El tren

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Horas antes de que los aliados tomaran París y se hicieran con el control de las vías férreas, un tren cargado con las obras maestras de la pintura francesa salió de la estación de Vaires, en la periferia de la capital, camino de Alemania. Era el despecho final del Tercer Reich en su retirada hacia la frontera: robar las grandes obras de Gaughin, de Manet, de Renoir, de todos aquellos genios, y depositarlas en algún museo oculto de Alemania para ejercer la última humillación sobre la orgullosa nación que ahora los expulsaba.

    El tren  es la adaptación muy libre de un hecho histórico. En la película, el coronel Waldheim perpetra el expolio y el jefe de estación Labiche tratará de impedirlo con mil astucias de ferroviario veterano. En la vida real, el tren salió de Vaires y empezó a dar vueltas en círculo por los alrededores de París sin que los alemanes -por una vez más tontos en la realidad bélica que en la ficción de las pelis- se coscaran de que la Resistencia iba cambiando los rótulos en las estaciones. La película retoma al principio estos ardides tan ingeniosos, pero luego los trasciende para hacerse más trepidante, más belicosa, y el tren de los cuadros sufre tantas peripecias como La General de Buster Keaton, siempre a punto de chocar, de descarrilar, de ser bombardeado por la aviación aliada.



    La gran pregunta que plantea El tren es si merece la pena morir por rescatar una obra de arte. Arriesgar la vida por unos cuadros que en realidad nadie tenía la intención de destruir, sino simplemente trasladar de lugar, aunque fuera más allá de la frontera de Mordor. Y aunque fueran a destruirlos, ¿pesa más una vida humana que un cuadro desgarrado o arrojado al fuego? Los miembros de la Resistencia Francesa no dudaron ni un instante. Lo más juicioso, seguramente, hubiera sido esperar al fin de la guerra y recobrar las piezas expoliadas sin pegar un solo tiro de más. Pero la grandeur y el honneur parecen palabras que a los franceses les vuelven muy locos, muy inflamados.

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