemplo.





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El ala oeste de la casa blanca. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟

Tengo desde hace semanas la intención de estrenar la segunda temporada de El ala oeste de la Casa Blanca. Pero al final me puede la pereza invencible, el terror paralizante del esfuerzo infinito  Me agobian los 22 episodios de esta tanda, los 154 del total, las siete temporadas que como siete océanos habré de navegar llevado por la devoción. Hace unos meses, cuando terminé de ver su primera temporada,  escribí en estos desahogos que El ala oeste... se había convertido en una de las series de mi vida. Pero son tantos sus capítulos, sus horas, sus noches de dedicación exclusiva, que amenaza, realmente, con convertirse en la única serie de mi vida. Tengo unas ganas terribles de volver a encontrarme con esos personajes parlanchines y lúcidos, criptosocialistas y judeomasónicos, que cada vez que abren la boca me abren los ojos y me reaniman la inteligencia. Pero tengo muchas ficciones esperando turno: antiguas y nuevas, longevas y cortas, americanas y europeas. Navego por los discos duros y me entra un ansia desesperada de estrenar, de variar, de ir dando paso. Malditos sean los dioses, que nos otorgaron más series que vidas, más deseos que años. Que les parta un rayo de Zeus por hacerse creado a sí mismos inmortales, afortunados del destino, egoístas del tiempo.


            En el periódico de hoy, como leyéndome en un espejo, Ricardo de Querol se quejaba así de su extenuante experiencia de seriéfilo:

            "Llevamos una década de la llamada segunda edad de oro de las series, y acumulamos cierta fatiga con las que duran demasiado y nos impiden dedicarnos a las nuevas. Ahora se llevan las temporadas cortas y, sobre todo, las miniseries: 3 a 10 capítulos, con principio y final, que no exigirán tu fidelidad durante meses. [...] Necesitamos series de ficción porque queremos evadirnos viviendo otras vidas. Pero algunas de esas vidas no merecen que les entreguemos tantas horas de la nuestra".

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El ala oeste de la Casa Blanca. Temporada 1

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El ala oeste de la Casa Blanca es una maniobra de distracción. Nuestros enemigos del Imperio le han encargado a Aaron Sorkin el retrato afable de un gobierno norteamericano al que cuesta mucho odiar. Viendo al presidente Bartlet y su equipo de asesores, uno siente que el síndrome de Estocolmo se adueña de su voluntad. Aaron Sorkin, que es un tipo inteligentísimo de verborrea inagotable, nos presenta a nuestros enemigos de clase como tipos majos, abnegados, que exprimen sus inteligencias y sacrifican sus horas de sueño por el bien de los ciudadanos. 

     Bartlet and company son miembros del Partido Demócrata que están muy alejados de las posiciones rancias de los republicanos. Entre ellos no hay halcones de guerra, ni cristianos iluminados, ni neocons que defiendan la necesidad de robar más dinero a los pobres. A todos les duele la pobreza, la marginación, la destrucción del medio ambiente. Están en contra de la homofobia, del racismo, de la superstición. Cuando pierden una batalla política con la derecha, la rabia y la impotencia se traslucen en sus rostros. Aporrean las mesas, maldicen en arameo, bajan a los bares de Washington a beber bourbon para olvidar. Son unos tipos sensibles, y unos actores cojonudos. Pero a mí no me engañan. Sorkin no me engaña. Del mismo modo que The Newsroom es el retrato ideal de lo que debería ser una redacción de noticias, El ala oeste de la Casa Blanca es el retrato quimérico de lo que debería ser un gobierno decente. Un grupo de buenas personas que resisten hasta donde la ley les deja, hasta donde los cálculos electorales se vuelven ruinosos. A veces, en según que tramas, en según qué diálogos, dan ganas de ponerse en pie y aplaudir. ¡Pero vade retro, tal impulso! Quieren engañarnos, los mandamases del enemigo, con estas artimañas producidas en Hollywood. Sorkin es un soldado que escribe. Un paniaguado de la CIA. Los espectadores más desinformados podrían pensar que tipos como Barak Obama no están muy lejos de Bartlet. Que simplemente han vivido un contexto histórico muy complicado, de fuerzas oscuras que luchaban coaligadas. Qué patraña más gorda. Qué hábil, y que ladino, es este Sorkin...




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The Newsroom. Temporada 3

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Termino de ver la última temporada de The Newsroom y sonrío de agradecimiento cuando aparecen los títulos de crédito. Es difícil hacerlo mejor. Escribir mejor. The Newsroom, además de ser una serie sobresaliente, es una serie pertinente. Ahora que en las televisiones reales ya no queda ningún informativo imparcial, uno ve The Newsroom como una nostalgia del periodismo que pudo haber sido y no fue, el americano, y el nuestro. El informativo de la ACN es el telediario que Aaron Sorkin ha escrito como una ciencia-ficción de lo ideal: uno de centro político que no es la suma de los neonazis y los postsoviéticos partida por dos, sino el pedestal ético donde las noticias se verifican y las fuentes se contrastan. Un informativo que no pretende ser republicano ni demócrata, como aquí no tendría que ser ni de izquierdas ni de derechas. Porque, además, un informativo que dijera la verdad y sólo la verdad sobre los poderes reales que nos dan por el saco, ya sería, por definición, de izquierdas. Un informativo donde el frío no fuera noticia en invierno, ni el calor en verano. Donde los avances científicos y las injusticias sociales fueran las noticias de portada, y no la cadera operada de un monarca, o el viaje de un ministro a echarse unas risas con los colegas, para no hacer nada importante a favor de la peña. Un informativo como dios manda, ahora que el otro Dios, el de los ricos, el que siempre ha llevado la letra mayúscula, manda en todos ellos. 




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