Vete de mí

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A las amistades las escogemos dentro del contexto que nos toca vivir: el patio del colegio, el lugar de trabajo o el bar de la esquina. Son, en cierto modo -porque también nos guía nuestra afinidad, y nuestro carácter- personas casuales, sustituibles si vienen mal dadas o si una mudanza nos separa. 

    La familia, en cambio, nos viene dada para siempre. Es obligatoria y eterna, hasta que la muerte nos separe. La familia no viene escrita a lapicero, sino cincelada en piedra como un mandamiento caído en el desierto, aunque uno viva en Melbourne y el otro en Ripollet. La lejanía, o el rencor, o la indiferencia, no te salvan de saber que en el mundo hay familiares que se parecen a ti. Que son como tú, en un porcentaje variable de sangre común. Los amigos, después de todo, son hijos de su padre y de su madre, y allá cada cual con lo suyo. Pero un familiar es el portador de nuestras reliquias más o menos presentables: un rasgo, un gesto, una manía, algo que nos recuerda que por esas venas también navega un barco con nuestro nombre repintado.

    Si el padre mira al hijo, o el hijo mira al padre, y se produce la aceptación resignada de esa similitud, la relación pude llegar a buen puerto. Pero si sucede, como en Vete de mí, que padre e hijo se miran y no se aceptan, y el primero ve en su hijo al fracasado que no despega en la vida, y el segundo ve en su padre al carca que no se atiende a razones, las puyas saldrán de las bocas como puñales que se clavan en lo más íntimo, envenenadas en el alcohol de la noche madrileña, de los bares y los prostíbulos. Juan Diego y Juan Diego Jr. no soportan mirarse en el espejo porque se reconocen a sí mismos imperfectos, y desgraciados, y prefieren echarse culpas que en realidad ninguno tiene. Cada uno es como es, y viene condenado por los genes.

    Hasta que llega la madrugada, y la resaca, y el cansancio de la brega dialéctica, y tomando como ejemplo a la Dama y el Vagabundo, Juan y Juan Diego firmarán la paz y la reconciliación compartiendo unos espaguetis sacados del frigorífico. Dos tipos lamentables que se abalanzan en silencio sobre el mismo plato, maleducados y ojerosos, reconociendo en silencio que lo que Dios ha unido jamás podrá separarlo el hombre.


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