Fe de etarras

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El trabajo más duro para cualquier terrorista profesional, de esos que hacen carrera en el empeño y luego suben puestos en el escalafón, no es apretar el gatillo, ni detonar la bomba, que para eso ya vienen con la psicopatía de serie, y la sociopatía incorporada en el chasis. Lo más jodido de su labor asesina es esperar: pasar un día tras otro de calculada inactividad, esperando instrucciones, repasando el plan, cargándose de razones... Después de cada crimen cometido, con su subidón de adrenalina y su inflamación de las creencias, vienen largos meses de sigilo en el piso franco. Ratos interminables de jugar al trivial o al parchís mientras los telediarios pasan por delante y la vida transcurre. 

    En el fondo, ser terrorista es un auténtico coñazo, sobre todo si vives tras las líneas enemigas, porque estás muy lejos de los tuyos, a mil kilómetros de tu bar preferido, con la novia -o el novio- siempre en trance de olvidarte o de mandarte a la mierda. Sólo los matarifes más fanáticos, o los que no tienen vida propia que disfrutar, aguantan esa tensión de los días vacíos. Ese cobrar un sueldo y una manutención por no hacer nada. Hay que ser un funcionario muy honrado para resistir la tentación de la actividad...


    Fe de etarras transcurre en 2010, en plena decadencia de ETA, y también en pleno Mundial de Sudáfrica, con la retórica españolista en las radios y las banderas rojigualdas en los balcones. Ante tal panorama, el único personaje que mantiene su fe es el personaje de Javier Cámara, un riojano de Euskalherría que se considera a sí mismo el último gudari, el último mohicano de una lucha patriótica que viene de siglos, de milenios incluso, enraizada en las disputas que mantuvieron los protovascos que cazaban el mamut con los protoespañoles que preferían el venado. Sin embargo, a los otros comandos que le acompañan, se les va cayendo la fe de los bolsillos, y la arrastran por el suelo como condenados con su bola de hierro. Decía Francisco Umbral que siempre era un espectáculo contemplar a los hombres trabajando en lo suyo, y Fe de etarras, básicamente, es una ventana abierta -finamente cómica, pulcramente medida- a esas jornadas maratonianas de los terroristas dedicados a su trabajo revolucionario de contemplar las musarañas.




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Jerry Before Seinfeld

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De las cosas que aprendí -o recordé- viendo Jerry Before Seinfeld:

    Que Jerry Seinfeld, antes de regalarnos la mejor sitcom de la historia -en coautoría con Larry David- hizo sus pinitos de humorista en un club llamado The Comic Strip, en Nueva York, al que ahora regresa para recordar sus viejos chistes ante el micrófono, en una hora inolvidable de carcajadas e inteligencias.

    Que todas las expresiones que contengan las palabras "veinte minutos" son falsas: "Tardaré veinte minutos", o "La intervención durará veinte minutos", o "Soy capaz de aguantar veinte minutos sin eyacular".

    Que la realidad, en un milagro que se repite cada día, lo mismo en asuntos nacionales que en internacionales o deportivos, se ajusta exactamente al espacio disponible en los periódicos, de tal modo que en ellos nunca queda un espacio en blanco, ni hay que añadirles un espacio extra para contar un suceso inesperado.

    Que estaría muy bien que en las películas, de vez en cuando, aparecieran unos subtítulos que fueran recordando claves sustanciales de la trama ("Recuerda que Fulano le estaba poniendo los cuernos a Mengana"), o que fueran despejando esas dudas que a veces se quedan atoradas en la punta de la lengua, como cosquilleos molestos que impiden la concentración ("Este actor que ahora habla también salía en aquella película titulada...")

    Que no parece una buena idea regalarle a un ser querido una radio musical para la ducha, si no queremos que se mate en ese entorno tan poco propicio para el baile, con el suelo resbaladizo, y la mampara de vidrio...

    Que hacerse adulto significa, entre otras cosas, ir añadiendo bolsillos a la vestimenta, en pantalones y camisas, chaquetas y abrigos, de tal modo que cuando alguien nos pregunta por las llaves nos palmoteamos compulsivamente los mil y un recovecos, poniendo caras de fastidio, mientras que un niño sólo tiene que abrir las manos para demostrar que no las lleva encima...

