Un loco a domicilio

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En este pueblo donde vivo se practican dos ocios fundamentales: el chato de vino y la misa del cura. Y el fútbol, los sábados, en el campo de tierra, donde los chavales se dejan la piel del orgullo y la piel de las rodillas. Si no fuera por esto último, por el campo de fútbol, que es donde yo hago el compadreo y la vecindad, y calmo la preocupación de quien ya me intuía muerto en mi covacha, diríase que vivo como un ermitaño sin más compañía que mis soledades, como decía pomposamente el poeta.
 
    Tan alejado de los bares como de los curas, sin tierras que regar ni cosechas que recoger, mi ocio diario, mi circo ambulante, mi compañía de títeres, es la televisión por cable. Y cuando digo cable, exagero la modernidad de estas tierras, que ni la fibra óptica llega todavía a sus lindes, y en realidad estoy hablando del satélite suspendido sobre los cielos, que emite sus frecuencias como un dios ecuménico que no distingue ciudades de aldeas, urbanitas de rústicos. Cuando termino la jornada me pongo las ropas de andar por casa, y mientras mis vecinos hablan del pedrisco en la barra del bar, y del turno de regadíos, y del vino peleón que fermenta en sus bodegas, yo cojo el mando a distancia y me teletransporto a mi universo de películas subtituladas, de series estrenadas, de caballeros atildados jugando al billar o de bestias peludas persiguiendo el balón oval. Éste es mi micromundo, mi tema de conversación, que sólo puedo compartir con gentes que no viven aquí, sino en la capital del municipio, a varios kilómetros que parecen la travesía de un mar, o el tránsito de un desierto.


    Si se me estropea la lavadora, la calefacción, la conexión wifi incluso, no sufro un ataque de nervios inmediato. Cojo el teléfono y llamo al técnico pertinente. Todo es subsanable, soportable, al menos durante unos pocos días. Todo, menos una avería en la antena parabólica, o en el codificador de Movistar que transforma sus señales. Ahí es donde yo me neurotizo,  y me tiro de los pelos, y sufro ataques de ansiedad que no puedo narrar sin ser tachado de majara. La persona más importante de mi vida -fuera de los círculos afectivos, y del funcionario que tramita mi nómina- es el chico del cable. Que aquí es el chico de la antena. Sólo ha venido dos veces en casi veinte años. Pero su llegada ha sido tan trascendental como la visita de un Papa, o el hospedaje de un rey. Es tal mi alegría al verlo aparecer, con su maletica de herramientas, con su sapiencia sobre aparatos mágicos, que yo le entregaría cualquier cosa que él me pidiera. La mano de mi hija, si la hubiese tenido. La amistad eterna, como solicitaba el personaje de Jim Carrey. La  virginidad de mis posaderas, incluso, en un arrebato de loca gratitud. Cualquier cosa. 

    El bar del pueblo es un lugar terrible, y la misa, una ceremonia siniestra, así que sólo tengo mi televisor para asesinar las horas. Él es mi amigo y mi compadre. Y cuando un amigo se va –aunque sea por unas horas- algo se muere en el alma.






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