La vida de Calabacín

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Tengo un perrito adoptado que se llama Eddie. En sus  tiempos de vagabundeo, se presentaba frente a la casa de unos amigos para jugar con el perro que ellos sacaban puntualmente a pasear. Como si Eddie fuese un niño con reloj que esperase a que su amigo bajara al parque, o a la cancha de futbito. Mis amigos terminaron apiadándose de él, siempre solo, sucio, hambriento, tan juguetón que daba gusto verlo, y una noche decidieron abrirle la puerta y dejarle un hueco en el sofá. Una semana después, tras varios intentos frustrados de colocarlo, Eddie durmió su primera noche en mi casa. Yo llevaba meses con la intención de volver a tener un perro, pero la sola idea de presentarme en la protectora de animales, y tener que elegir una mirada entre tantas que ansiaban irse de allí -escapar del hacinamiento, del abandono, de la muerte- me producía una congoja intolerable. El bien que iba a hacerle a un perro concreto no podía compensar la desolación de ver a los otros perros otra vez desdeñados, defraudados, quizá ya resignados a su destino perruno y puñetero.


    En La vida de Calabacín, Calabacín es el niño huérfano que termina recogido en un hospicio de los valles suizos. Allí, como en las perreras, Calabacín y sus compañeros de infortunio esperan al visitante que un día se presente buscando una mirada particular, una sonrisa cautivadora, y los saque de la institución donde transcurren los días entre juegos y gamberradas, clases de matemáticas y ensoñaciones en el patio. El hospicio de Calabacín no es precisamente el infierno de humillaciones y mierda que alojó a Oliver Twist, sino algo más parecido al orfanato que regentaba Michael Caine en Las normas de la casa de la sidra. Los niños-muñecos de la película no son príncipes de Maine, ni reyes de Nueva Inglaterra, pero están bien tratados, comen caliente, y cuentan con el cariño administrativo de los encargados del lugar. Pero no son, obviamente, felices. Se amoldan, como cualquier niño, porque los niños son verdaderas máquinas de adaptación, y son lo más parecido que hay en la naturaleza a esas bacterias que arraigan en los ecosistemas más inesperados, en las charcas intoxicadas con metales, o en las profundidades volcánicas de los océanos. Pero necesitan algo más. Un hogar en el que sentirse especiales y mimados. 

    Mientras veía La vida de Calabacín me he acordado mucho de aquel perro que nunca rescaté de la protectora de animales. Eddie, el superviviente callejero, el canelo de patas blancas más listo que el hambre, duerme en su lugar. 




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