La reconquista

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En La reconquista, Manuela y Olmo son dos treintañeros que se reencuentran en la noche de Madrid tras quince años sin verse. De adolescentes fueron novios, o novietes, y caminaban de la mano por los parques del barrio, alelados y felices. Cuando no podían estar juntos se juraban amor eterno en cartas de papel cuadriculado que escribían con el boli de cuatro colores.

    Pero la eternidad, ay, duró lo que Manuela decidió que durara, ansiosa por conocer otros chicos, otras vidas, otros mundos que no constriñeran su curiosidad. Ella vive ahora en Buenos Aires, en el exilio laboral, y aprovechando unos días de asueto ha regresado a Madrid para ajustar cuentas sexuales con su pasado. Pero Olmo es un chico algo parado, con cara de panoli, que acude a la cita más curioso que excitado, y terminará convirtiendo lo que iba a ser un lance erótico en un repaso melancólico del amor que compartieron.


    Mis ojos han resbalado por La reconquista sin comprenderla del todo. El guión es críptico, la realización austera, los personajes hieráticos y sosainas. Se supone que hay un volcán interior a punto de reventarlos mientras ellos guardan las formas y se ponen a filosofar. Pero yo no soy capaz de sentir su ímpetu, su calor. El mismo título de la película tiene algo de equívoco, porque aquí nadie trata de reconquistar a nadie: sólo echar un polvo, como mucho, si la noche se vuelve loca, y recordar luego, recostados en la cama, su amor primerizo y despistado. La supuesta reconquista se va a quedar como mucho en una batalla fugaz en la cueva de Covadonga. 

Me falta perspicacia e interés para seguir sus devaneos. Y sobre todo, me falta esa experiencia del amor adolescente que yo nunca tuve. Les entiendo, pero no les siento. Aquí dentro tengo un boquete, un déficit, un buen mordisco perdido en el calendario. La reconquista es una película que no termino de entender, pero que me ha puesto muy triste, al borde del llanto. Son malos tiempos para la lírica.



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