    Que si no hubiese flores para regalar, la Tierra sería un planeta habitado únicamente por hombres y lesbianas.

    Que si le preguntas a un amigo qué tal le va con su pareja, a mayor incertidumbre en la relación, más arriba se toca la cara con la mano mientras medita: ligera preocupación, si se acaricia el mentón;  crisis inminente, si se pellizca el entrecejo; al borde del colapso, si se frota la frente con la palma de la mano...




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El hijo de la novia

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Los seguidores de este blog infumable ya saben que últimamente, a veces guiado por la búsqueda activa, y otras manipulado por el inconsciente traidor, veo mucho cine de cuarentones sumidos en la crisis existencial. Es lo que toca. Con el trabajo consolidado, el hijo criado y el matrimonio finiquitado , se abre ante mí la terra incognita de la vida. Y el cine, a veces más que la vida real, me proporciona apuntes que voy anotando en el cuadernillo de la pequeña sabiduría. 

    Ante mí está el desafío de reinventarse, el afán de reenamorarse, el reto de asumir la lenta decadencia de los sueños y las energías... La pitopausia, y las resacas como hostiazos. Las ganas de revivir mezcladas con la baja forma de los sistemas corporales. El cuarentón -y yo no escapo de esa caricatura- es un personaje complejo, tragicómico, un tipo algo ridículo que está a medio camino de la tonta juventud y de la docta decrepitud. Un tipo que da mucho juego en las películas, y que lo mismo te da para soltar un par de lagrimones que para liberar un par de carcajadas, según como lo pille la cámara, y como nos coja el ánimo en la butaca.

    En El hijo de la novia, el personaje de Ricardo Darín tiene cuarenta y dos años, un restaurante que atender y una custodia que compartir. Y una novia mucho más joven a la que satisfacer. Físicamente, moralmente y diplomáticamente. Darín, además, tiene un padre que aún siendo ateo quiere casarse por la iglesia con una mujer enferma de alzhéimer. Y un amigo muy cargante que siempre aparece en el momento más inoportuno para hacer su humorada. Un porro descomunal, como se ve.

    Darín, por supuesto, no da abasto con tanto personaje salido del vodevil. Y aunque no tiene ni una cana en el pelo, el jodío, ni un mellado en la dentadura, ni una puta nube en la sonrisa, al final su cuerpo le dice que hasta aquí hemos llegado, y se desploma derrotado por el sinvivir.  La moraleja es evidente: a los cuarenta y tantos hay que priorizar objetivos, ralentizar el ritmo, entrenar la cachaza... Hacer el amor con más esmero, y el trabajo con más mimo, y la amistad con más mansedumbre. Cribar, sosegar, tolerar... Como venía a decir Nietzsche por debajo de tanta filosofía sobre los superhombres y los dioses muertos, lo importante, al fin y al cabo, son las buenas digestiones.




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Good bye, Lenin!

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Una señora franquista que hubiera entrado en coma tres días antes de la muerte del dictador, y reviviera hoy mismo en la habitación soleada de su clínica privada, no necesitaría que ningún hijo la engañara sobre el estado político de la patria. Todo está más o menos como estaba. 

    En Good bye, Lenin!, sin embargo, la mamá de Alex, que sufrió su infarto justo antes de la caída del Muro, necesita todo un paripé familiar para no saber que la Alemania Oriental ya no existe y que el comunismo ha sido finalmente derrotado. Que sus sueños de proletaria combativa, de soñadora de fraternidades universales, han ido a parar a los basureros de la historia... Ocho meses después de lo del Muro, a su Berlín resistente y pobretón, orgulloso y mal abastecido, ya no lo conoce ni la madre que lo parió. Las gentes visten distinto, sueñan distinto, comen hamburguesas del McDonald's, y en la televisión aparecen mujeres semidesnudas y anuncios de Ferraris derrapando por Miami Beach. Sus ideales viajan por las cloacas camino del mar, y sus allegados tienen que sudar tinta china para hacerla creer que nada ha cambiado en el paraíso socialista.

