Paulina

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"Son cosas mías", decimos cuando nuestras razones van a sonar ridículas, alejadas del sentido común, y sin embargo las sentimos ciertas y sinceras. Cuando queremos explicarnos pero no sabemos cómo, y en esa disonancia de los argumentos la lengua se enreda, y el lenguaje no alcanza, y preferimos refugiarnos en el misterio antes que ser recriminados por los demás, que nos estudian con la mirada, y no salen de su pasmo.

    Son cosas mías, dice Paulina, la joven que aparca su carrera en la abogacía para irse al norte de la Argentina, a participar en un proyecto pedagógico con jóvenes que viven en la selva, al borde de la civilización. Ningún allegado de Paulina entiende su destierro del mundo, su afán misionero allá en la tierra de Misiones, que parece un juego de palabras, pero no lo es.  Ni su padre, el juez orgulloso, que se tira de los pelos sin consuelo, ni su novio, el chico enamorado, que de pronto no la reconoce y pierde la chispa en la mirada. El espectador, limitado por lo que Santiago Mitre quiere mostrarnos, tampoco tiene a acceso a las motivaciones últimas de Paulina, y sólo puede conjeturar que tal vez tenga la vocación de una monja laica, o el idealismo revolucionario del Che Guevara. O que sólo sea, después de todo, una pija de la capi que quiere ponerse a prueba viviendo entre los pobres, habitando casas prefabricadas y soportando las picaduras de los mosquitos.

Son cosas mías, volverá a repetirse Paulina poco después, cuando un grupo de homínidos la violen al abrigo de la noche, y ella se niegue a denunciar, a delatar, y prefiera vivir su labor misionera como si nada hubiera pasado, conviviendo con sus agresores en el paraíso del perdón y la fraternidad. Son cosas suyas, desde luego, pero nadie las entiende ni dentro ni fuera de la película. Los personajes que la quieren se vuelven locos, y el espectador en su sofá vuelve a moverse en el terreno de la conjetura, del misterio psicológico. ¿Es Paulina una cripto-cristiana que lleva la doctrina del perdón hasta las últimas consecuencias? ¿Una mujer que ha encontrado en la indulgencia -"me han violado, pero no pasa ná"- la paz espiritual que necesita para continuar con su misión? ¿Es el síndrome de Estocolmo, que ha llegado hasta las selvas amazónicas adaptándose al calor y a la humedad? ¿O es, simplemente, el pavor, que la paraliza?



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