The Deuce

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“¡SEXO!... Y ahora que ya tiene nuestra atención, queremos comunicarle la próxima apertura de Almacenes Prieto, en el centro de la ciudad…” 

    Hace años esta era una táctica habitual en el mundo de la publicidad. Uno iba caminando por la calle tan ricamente, pensando en el fútbol o en la lista de la compra, y de pronto, como en una sacudida, te encontrabas con la palabra SEXO escrita en mayúsculas, y era como si tu homínido interior despertara del letargo. Y se te iba la vista, claro, a la octavilla, o al cartel publicitario, y por un segundo llegabas a pensar que estaban anunciando rebajas en el sector de la compañía, o que los poderes públicos lanzaban una campaña animando a la coyunda para subir los índices de natalidad. 

    La táctica de asociar el sexo con los Almacenes Prieto -o con las campañas humanitarias, incluso- duró sólo unos cuantos meses. Hasta que aprendimos a no seguir leyendo la letra pequeña que venía tras el reclamo. Con el riesgo evidente, eso sí, de perdernos alguna oferta verdadera, libidinosa, de las de tirarse luego de los pelos porque los amigotes si fueron y la gozaron en grande. Como Tom Cruise en la mansión de Eyes Wide Shut, pero sin equivocarse de contraseña en la segunda puerta.

    A los que ya conocemos las series de David Simon no nos hacía falta el anzuelo del sexo para ver The Deuce. Si hubiera tratado de dos ancianas inglesas que toman el té mientras charlan sobre sus nietos y sus achaques, en ocho capítulos idénticos donde sólo cambiaran los juegos de café y las mesitas de sobremesa,  la hubiéramos visto igual. Algo habríamos sacado en claro tratándose de Simon. Nuestra fe en él es ciega.  Pero como sus seguidores somos habas contadas, y sus series, aunque muy alabadas por la crítica, dejan números muy escasos en las audiencias, los responsables del marketing fueron vendiendo la moto de que The Deuce trataba sobre el nacimiento de la industria del porno allá en Nueva York, en los años setenta, cuando Time Square y sus alrededores no eran precisamente un paraíso para el turista, y el chulo putas, y la puta explotada, y el navajeo, y el bar da mala muerte, y el drogadicto tirado en el portal, disuadían al ciudadano universal de pasearse por allí haciendo foticas.

    Y no es que nos hayan mentido del todo, los responsables del marketing, con eso de que en The Deuce había mondongo, y se veían cosas impensables en otro show para la televisión. Haberlo haylo, el asunto, pero se nota a la legua que a David Simon no le interesa demasiado. La industria del porno de The Deuce –como la droga de The Wire o el huracán Katrina de Treme- sólo es el mcguffin que le sirve para trazar retratos de personajes. Porque The Deuce trata, básicamente, sobre las gentes de The Deuce, que es el barrio neoyorquino donde se cortaba el bacalao. Gente - y gentuza- que se levantaba por las mañanas a ver qué novedades les deparaba la vida. Una historia de barrio cutre, esforzada y resudada, que si no fuera por la industria del porno podría haberse ambientado perfectamente en el barrio de Vallecas.