    Nuestra señora franquista no necesitaría tantos desvelos de los familiares congregados ante su cama. Apenas extrañaría nada al encender el telediario de La 1, o al escuchar las tertulias de la radio. El rey actual, tan guapo y mocetón, es el hijo de aquel otro que designó el Caudillo con un simple capricho de sus cojones. La democracia -aunque sólo mencionarla le produzca gases y le altere la tensión a la señora- la están gestionando los nietos de aquellos patriotas que ganaron la Guerra Civil, y es muy probable que sólo estén disimulando para complacer a los americanos y a los europeos, siempre tan meticones e idealistas. El ejército sigue desfilando cada 12 de octubre, los obispos siguen bendiciendo las fiestas de guardar, y los equipos de fútbol siguen dedicando sus títulos a la Virgen del terruño. Las banderas del águila imperial siguen exhibiéndose por las calles como si no hubiera pasado el tiempo, y los cachorros de buena familia, aprovechando las manifas, siguen ahostiando como se merecen a los rojos que quieren traernos el ateísmo y el reparto de la riqueza.

    Lo único que a esta señora habría que ocultarle para que no se muriera de otro soponcio, es saber que ahora las mujeres abortan, que los maricones se casan, que los jovenzuelos compran condones como quien compra chicles en el kiosco. La liberación de las costumbres... Cuánto tendrían que callar esos mismos nietos que la sonríen disimulando, que le dan la razón como a los tontos. Los asuntos de la jodienda, que no tienen enmienda.




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Desayuno con diamantes

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En la vida real, el amor casi siempre es un cruce de malentendidos. Un diálogo para besugos. Un trasiego de flechas que rara vez aciertan en el blanco. La mayoría de las veces nos enamoramos de quien no nos corresponde, o recibimos el amor de quien está condenado a nuestra indiferencia. Las miradas suelen perderse en la desgana; los sueños, en una nube; las flores, en un contenedor. En los tiempos modernos, los anhelos terminan silenciados en el whatsapp, bloqueados en el facebook, estrujados en la papelera de reciclaje. El amor, en nuestra existencia mamífera, en nuestro deambular por las aceras, es una lotería de los más afortunados, el premio más apetecible y raro del Un, dos, tres...


    Y sin embargo no nos rendimos. Somos románticos y enamoradizos. Seguimos saliendo a las calles, y a los bares, y a los patios de internet, a perseverar en nuestro sueño de mágicas coincidencias. De eso tienen mucha culpa las películas -como antaño fueron culpables los bardos, o los poetas- porque ellas nos venden el sueño de la reciprocidad, la ilusión de la plenitud. Publicidad engañosa, pero maravillosa, ante la que suspendemos cualquier suspicacia o raciocinio. Las películas como Desayuno con diamantes son clásicos cursis, inverosímiles, de personajes tan literarios como improbables, y precisamente por eso los adoramos, y nos enternecen, y nos hacen llorar en la última escena del beso, aunque hayamos jurado cien veces no caer de nuevo en tan ridícula debilidad. Ellos nos devuelven la esperanza del amor. 

    En las pantallas del cine clásico el amor es fácil y asequible. Casi un trámite administrativo. Es como si... solo hubiera que chascar los dedos. Si no fuera porque las películas tienen que durar dos horas para dar de comer a tantas personas que trabajan en ellas, las damiselas requebradas otorgarían su aquiescencia a los cinco minutos de metraje, y el resto de la trama ya sólo sería el relato porno de sus muchos encuentros con el galán, y el relato trágico, en los minutos finales, de cómo el amor antaño maravilloso se fue diluyendo y marchitando. 


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El mismo amor, la misma lluvia

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Uno de los libros que más me han ayudado a entender el mundo se titula La supervivencia de los más guapos. En él, Nancy Etcoff, que es una psicóloga americana muy lista y muy intuitiva, cuenta que ser guapo o guapa no es sólo una ventaja evolutiva que permite encontrar más y mejores parejas sexuales. Su éxito también se extiende al ámbito laboral, al mundo de las amistades, a las colas de las panaderías o de los restaurantes. A los así agraciados se les abren puertas que a otros se nos cierran en las narices. Se les conceden oportunidades que a los demás se nos deniegan con mal gesto. Los guapos nos seducen, nos confunden, nos secuestran la voluntad. La simetría facial tiene algo de hipnótico; los ojos bonitos son como ascuas brujeriles que nos hechizan. Los cuerpos bien formados nos acomplejan, nos aturullan, nos vuelven serviciales y sumisos. A un hombre de bandera, o a una mujer de rompe y rasga, les perdonamos cosas a que nuestros congéneres de la fealdad, a nuestros hermanos del infortunio,  tardaríamos mucho tiempo en olvidar. Lo que enseña Nancy Etcoff es que nadie es culpable de todo esto, ni los seductores ni los seducidos: es la biología en marcha, el instinto en acción...




