Sherlock. Temporada 4

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O en la cuarta temporada de Sherlock ya están rizando el rizo de lo detectivesco (y esto es como El sueño eterno y la trama resulta tan fascinante como imposible de seguir), o yo me estoy volviendo más tonto cada día y me veo incapaz de seguir el ritmo de las ocurrencias. Lo más seguro es que estén sucediendo ambas cosas a la vez: que los guionistas de Sherlock ya no sepan cómo sorprender a los entusiastas, y que yo, en paralelo. que ya sufro la decadencia que anunciara Louis C. K. en Louie -un declive en progresión geométrica, y no aritmética-, tardo horrores en deducir una trama donde el desafío intelectual sobrepasa los límites de mi inteligencia, que tampoco es que en los tiempos de la juventud fuera muy aguda ni preclara, precisamente.

    Entre eso, y que el último episodio es un remake de Falcon Crest donde los familiares ya no se pelean por el petróleo de Texas o por los viñedos de California, sino por medirse el cociente de inteligencia que caracteriza a todos los Holmes (en fraternal y algo ridículo desafío), uno, que pensaba que los culebrones estaban fuera de la televisión de calidad, de la BBC que nos regala series con enjundia, ha salido chamuscado de esta cuarta entrega de Sherlock  y sus andanzas. Si es un problema intrínseco de la serie, de su agotamiento de ideas y de su excesivo celo en epatar, estaría bien que le fueran dando matarile ahora que todavía hablamos bien de ella, para que repose gloriosamente en nuestro recuerdo. Si, por el contrario, el problema es mío, de mi senectud irremediable, estaría bien que fuera yo el que se apartara de la pantalla, el que desistiera del empeño, y centrara sus esfuerzos neuronales en otras tramas menos dificultosas. No digo yo que caer en las redes de Aquí no hay quien viva, que sería una humillación lamentable, pero sí en un término medio, si puede ser.




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