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A propósito de Llewyn Davis

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El éxito se construye sobre una montaña de cadáveres. Lo que hay debajo de cada libro publicado, de cada película estrenada, de cada canción que suena en Spotify es un ejército de fracasados que murieron en el empeño. Algunos tropezaron y se clavaron su propia espada en el gaznate; otros, en cambio, fueron alcanzados por los francotiradores de la crítica, en todo el pecho, desde sus azoteas soleadas. Otros fueron víctimas del fuego amigo, o quedaron lisiados para siempre, o perdieron la paciencia y terminaron muriendo en el anonimato de las artes. Tumbas sin nombre. Todas las casas de los triunfadores se levantan sobre un cementerio de indios, como en Poltergeist. Cuando yo venda millones de libros y me construya el chalet de la hostia junto al mar, me informaré muy bien en los registros del ayuntamiento, no vaya a ser que...

Esto del fracaso lo cuentan -a su modo- los hermanos Coen en “A propósito de Llewyn Davis”. Y cuando digo “ a su modo” ustedes ya me entienden: nunca sabes si reír o si llorar. Y tampoco vale llorar de la risa, o reírte de la pena, a modo de terapia. Los Coen son unos narradores muy hábiles que todo lo dejan ahí, como esbozado, para que tú te montes otra película en paralelo. Yo les amo, pero otros les odian, y para la mayoría ni siquiera existen. Si preguntara en La Pedanía por los hermanos Coen no creo que nadie supiera responderme. Así vivo.

A decir de los entendidos, al pobre Llewyn Davis no le alcanza el talento. Pero es que la suerte, además, tampoco le sonríe. Todo lo que podría ser blanco le sale negro; lo par, impar; lo derecho, torcido. Se le cruzan gatos, se le cruzan tipos raros, se le enredan -o los enreda él- amores muy poco prometedores. Se le va la pinza, al final, harto de todo. Una vez le preguntaron al marqués de Del Bosque que cuál era el camino seguro para alcanzar el estrellato y él dijo, todo calma y mansedumbre, que no había recetas. Que estaba el talento, sí, pero también la disciplina, y por encima de cualquier otra consideración, la suerte. “Casi nunca llega el mejor de cada generación”, decía él, tan sabio. Es el consuelo que nos queda, a los morituri.



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Frances Ha

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Frances Ha es la historia de Frances, chica no demasiado mona y no demasiado avispada que trata de abrirse paso en el mundillo artístico de Nueva York. Aunque baila como los patos y carece de la grácil figura, ella persevera en sus intentos sin temor a caer en el ridículo. Frances es una echada p’alante que no se arruga ante las contrariedades, aunque no queda claro si su mérito es ser demasiado lista o demasiado boba. A veces le llueven chispazos de genio, y a veces mete la pata como una burra. Es un personaje intrigante, ambiguo, al que no sabes si odiar por su estupidez o querer por su inocencia. 




            Frances Ha es el reverso amable y simpático de A propósito de Llewyn Davis, que también iba de un artista fracasado buscando su sitio en Nueva York. Llewyn es un tipo hosco, orgulloso, que se presta a muy pocos arreglos con los que mandan en el negocio. Las pequeñas desgracias le minan la moral hasta sumirlo en un destino negro que la película prefiere no enseñarnos. Frances, en cambio, es una chica risueña, sencilla, que se toma los reveses como simples contratiempos en su carrera. Ella está predestinada a una felicidad que tampoco se nos muestra al final, quizá por inverosímil o empalagosa. 

    El caso es que uno, mientras seguía a la risueña Frances, fantaseaba con llevar una vida parecida, en la gran ciudad. Viajar en la máquina del tiempo y apearse en Madrid, en los años ochenta, para instalarse en la Movida y buscar un reconocimiento como escritor, como crítico cinematográfico, como reportero tribulete de lo que fuera, invitado de provincias a las fiestas del gran folleteo y del gran desparrame. Pero uno sabe, en su fuero interno, que una vez allí, en el bullicio de la gran ciudad, el destino de Llewyn Davis le caería a uno como una maceta a la vuelta de la esquina. Porque uno, como él, también es tremendista, pesimista, demasiado consciente del entorno. Para salir indemne de una aventura hay que ser como Frances, mitad loca y mitad sensata, mitad amapola y mitad roble. Una suerte de la genética, o un trastorno maravilloso de la juventud.


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