    En El mismo amor, la misma lluvia, el personaje de Ricardo Darín es un fulano execrable que pone los cuernos a su pareja, deniega la ayuda a sus amigos y extorsiona a los artistas para escribirles una buena crítica en su columna. Un tipo de conducta errática, caprichosa, que sin embargo sale bien parado de todos sus lances porque tiene ojos azules de niño y sonrisa pícara de truhán. Y maneja, además, esa verborrea argentina que seduce los oídos y enreda las voluntades. Un tipo muy peligroso. Un superviviente nato. Un canallita. Un estafador biológico de primera categoría. Incluso el personaje de Soledad Villamil -que es una mujer guapísima que podría tener a cualquier hombre que deseara- cae rendida una y otra vez a los encantos de este fulano que mientras se la tira, sonriendo con cara de amante beatífico, de hombre comprometido para la causa, ya está pensando en el próximo movimiento sexual de su partida de ajedrez. No sé de dónde han sacado que El mismo amor, la misma lluvia es una película romántica... Despojada de músicas y de lirismos, la cinta de Campanella es el crudo National Geographic de un macho alfa que medraba en el ecosistema argentino de los años ochenta.




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Larry David. Temporada 9

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A veces me sube una congoja del alma y pienso que ya se terminó el tiempo de las grandes alegrías. Que el trabajo gordo, por así decirlo, está finiquitado, y que sólo queda esperar, y reírse lo más posible, mientras llegan los nubarrones de la salud. Las grandes esperanzas, y los grandes proyectos, son cosas del verano de la edad, de cuando uno andaba viril y descamisado, y los días parecían no tener fin. Cuando la vida se desenredaba como un musical americano de jornaleros en el campo, jóvenes y vigorosos. Ahora, en el otoño del cromosoma, habrá que medir las cosas con raseros más humildes. Vivir una película francesa, melancólica, pausada, con bonitos atardeceres y cafés con croissant en la terraza. Una peli de Rohmer, por ejemplo, estilosa y lánguida, una que podría titularse El cinéfilo del villorrio, tan del estilo del maestro.



    Hace ya varios años que uno fía su felicidad a las pequeñas alegrías: que te llame un amigo para charlar; que el análisis de sangre salga sin subrayados en rojo; que el Madrid conquiste un título importante a finales de mayo. Que los seres queridos no se tuerzan por el camino. La tertulia en la radio, el estreno en el cine, la joya perdida en el ordenador... Que te sonría una señorita en el autobús. No morir de un infarto al subir el repecho en bicicleta, y emprender el descenso con la sonrisa boba y el orgullo salvaguardado. Que refresque por las noches, en estas canículas que las meteorólogas anuncian con una sonrisa que nunca he terminado de comprender, a 40 grados a la sombra. Mi reino por una brisa. Que prorroguen, si es posible, las series de televisión que me calientan en invierno, y me refrescan en verano. Que le concedan una temporada más, por ejemplo, a Larry David, cuando ya habíamos perdido toda esperanza de continuación, sus locos seguidores. Lo he leído esta mañana, al abrir el ordenador, y sólo de pensar que  Larry ha vuelto a coger el yelmo y la lanza para retar en duelo a los gilipollas y a los estúpidos, me ha brotado la sonrisa tonta, y me ha dado por silbar la pegadiza sintonía mientras barría y fregaba los cacharros. 


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Morir de pie

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El primer episodio de Morir de pie me engancha. Me abre el apetito de ver la temporada completa. Y eso, en esta sobreabundancia de series que nos abruma, en este sin vivir de elegir una ficción entre mil, es un mérito incuestionable. Cuando estos jovenzuelos y jovenzuelas, aspirantes a la fama, desvergonzados y sinvergüenzas, salen al escenario y cogen el micrófono para soltar sus visiones ácidas sobre la vida, yo me descojono como un adolescente en el sofá. Hay mucho sexo, mucha cafrada, mucha mala follá... Son de la escuela de Lenny Bruce, estos muchachos. Pero es que luego, además, entre bambalinas, cuando se cruzan amores y envidias, amistades y puñaladas, los diálogos son igualmente chispeantes, lúcidos, tan buenos como los monólogos que les dan precariamente de comer, hasta que llegue la invitación de Johnny Carson para aparecer en su programa nocturno y se hagan de oro con las ofertas de trabajo.

