Little Men (Verano en Brooklyn)

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En su libro El mito de la educación, la psicóloga Judith Rich Harris se pregunta qué pintamos los padres y las madres en la educación de nuestros hijos. En trescientas páginas que son como trescientas curas de humildad, la señora Harris, como una profesora regañona y antipática, nos va quitando el orgullo poco a poco, y nos enseña que nuestros hijos son como son gracias a los genes que heredaron, y a los iguales con los que se juntan. Herencia y relaciones: esos son los ingredientes básicos que los conforman. La fórmula secreta de su personalidad. Y nosotros, los padres, les ponemos el aroma, o la hoja de menta. El perejil que los decora. Nosotros les castigamos, les premiamos, les dirigimos, pero con eso no conseguimos erosionar ninguna piedra. Labrar ningún surco. No dejamos en ellos ninguna marca perenne. Sólo administramos la convivencia. Por eso, cuando ellos vuelan libres, los hijos vuelven a su ser, a su esencia, que casi siempre es otra que no pretendíamos, ni buscábamos.

Sin embargo, la señorita Harris, al final del libro, nos concede un respiro a los vapuleados progenitores. Y un par de méritos incuestionables. No podemos hacer nada para forjar la personalidad de nuestros hijos, pero sin nosotros se morirían de hambre, de frío, de sed. Nosotros somos los garantes de su bienestar, y eso no es moco de pavo. Podemos decidir a qué colegio llevarlos, en qué barrio vivir. Podemos ofrecerles modelos de conducta, de rectitud moral. Servir de ayuda, de confidentes, de refugio. Nuestros hijos son como son, pero con frecuencia nos quieren y les queremos. El vínculo es indestructible. Algo hay de verdadero en todo esto. Quizá todo consista en aceptarlos como son, nada más.  



    De esto, y de alguna cosa más, va Verano en Brooklyn, que es una tergiversación nefasta del título original, Little Men. Porque los verdaderos protagonistas de la película son Jake y Tony, dos adolescentes que ven peligrar su amistad por los asuntos de sus mayores. Una amistad que parecía indestructible -y más ahora que llegaba el verano con su tiempo libre- pero que ahora se tambalea porque los padres toman sus decisiones, y determinan cuestiones tan trascendentales cómo dónde vivir, o cuánto cobrar por un alquiler. Sus padres no les han hecho como son, extrovertidos y talentosos: ellos se han hecho a sí mismos en el magma primario de su ADN,  y en el trato diario con sus compañeros. A sus padres les deben el cariño, los cuidados, la preocupación constante. Les quieren. Pero ahora que se entrometen en su amistad, los chavales, por primera vez en sus vidas, sienten rencor hacia ellos. El primer odio.  Una sensación amarga. Un sentimiento muy feo. Como el primer rechazo de una mujer, o la primera percepción de una limitación insuperable. Una de las primeras heridas que ya no cicatrizan.



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