La tentación vive arriba

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El código Hays dictaba en 1955 lo que se podía ver o no en una pantalla de cine. Uno de sus mandamientos prohibía que el adulterio se mostrara como un acontecimiento erótico-festivo. Nada de adultos que juegan a los médicos alegremente. La cana al aire solo podía adivinarse, inferirse de ciertas miradas y dobles sentidos. Los amantes -esos pecadores de la pradera- tenían que aparecer en pantalla no demasiado felices, no radiantes como bobos o como bonobos. O, en caso de tal, después de la aventura, terminar comprendiendo que el matrimonio que conculcaban era el paraíso perdido al que debían regresar.

 “La tentación vive arriba” cuenta la juguetona historia del tipo que se queda de rodríguez en Nueva York y de la chica sin nombre que alquila el apartamento de sus vecinos. Los responsables de aplicar el código Hays reaccionaron con prontitud, y ahora, en los extras del DVD, pueden verse varias escenas originales que no entraron en el montaje final. Insinuaciones muy pícaras que escandalizaban a las viejas y sonrojaban a los guardianes de la moral. Wilder y Axelrod se dejaron las meninges en el empeño de salvar la esencia de su comedia: negociaron, idearon, dieron mil y una vueltas a los chistes, pero al final, para su desconsuelo, tuvieron que firmar un guion que se quedó muy lejos de sus pretensiones. 

Sin embargo, vista hoy en día, su película es inequívocamente provocativa. Escandalosa, diría yo. "La tentación vive arriba" se ha vuelto moderna de puro vieja. Al final no hacía falta enredar tanto con el guion: la mera presencia de Marilyn Monroe enciende la pantalla, y aunque el adulterio con su vecino finalmente no tenga lugar, el apartamento de Tom Ewell huele todo él a sexo y a deseo. Marilyn habla, sonríe, se contonea; se tropieza con muebles, tira macetas, derrama líquidos; se levanta la blusa para disfrutar un soplo de aire fresco. Sale a la calle y se deja levantar las faldas por el aire que llega del suburbano. En cada cosa que ella hace o que dice, el espectador del siglo XXI se queda igualmente alelado, como sus antepasados de hace más de sesenta años, que se rascaban la comezón de su séptimo aniversario en cines atestados de gente.



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