    El problema de Morir de pie es que su segundo episodio es igual al primero, y el tercero al segundo, y así sucesivamente, como en una tira de muñecos de papel. He llegado al quinto episodio con la sensación de estar viendo siempre lo mismo... Y he decidido devolver el animal a la protectora. El flechazo amoroso se ha tornado pesadez y pereza. Lo poco agrada y lo mucha cansa, o algo así, que decía el refrán.

    Lo de hacer chistes con las mamadas, por ejemplo, está muy bien. Lo mismo en el escenario artístico que en la vida cotidiana. Tal práctica sexual se presta a todo tipo de ingeniosas malevolencias. Es sucia pero divertida. Escatológica pero excitante. Dice mucho de quien la practica, o de quien no la practica. De quien la enaltece y de quien la condena. Es como una prueba del algodón para detectar personalidades: en la mamada está el generoso, la melindrosa, el desprejuciado, la novicia... A las mamadas las puedes volver del derecho y del revés. Sirven para pasárselo muy bien y para fortalecer el vínculo. Si las subes a un escenario son material cómico de primera categoría. Yo mismo, que me crié en el arrabal, y que me rodeo de gente muy poco selecta, tengo un amigo que basa su éxito social en contar chistes sobre mamadas allá en el vino del mediodía, o en la cerveza del nocturneo. Las primeras cien veces yo me partía el culo con él... Ahora ya me sale la risa forzada. No hay más registros en su repertorio de comediante. Si mi amigo fuera un personaje de Morir de pie ya le habría cambiado por otro fulano menos cansino...



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Blade Runner

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Antes de morir, el Nexus 6 se vanagloria de haber visto cosas que los humanos no conocen. Ningún espectador sabe qué son los rayos C, ni dónde queda la puerta de Tannhäuser, pero dichas por el replicante suenan a experiencias bellísimas e irrepetibles. Como si le hablaran de sexo salvaje al adolescente por estrenarse... En solo cuatro años de vida programada, el replicante ya había contemplado las maravillas del Universo. Los humanos de la Tierra, en cambio, sólo habían visto la mugre, la contaminación, la lluvia ácida persistente. Roy, por supuesto, no quería morir, y lamentaba que sus recuerdos se perdieran en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Pero en su testamento final se adivinaba un poso de orgullo. Él, condenado a la pronta caducidad había vivido intensamente. ¿La vida larga y aburrida de los casados, o la vida corta y excitante de los rockeros? 

Escribía Charles Bukowski en El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco

    “Lo terrible no es la muerte, sino las vidas que la gente vive o no vive hasta su muerte. No hacen honor a sus vidas, les mean encima. Las cagan. Estúpidos gilipollas [...] Son feos, hablan feo, caminan feo. Ponles la gran música de los siglos y no la oyen. La muerte de la mayoría de la gente es una farsa. No queda nada que pueda morir”.


El año 2019 que imaginaron los guionistas de Blade Runner tiene pinta, a dos años vista, de haberse quedado muy corto en algunos avances, y muy largo en otros. A día de hoy, la ingeniería genética aún está dando sus primeros pasos, y los coches de policía no salen volando tras ponerte una multa. Las colonias espaciales son proyectos descomunales aparcados hasta el fin de los tiempos. En Blade Runner, sin embargo, como sucede en muchas películas de ciencia-ficción, no se ve a nadie con teléfono móvil, ni con iPod, y los ordenadores de hogares y oficinas parecen unos cacharros tan lentos como rudimentarios. No parecen existir cosas tan básicas como Internet o como el Whatsapp, que en el año 2017 ya manejan con soltura incluso las ancianas. 

En el sector de las telecomunicaciones, lo más avanzado de Blade Runner parece ser la videollamada, como ya lo era en el 2001 imaginado por Arthur C. Clark.  Menuda caca... Eso ya existía  cuando yo era niño y llamaba al portero automático de mi amigo rico para que bajara a jugar al fútbol. Hace cuarenta años que yo ya me quedaba boquiabierto al descubrir que en aquella comunidad de vecinos habían instalado el ojo vigilante de HAL 9000...




