Detroit

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La teoría cinematográfica de Ignatius Farray es una solemne tontería. Las películas no son mejores o peores porque se ajusten literalmente a lo descrito en el título. Alguien voló sobre el nido del cuco es una gran película aunque no salga ningún cuco en ningún nido, y El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante es una experiencia insufrible aunque ofrezca justo lo que promete. Ignatius lo sabe, y sus fans lo sabemos, pero por el camino nos echamos unas risas  jugando a las correspondencias entre los títulos y los contenidos.

    Según esta disparatada sandez que provocaría soponcios entre los fundadores de la Nouvelle Vague, Detroit tendría que ser una obra maestra del copón, porque se suponía que la película iba de eso, de Detroit, de la Motown, de la pujanza industrial,  de la violencia callejera. Y por supuesto, como tema central, una vez explicado el contexto anterior, de su problemática racial, que en el fondo es una problemática clasista de trabajadores que cobran cuatro duros en las fábricas y se ven condenados a la miseria de los arrabales, a la sanidad precaria, y a la casa ruinosa. Al futuro sin perspectivas.

Así las cosas, una mala tarde de esas que comentaba Chiquito de la Calzada, un par de exaltados apedrean un escaparate, arrojan un cóctel molotov, se enfrentan a cara de perro con la policía, y prenden la mecha de una revuelta  que en 1967 tuvo en jaque a toda la ciudad, y obligó incluso a la movilización de la Guardia Nacional. Cuarenta y tres muertos dejó aquella guerra civil que Kathryn Bigelow iba a plasmar en la pantalla porque estaba  asqueada y perturbada por la brutalidad policial que cincuenta años después retomaba las calles. La nueva persecución de los negros...

    El problema es que Detroit, lo que se dice Detroit, no sale mucho en Detroit. Y eso, en el Cahiers de Cinema de Ignatius Farray, es castigado con una solitaria estrella de las cinco posibles. Dos, a lo sumo, si la factura es buena, y los actores se lo curran. La decisión de Kathryn Bigelow es centrarse en los sangrientos sucesos del Motel Algiers y olvidarse del resto. Sabemos que la ciudad está ahí fuera, respirando, sangrando, pero se nos cuenta muy poco de ella. Cuatro pinceladas de las que ya veníamos informados. Nos falta la explicación, la referencia, el contexto histórico. Detroit termina siendo una película de psicópatas que entran en una casa y siembran el terror y la muerte entre sus habitantes, como una familia Manson cualquiera, o como aquellos hijos de puta sonrientes de Funny Games, la película de Haneke. Pensábamos que veníamos a una clase de historia y nos hemos quedado en un psicothriller de policías muy malotes.




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