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Los exiliados románticos

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En Los exiliados románticos, tres amigos residentes en Madrid cogen la furgoneta de Scooby-Doo y se lanzan a las autopistas camino de Francia, a retomar el amor fugaz que una vez mantuvieron con tres bellas extranjeras. Es verano, tienen tiempo libre, y no parece que en los madriles tengan mucho éxito con las mujeres. 

    Aunque son jóvenes y cultos, leídos y aventureros, uno de ellos es tímido hasta la psicopatología, y además empieza a perder un poco de pelo. Otro tiene cara de alelado permanente, como de no terminar nunca de despertarse. Y el último, el más feo, el que parece más cultureta y alternativo, tiene un parecido inquietante a Ignatius Farray cuando a éste le pega la chaladura. Nada grave, quizá, en otras circunstancias sociales, en otro contexto más amable del coqueteo y del folletear. Pero las españolas, últimamente, como bien sabemos los españolitos que llamamos a su puerta, o escalamos a su ventana, están anhelando por encima de sus posibilidades. Están muy exigentes, muy desconfiadas. Muy de pedir currículos inmaculados, y romanticismos de Pretty Woman, que cuestan un huevo de la cara.


    Han pasado cuarenta años desde que Alfredo Landa y José Luis Vázquez buscaran el amor entre las vikingas que arribaban a nuestras playas. Ellas eran europeas, liberales, mujeres de pocos melindres, y lucían un bodi muy lustroso entre las dos piezas del bikini. Los Landas y los Vázquez de aquel entonces también eran, a su modo paleto y franquista, unos exiliados románticos, como los de la película de Jonás Trueba, aunque ellos no viajasen al extranjero porque entonces era caro de narices, y los viajes en carretera resultaban agotadores. Ahora, en la modernidad, cuando cualquiera ya puede coger un avión o recorrer un autopista y todo quisque puede entenderse con el inglés de los macarranes, los españolitos sin suerte en el amor, como los sin suerte en el trabajo, vuelven a mirar hacia Europa para arreglar su vidas descosidas.



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Baby Driver

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Termino de ver Baby Driver, en la madrugada del sábado al domingo, y me pregunto, una vez más -y en estos tiempos la pregunta es un nubarrón geoestático suspendido sobre mi cabeza- qué he hecho con mi vida para llegar hasta aquí, a este derrumbamiento en el sofá, a esta soledad sin perspectivas. Qué cadena de acontecimientos, de encrucijadas, de decisiones mal tomadas desde que el mundo es mundo, me ha traído a esta película tan moderna y tan prescindible, tan molona y tan vacía. 

    En la fiebre del sábado noche yo debería estar disfrutando por ahí, a la luz de unas velas, o en la barra de un pub, en la vida verdadera que no es ni película ni celda monacal. No sé qué cojones hago aquí, en la noche calurosa e impropia de octubre, viendo una película que en realidad ni me va ni me viene, que sólo estoy viendo porque las películas apetecibles están en la otra habitación, a veinte metros-luz del salón. Pero me pesa tanto el culo, y la pereza, y el mal jerol que estoy gastando, que soy incapaz de incorporarme y de poner fin a esta Baby Driver que sólo va, básicamente, de unos tíos que atracan bancos y luego salen pitando a toda hostia por los asfaltos atestados.

    Cuando en la película luce el sol, y Baby -el driver, el prota- bailotea las canciones de su iPod sobre las aceras, marcándose unos swings o unos funky steps, consigo olvidarme un poco de mí mismo, por un rato, y me dejo llevar por el ritmo de la música, que es muy molona, y por las persecuciones de coches, que son de mucho infarto, muy bien rodadicas, con su goma quemada, y sus piruetas imposibles, y sus coches policiales que siempre conducen unos merluzos que se estrellan contra el primer obstáculo que topan. 

    Pero luego, ay, en Baby Driver se hace de noche, porque los delincuentes también duermen, o se meten en garitos para repartirse el botín, y entonces, al fondo de la pantalla, un poco difuminado, aparece un personaje nuevo en la película, uno que soy yo mismo reflejado: un intruso, un paria de la trama, como esos fantasmas no previstos de las fotografías. Es entonces vuelvo a tomar conciencia de mi mismidad, de mi gilipollez, de mi destino varado en una playa...




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El regalo

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Esta película, El regalo, yo ya la había visto. Transcurría en París, se titulaba Caché, y la dirigía un filósofo metido a cineasta -y a tocapelotas- llamado Michael Haneke. En ella había otra pareja de burgueses encantados de conocerse hasta que un psicópata empezaba a acosarles, a entregarles paquetes, a filmarles clandestinamente en la intimidad... Todavía siento escalofríos al recordarla. Caché era puñetera y malsana, inquietante y perversa, como todo el cine perpetrado por Haneke. El austríaco es un cabronazo que te mete la mano por la garganta, o por el trasero, y hace operaciones muy dolorosas en los territorios del miedo o de la culpabilidad. De sus películas siempre sale uno tocado, como si una nube negra se instalara sobre la cabeza y te quitara los rayos del sol, y la alegría de vivir.


    El regalo, como Caché, es una película sobre fantasmas de las navidades pasadas que de pronto se hacen carne molesta y peligrosa. Tipos a los que no veíamos desde la infancia, y a los que habíamos olvidado por completo, que sin embargo se acordaban muy bien de nosotros. Que -más aún- nos llevaban grabados a fuego en su rencor. Niños a los que un día, por hacernos los chulos, o por vengar la injusticia de unos cromos escamoteados, acusamos de algo que no era verdad, o que no era verdad del todo. Un agravio que fue creciendo sin control, tomando forma, creando malentendidos, hasta que acabó con la reputación y el buen nombre del chaval. Una vida tal vez arruinada, tal vez irrecuperable, que tuvo su origen en una maledicencia de patio de colegio, o de intercambio de clases. 

    Sobre mí, en aquellos tiempos, mis archienemigos del balón o del sobresaliente vertieron más de una injuria que por fortuna nunca llegó a nada. La desgracia en la vida me la he ido labrando yo solito. Yo, en venganza, o en pura maldad, también solté varias andanadas al aire, a ver si colaban... Nunca supe si acertaron de lleno o se perdieron en el mar. Tal vez algún día, en la cola de un supermercado, o en la terraza de una cafetería, me encuentre a un tipo de rostro vagamente familiar que me enseñe la herida, y me devuelva el proyectil en una bolsa.  


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Doce monos

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Como ya sucediera en Brazil, el artificio barroco de Doce Monos sólo es el envoltorio que utiliza Terry Gilliam para contar una historia de amor. Doce Monos -con sus viajes en el tiempo, su humanidad arrasada, sus gadgets de Mortadelo y Filemón- sólo es una película de ciencia-ficción en apariencia. Gilliam, por debajo de esa creatividad desbordada, de esa fama de ex miembro pirado de los Monty Python, no es más que un romántico incurable que esconde sus sentimientos bajo toneladas de cacharros y de efectos especiales. Un tímido que se pondría rojo como un tomate rodando directamente una comedia romántica, o una pasión amorosa de las que anegan los ojos y mojan las camas, o viceversa.

    De todos modos, los amoríos que ocupan a Terry Gilliam son de un tipo muy raro, altamente infrecuente. Son esos amores que uno crea en la imaginación y luego sueña continuamente en la profundidad de la noche, o en el marasmo del día, como una obsesión enfermiza. Ectoplasmas bellísimos y sonrientes que de pronto, por el azar de un milagro -como le sucedía a Jonathan Pryce en Brazil- o por el capricho de una paradoja temporal -como les sucede a Bruce Willis en Doce Monos- se vuelven reales y tangibles, y uno no termina de creérselos del todo hasta que la realidad de la carne se impone con un beso o con un bofetón.

    Cuando en Doce monos el viajero del futuro y la psiquiatra del presente cruzan sus miradas por primera vez, no pueden evitar un primer conato de atracción, pero también, surgida de la galería de los sueños como una voluta de humo, una extraña sensación de reconocimiento. Un déjà vu que la doctora, tan racional, tan formada en su materia de trastornados, achacará a la fiebre primeriza de todo enamorado. Porque ella todavía no sabe -como sí sabe el viajero del tiempo- que ellos ya se conocían de mucho antes, de otra línea temporal aún más fantástica que los sueños...


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